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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La esposa de don César / La hacienda trágica (19 page)

BOOK: La esposa de don César / La hacienda trágica
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Poco después, protegido por las crecientes sombras, Juan Nepomuceno Mariñas abandonaba el rancho Coronel en dirección hacia la cabaña indicada en la nota recibida.

* * *

Guadalupe Martínez se sentía feliz. ¡Qué loca había sido al imaginar que
El Coyote
desoiría su petición! ¿Cómo pudo creer que su marido no la amaba? ¿Por qué imaginó que incluso le era infiel cuando, en realidad, lo que estaba haciendo era salvar al hombre por cuya vida ella había intercedido?

La noticia del triunfo de Teodomiro Mateos no la engañó. Ella sabía quién había movido los hilos de aquella acción. Ella sabía quién era el verdadero triunfador. Y también sabía, porque alguien le llevó la noticia, que
El Coyote
estaba luchando en el rancho Coronel para ayudar a unos hombres cuyas vidas estaban en peligro.

En cuanto supo la verdad no vaciló ni un segundo. Su puesto estaba en aquel rancho, junto a su marido. Junto al
Coyote
, para ayudarle en lo que él necesitara.

En aquellos momentos, cuando ya el sol se había ocultado tras las montañas para ahogar su fuego en las aguas del Pacífico, Guadalupe sentía la intensa emoción de hallarse de nuevo cerca de su marido. Había alquilado un coche para llegar al famoso rancho Coronel. Poco antes acababa de cruzarse con un escuadrón de caballería del fuerte de Nueva Almadén. Sin duda se trataba de jinetes en maniobras, pues iban muy armados y conducidos por un alto oficial.

A lo lejos vio la blanca y enorme casa del rancho. ¡Pronto se hallaría en los lugares donde se encontraba su marido!

¿Su marido? No, aún no lo era; pero ya habían desaparecido todos los obstáculos que se oponían a su felicidad. ¡Todos absolutamente! Y cuando volvieran a Los Ángeles…

En aquel momento el coche abandonó la carretera particular del rancho. Los caballos corrían con más energía que antes y en pocos minutos alcanzaron su meta.

Guadalupe repasó mentalmente lo que debía decir. ¿Cómo justificaría el quedarse allí?

A través de una de las ventanillas del coche vio a dos hombres que marchaban cargados con un cesto lleno de verdura. Eran Evelio y Juan Lugones. ¿Sería prudente que la vieran? Eran amigos de su mando. Eran sus más fieles servidores; pero ni ellos conocían la otra identidad de su misterioso jefe. No debía decirles nada y, a ser posible, no debía dejarse ver por ellos.

Un hombre avanzó hacia el carruaje. Al ver a Guadalupe demostró cierta sorpresa.

—Buenas tardes, señora —saludó—. ¿Puedo preguntarle el motivo de su visita?

—Quería llegar a Monterrey esta noche; pero no me será posible —contestó Guadalupe—. Y he pensado que tal vez pudiera pasar aquí la noche.

—Desde luego, señora…

—Me llamo Guadalupe Martínez y regreso de San Francisco a Los Ángeles. Sólo les molestaré una noche.

Marcos Ibáñez la ayudó a descender del coche, diciendo:

—En la casa hay otras dos señoras. En estos momentos se hallan atendiendo a un herido.

—Si puedo serles útil…

—No creo que sea necesario. Si tiene la bondad de seguirme la acompañaré a su habitación. Si está cansada podrá retirarse en seguida.

—Se lo agradeceré mucho.

Y Guadalupe entró detrás de Marcos Ibáñez en el trágico rancho Coronel.

* * *

Martín Hidalgo dio sus últimas instrucciones.

—El herido se halla fuera de peligro, aunque es posible que esta noche la fiebre le suba un poco. No se alarmen. Se tratará de una reacción de su organismo y, más que perjudicarle, le beneficiará.

Antes de salir de la habitación de Carmen Coronel, advirtió aún:

—A pesar de todo, si sienten alguna inquietud no vacilen en llamarme.

—No sé lo que hubiese sido de nosotros de no estar usted aquí, señor Hidalgo.

—Yo no he hecho casi nada —sonrió Martín Hidalgo, y salió de la habitación recordando aquel momento en que, agotados sus recursos, se disponía a abandonar el estudio de la medicina, que para él significaba más que la misma vida. Durante un año entero habíase esforzado en seguir adelante por el difícil camino elegido; pero sin bienes de fortuna, teniendo que depender de su trabajo, estudiando durante las horas que robaba al sueño, malalimentándose para ahorrar hasta el último centavo para dedicarlo a los estudios. Por fin, su resistencia llegó al límite y vendió sus libros de estudio, renunció a todas las ventajas adquiridas y lloró como un niño que ve destruidas sus ilusiones. Y en aquella hora negra de su vida, cuando volvió a su casa para escribir las cartas de dimisión para los hospitales en que seguía sus cursos, encontró en un paquete los mismos libros vendidos y en otro más pequeño, diez mil dólares y una carta firmada con una cabeza de coyote. En aquella carta se le decía que con los medios que se ponían a su disposición debía terminar la carrera iniciada, pero se le advertía que si alguna vez llegaba a recibir otra carta firmada con aquella cabeza, debería hacer lo que en ella se le ordenase. No se le exigía otro pago. Sólo obedecer. Y unos días antes, cuando ya había recibido su título y con el dinero sobrante acababa de establecerse en San Francisco, había llegado la carta del
Coyote
pidiéndole que adoptase la personalidad de un criado y acudiera, junto con las personas que encontraría en determinado lugar, al rancho Coronel, donde, sin duda alguna, tendría, como médico, mucho más trabajo que como criado. Ni por un instante pasó por su imaginación hacer caso omiso a aquella orden, ya que al obedecerla empezaba a pagar el inmenso favor recibido.

A poco de marcharse Martín Hidalgo, Luis Vanegas abrió los ojos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—, no recuerdo nada…

Irina se puso en pie.

—Iré un momento a mi cuarto —dijo comprendiendo que era mejor dejar solos a los dos novios en aquellos momentos en que tanto tendrían que decirse.

Salió de la habitación y cruzó el pasillo, dirigiéndose hacia el ala del edificio donde estaban sus habitaciones. Iba sin temor alguno, pues sabía que su muerte no podía beneficiar a nadie. Cuando abrió la puerta de la habitación fue tan inesperado el espectáculo que encontraron sus ojos que no pudo contener un grito de asombro.

—Pero… ¿usted aquí?

El Coyote
se puso lentamente en en pie y guardó el revólver que había estado sosteniendo con la mano derecha.

—¿De veras no me aguardaba, princesa?

La incredulidad de Irina era tan manifiesta que
El Coyote
preguntó, inquieto:

—¿Por qué me mira como si estuviese viendo un fantasma? ¿Es que me va a decir que no esperaba verme, o que no sospechaba mi presencia?

—Usted no es
El Coyote
—murmuró Irina.

—Nunca podemos ponernos de acuerdo acerca de mi personalidad, princesa. La última vez que nos vimos dijo que yo era don César. Luego le pidió, hace unos días, a don César que me avisara y cuando acudo…

Irina sintió que se le cerraba la garganta. Con un violento esfuerzo consiguió decir:

—Entonces… aquel mensaje no era suyo.

—¿A qué mensaje se refiere?

—A uno en que citaba a Mariñas en la cabaña…

—No; desde luego. No he enviado ningún mensaje… Pero ¿adónde ha ido Mariñas?

—Creyó que usted le había citado y yo insistí en que acudiera a la cita. ¡Y ahora le van a matar!

—¿En qué lugar era la cita? —preguntó
El Coyote
.

Irina le llevó hacia la ventana. Ya era de noche; pero a la luz de la luna llena se podía ver fácilmente la cabaña.

—Mariñas ha ido hacia allí —dijo Irina.

El Coyote
quedó silencioso unos instantes. Luego dijo, lentamente:

—Aquella cabaña queda fuera de los límites del condado de San Fernando, princesa. Y este anochecer un escuadrón de caballería federal se dirigía hacia allí. Si encuentran a Mariñas, le ahorcarán o fusilarán sin perder un instante.

La angustia que expresó el rostro de Irina fue tan grande que
El Coyote
se detuvo cuando ya se disponía a salir de la habitación.

—¿Qué significa eso? —preguntó, volviendo hacia Irina—. ¿Amor?

—No sé —respondió Irina—. Tal vez sea algo mucho más grande. Su madre influyó muy perjudicialmente en él; pero es bueno, y en cuanto ha tenido una oportunidad de rehacer su vida la ha aprovechado. Nos casamos, y si no hubiera sido por este maldito testamento…

—¿Por qué lo aceptó?

—Dijo que era como un desafío que le dirigía desde el otro mundo don Fernando Coronel, y que debía aceptarlo o pasar por un cobarde. Hoy han estado a punto de matarle.

—Eso ya lo sé; pero ahora está corriendo un peligro mucho mayor. Adiós, princesa. Voy a luchar por su amor.

Estas palabras las dijo ya con la puerta abierta, y al volverse vio en el umbral de otra puerta, pálida, con los ojos llameantes y los puños cerrados contra el cuerpo, a Guadalupe. Antes de que pudiera decirle nada, Guadalupe dio un paso atrás, cerró violentamente la puerta y corrió el cerrojo.

El Coyote
hubiera querido detenerse el tiempo suficiente para sacar a su esposa del error en que de nuevo acababa de caer; pero era ya muy tarde, y la vida de| Juan Nepomuceno Mariñas pendía de un hilo.

Capítulo VII: La muerte del
Diablo

Protegiéndose en las tinieblas de los pasillos,
El Coyote
llegó al extremo del edificio reservado a los criados. Juan Sánchez o Lugones, era el único que estaba en su habitación. Al ver al
Coyote
se puso en pie de un salto y preguntó:

—¿Me necesita, jefe?

—Sí —respondió
El Coyote
—. ¿Puedes avisar a tus hermanos?

—Ese tipo de Marcos Ibáñez no se ha movido de la cocina en todo el tiempo. No puedo decirles nada, pues él parece estar atento a todo. Creo que no está convencido del criado que sabe hacer tan bien de médico.

—No perdamos el tiempo. Sígueme. Han tendido una trampa a Mariñas, engañándole con un mensaje mío falsificado.

—¿Sabe si se lo metieron en un bolsillo?

—No sé.

—Sí, eso debe de ser. Cuando hirieron a ese chico joven subimos todos a ver lo que había ocurrido, y yo me fijé en que uno que se llama Antonio Zúñiga le metía un papel en el bolsillo. Luego noté que Mariñas lo leía y lo volvía a guardar como si fuese algo de mucho valor.

—¿Conoces la habitación de ese Zúñiga?

—Claro. Sé las habitaciones de todos, aunque yo haga de cocinero.

—Vamos allí. Llama a la puerta y dile que le llevas la cena.

En respuesta a la llamada y al anuncio de que se le llevaba la cena, Antonio Zúñiga abrió la puerta lo suficiente para reconocer a Juan Sánchez y verse, al momento, frente al revólver del
Coyote
.

—¿Qué… quiere de mí? —tartamudeó, retrocediendo hacia el centro de la estancia.

El Coyote
fue hacia él y preguntó con dura voz:

—¿Por qué enviaste aquella nota falsa a Mariñas?

Antes de que Zúñiga reuniese fuerzas para contestar,
El Coyote
siguió:

—No es necesario que me lo digas. Sé por qué lo hiciste. Querías que hubiese un heredero menos, ¿verdad?

—No… es que… —Zúñiga tragó varias veces saliva antes de poder continuar—. Es que Mariñas mató a Francisco Redondo.

—Ya sabes que él no mató a Redondo; y lo sabes mejor que nadie, porque fuiste tú quien lo mató:

—¡No! —gimió Zúñiga—. Perdón…

—Te perdonaría que hubieras matado a un canalla como Redondo, que toleró que un pobre infeliz fuera asesinado en su lugar; pero
El Coyote
no perdona jamás al que utiliza su nombre para una traición. ¿Por qué enviaste a Mariñas a la cabaña?

—¡Perdón!

—Escúchame bien, Zúñiga. No te mataré si me dices todo lo que hiciste; pero tendrás que decírmelo por el camino. Vamos. No olvides que al menor intento de fuga, te mato.

Salieron del rancho por una de las tres puertas traseras y, a través del jardín y luego del bosque, se dirigieron hacia la cabaña. Por el camino Zúñiga fue explicando lo que había hecho. Sabía que a Mariñas no podían detenerle dentro de los límites del condado de San Fernando, ya que allí sólo existía la autoridad que eligieran los residentes, y no había otros con voto que Marcos Ibañez. Pero si Mariñas salía de los límites de aquel condado se le podía detener y castigar sin autorización del
sheriff
: del condado en donde se hallara. Zúñiga había advertido al comandante del fuerte de Nueva Almadén que Juan Nepomuceno Mariñas,
El Diablo
, se encontraría aquella noche a las once o las doce, en determinado lugar, en la cabaña que se levantaba poco más allá del límite del condado de San Fernando. El mensaje lo había enviado por medio de un buhonero. Su objetivo había sido, exclusivamente, el de eliminar un rival en la lista de herederos.

—Tenemos el tiempo justo —dijo
El Coyote
mientras avanzaba a través del bosque.

Zúñiga le seguía, sintiendo tras él, de cuando en cuando, la presión del cañón del revólver que empuñaba el hombre a quien él conocía por Juan Sánchez.

De pronto, cuando ya creían estar cerca de la cabaña, oyeron voces ahogadas y entrechocar de cascos de caballo.
El Coyote
se detuvo y con recia mano agarró del brazo a Zúñiga, previniéndole:

—Si alzas un grito, será el último de tu vida.

Siguieron avanzando. Se percibía el denso olor de los caballos y, de súbito, una voz de hombre refunfuñó:

—¿Dónde diablos estará esa maldita cabaña?

El Coyote
aceleró el paso, obligando a Zúñiga a hacer lo mismo. Cinco minutos más tarde llegaban a la vista de la cabaña.
El Coyote
corrió hacia ella y antes de llegar abrióse la puerta, dejando paso a Juan Nepomuceno Mariñas.

—¿Qué sucede? —preguntó al ver al
Coyote
—. ¿Para qué me querías?

—No pierdas un momento —interrumpió el enmascarado—. Ve hacia el bosque. Los soldados están a punto de cazarte.

Luego, dirigiéndose hacia Juan Lugones, le ordenó:

—Enciérrale en la cabaña.

Lugones comprendió las intenciones del
Coyote
y empujó a Zúñiga al interior de la cabaña, cerrando con llave la puerta, de forma que no pudiese salir el cautivo que quedaba dentro.

Desenfundando su revólver,
El Coyote
hizo dos disparos al aire, luego se metió en el bosque, en la misma dirección seguida por Mariñas.

Al cabo de un momento se oyó acercarse el galope de los caballos y desde cierta distancia
El Coyote
y sus dos compañeros vieron cómo la cabaña quedaba rodeada por los jinetes.

BOOK: La esposa de don César / La hacienda trágica
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