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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La esposa de don César / La hacienda trágica (14 page)

BOOK: La esposa de don César / La hacienda trágica
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—Muchas gracias, señor —respondió el criado, cuyos negros ojos parecían querer leer en el alma del hombre que estaba frente a él—. Cuando suene la campana podrán bajar al comedor para cenar.

Cuando el criado cerró la puerta, don César dejóse caer en la cama y durante varios minutos estuvo pensando en Guadalupe. En realidad, lo que hizo fue esforzarse en pensar en ella y olvidar los más recientes acontecimientos. ¿Dónde estaría en aquellos momentos Guadalupe? Sin duda, muy cerca de San Francisco. ¿Y en qué hotel se instalaría en cuanto llegase a San Francisco? Esto era fácil de contestar: en el Frisco. ¿Qué le diría cuando la alcanzara? Pero… ¿qué clase de hombre era aquel Redondo? Un canalla… Había dejado asesinar a otro en su lugar; pero… ¿se le podía criticar demasiado por una cosa así? Al fin y al cabo había protegido su vida de la única, forma en que pudo hacerlo. ¿Y aquel enmascarado que insinuó que él era
El Diablo
? Desde luego, no era
El Diablo
. Juan Nepomuceno Mariñas debía de estar muy lejos. ¿Continuaría Irina a su lado? ¿Se habría casado con él? ¿O seguiría con
El Diablo
, sin haberse tomado la molestia de casarse? ¿Con qué fin se habría adjudicado el asesino de Francisco Reyes la personalidad de Juan Nepomuceno Mariñas,
El Diablo
?

—Si continúo pensando en todo esto, acabaré quedándome aquí y dejando que Guadalupe se me escape definitivamente.

Un ahogado grito llegó hasta la habitación de don César, haciendo saltar a éste de su cama. Matías Alberes, que también había oído el grito, miraba hacia la puerta como si temiera que por ella se metiere el ser humano que lo había lanzado.

Don César fue hacia una de las maletas que su criado acababa de abrir y sacó de ella un «derringer» de dos cañones, guardándolo en un bolsillo; luego fue hacia la puerta, y al abrirla oyó cerrarse otra puerta en el mismo pasillo. Por la procedencia del ruido adivinó cuál era la puerta que se había cerrado. No le costó trabajo recordar que por ella había entrado Francisco Redondo.

Dejando para más tarde el averiguar si Redondo estaba vivo o muerto, don César siguió pasillo adelante, examinando todas las puertas. Así llegó hasta una de las primeras puertas, que se hallaba entreabierta. Empujándola, entró en un cuartito muy reducido. Por su tamaño se comprendía que se destinaba a los huéspedes menos importantes. En el centro de aquella habitación, tendido cara arriba y con los brazos en cruz, se veía a Tiburcio Cadenas, con la cabeza separada del tronco por una terrible cuchillada. Un gran charco de sangre se estaba formando debajo del cuerpo del conductor de la diligencia. Don César recordó varios sucesos recientes: Tiburcio Cadenas también había visto cómo Francisco Redondo metía su cartera, con su documentación, en el bolsillo de Francisco Reyes. Tiburcio Cadenas no disfrutaba de ninguna buena fama, y tal vez creyó poder obtener buenos beneficios materiales de lo que había observado cuando el asalto. No sería el primero que tratando de ganar oro había encontrado acero o plomo.

—Descansa en paz —murmuró don César—. Iremos a dar la noticia de tu muerte a quienes puedan tener algún interés por ella.

Entornando la puerta, don César bajó al vestíbulo y como no encontrara a nadie por allí salió al jardín y al cabo de unos diez minutos consiguió dar con Carmen Coronel, que estaba hablando con un hombre joven, alto, muy moreno, cuya contagiosa sonrisa debía de ser muy del agrado de la muchacha.

—Buenas tardes, señorita Coronel —saludó don César—. Quisiera hablar con usted un momento, si el señor no tiene inconveniente.

—¿Necesita usted algo, don César? —Preguntó Carmen, y en seguida agregó, volviéndose hacia su compañero—: Luis, le presento a don César de Echagüe, de Los Ángeles. Don César, le presento a Luis Vanegas…, un amigo de mi familia.

Los dos hombres se saludaron con ceremoniosas inclinaciones de cabeza; luego, don César explicó:

—Ha ocurrido un suceso un poco desagradable, señorita. Se trata del conductor de la diligencia. Ha sido asesinado.

Carmen Coronel no pudo contener un grito de horror.

—¡Ya empieza a suceder! —gimió luego.

Luis Vanegas la sujetó por los brazos y con voz que era a la vez firme y acariciadora, pidió:

—No pierdas la serenidad, Carmen. Ese hombre no figuraba entre los herederos. Tal vez se trate sólo de un accidente.

—¡No, no! Sé que no es un accidente. Mi padre quería que os mataseis todos. Debes renunciar a la herencia. ¡Por Dios, Luis, renuncia a ese dinero maldito!

—Serénate —pidió Luis Vanegas, tratando de recordar a la joven, con una significativa mirada, que no estaban solos.

Carmen comprendió lo que Luis quería decirle, y pasando una mano por su frente se excusó:

—Perdóneme, don César. Lo que usted me ha dicho me ha afectado muchísimo… Avise… Podemos avisar a Marcos.

—No le he visto por el vestíbulo. Si usted sabe dónde podemos encontrarle…

—Estará en la cocina —dijo Luis Vanegas—. Vayamos a verlo.

Carmen dirigióse hacia la parte trasera de la enorme casa y unos minutos después llegaban ante una puerta abierta, a través de la cual se veía una gran cocina cuyas paredes estaban decoradas con valiosos azulejos mejicanos. En aquella cocina, que era la propia de un convento, pero no la de un rancho, estaba, en efecto, Marcos Ibáñez acompañado de dos indias de inexpresivos rostros y tres indios, no menos inexpresivos y salvajes. Al ver a la joven, el criado expresó una alegría que se trocó en contrariedad al descubrir a los dos hombres que la acompañaban.

—¿Qué ocurre, señorita Carmen? —preguntó.

—Dice el señor Echagüe… —Carmen se interrumpió indicando con una mirada a los indios que prefería no hablar delante de ellos.

Comprendiéndolo, Marcos Ibáñez ordenó que se continuase la preparación de la cena y siguió a la joven fuera de la cocina.

—¿Qué es lo que dice el señor Echagüe? —preguntó.

—Mientras estaba en mi habitación oí un grito y salí a ver si le había ocurrido algo a alguno de mis compañeros. Al llegar a la habitación del conductor de la diligencia le encontré… Le encontré degollado.

Marcos Ibáñez frunció el entrecejo.

—¿Está seguro de eso? —preguntó.

—Todo lo seguro que puedo estar de lo que he visto aún no hace ni quince minutos.

—Bien, iremos a ver lo que ha ocurrido —dijo, escénicamente, Marcos Ibáñez—. No comprendo qué interés puede haber tenido nadie en matar a un conductor de diligencias.

Don César se abstuvo de exponer los motivos que él creía habían movido la mano que descargó el golpe fatal. Siguió, junto con Luis Vanegas, a Marcos, en tanto que Carmen quedaba en el vestíbulo, no queriendo, sin duda, presenciar el horrible espectáculo de un hombre degollado.

Cuando llegaron ante la habitación de Tiburcio Cadenas, Marcos Ibáñez se detuvo un momento; luego llamó con los nudillos a la puerta.

—Está abierta —dijo don César—. Y no es probable que nadie conteste.

Marcos empujó la puerta y toda la habitación se ofreció a la vista de los tres hombres. Al cabo de unos segundos, Marcos Ibáñez volvióse interrogadoramente hacia don César.

—¿Dónde está el cadáver? —preguntó.

Don César aún estaba contemplando, incrédulamente, la vacía habitación, en la cual no sólo no se veía el cadáver de Tiburcio Cadenas, sino que tampoco se veía la menor huella de sangre, ni señal alguna de que allí se hubiera cometido un crimen.

—Sin embargo yo lo vi —dijo el hacendado.

—Es posible que lo viera —repitió, irónico, Marcos—. Hay personas que ven cosas que no siempre son reales.

—Puede que tenga razón —admitió don César—. No obstante… estoy seguro de que vi el cadáver de Tiburcio Cadenas; pero si Tiburcio aparece vivo delante de mí, creeré de buena fe que todo el vino que no he bebido se me ha subido a la cabeza y me ha hecho ver cosas que no son.

—Eso es verdad —dijo Luis Vanegas—. ¿Dónde está el ocupante de esta habitación? Si realmente no le han matado, tiene que estar vivo.

—Puede encontrarse en algún lugar de la hacienda —sugirió Marcos—. La finca es inmensa. Ocupa todo un condado. Don Fernando Coronel era, a la vez,
sheriff
:, juez y toda la autoridad civil del condado. Desde su muerte los puestos están vacantes; pero como se trata de cargos de elección popular y él y yo éramos los únicos habitantes con voto… En fin, cuando haya un heredero del rancho, lo elegiremos
sheriff
:, juez y fiscal, y él podrá, si quiere, investigar lo que ha ocurrido con Tiburcio Cadenas. Entretanto, habrá que dejar este problema.

—Creí que los tiempos de los señoríos feudales habían pasado a la historia o que en la California norteamericana nunca habían existido —comentó don César.

—El rancho ocupa todo un condado y, como los habitantes son todos de raza india, o sea, ciudadanos sin voto, y no hay otros habitantes blancos que los del rancho Coronel…

—Bien… Debo de haber visto visiones —comentó don César—. Y desde el momento en que nadie más ha salido a averiguar el motivo del grito, también es posible que el grito sólo haya existido en mi imaginación. Perdonen la molestia.

—No ha sido molestia alguna, don César —replicó Marcos. Y saludando con una rígida inclinación, se alejó hacia el vestíbulo.

—Iré a darle la buena noticia a Carmen —declaró Luis Vanegas, marchando en la misma dirección seguida por el criado.

Al quedarse solo, don César murmuró para sí:

—Don César habría preferido que se encontrara el cadáver. Puede que al
Coyote
le guste más así; pero ¿dónde estará…? —Iba a preguntarse dónde estaría Guadalupe; pero terminó preguntándose dónde estaría el cadáver que sus ojos habían visto. ¿O acaso no lo habían visto? Cuando regresaba a su cuarto se abrió la puerta del de Francisco Redondo y éste apareció en el umbral.

—¿Sucede algo? —preguntó con voz claramente alterada—. He oído voces en el pasillo…

—¿Y no oyó antes un grito? —preguntó don César.

—Sí; me pareció oír un grito extraño; pero… no hice caso. ¿Qué es lo que ha sucedido?

—Nada —contestó don César—. No ha ocurrido absolutamente nada.

—¿Nada? —El asombro de Francisco Redondo era legítimo—. Entonces… ¿de qué estaban hablando?

—Nos preguntábamos dónde puede haberse metido Tiburcio Cadenas, el conductor de la diligencia.

—¿Le ha ocurrido algo malo? —preguntó, con voz muy tensa, Francisco Redondo.

—No. Sólo que ha desaparecido de su habitación sin dejar ningún rastro.

—¿Ha desaparecido?

Esta pregunta la hizo Francisco Redondo con el rostro del color del papel.

—Sí. No está en su habitación y nos gustaría saber dónde se encuentra.

—Claro… —tartamudeó Redondo. Y con un gran esfuerzo consiguió añadir:

—Me alegro de que no hayan ocurrido más cosas malas.

Entró de nuevo en su habitación y don César continuó hacia la suya. Matías Alberes le miró interrogadoramente.

—Han matado a un hombre —explicó don César—. A Tiburcio Cadenas; pero su cadáver ha desaparecido y el que más se ha asombrado de ello ha sido su propio asesino. Y lo más interesante de todo es que en este rancho se pueden cometer todos los delitos que se quiera, pues no existe autoridad alguna y las leyes del Estado soberano de California prohíben que las autoridades de otro condado se inmiscuyan en los asuntos de sus vecinos. Por lo tanto, nadie vendrá a averiguar si Tiburcio Cadenas ha muerto asesinado o emprendió un viaje a la luna. Es un sitio ideal para que se cometan muchos asesinatos. Y hay bastante gente que espera una racha de crímenes.

Los ojos de Matías Alberes preguntaron si su amo pensaba quedarse allí.

—No —contestó don César—. Mañana, nos iremos hacia San Francisco. No hay nada que me retenga aquí.

Pero antes de dos horas don César empezaría a sentir ciertas dudas acerca de lo que acababa de decir.

Capítulo III: El testamento de don Fernando Coronel

El tañido de la campana corrió por el pasillo introduciendo sus ecos en cada una de las habitaciones, hasta ir a estrellarse contra la pared del fondo. Un momento después se fueron abriendo las puertas y asomaron por ellas los viajeros de la diligencia.

Ninguno parecía muy animado y, de nuevo, la impresión de que estaba en un convento se adueñó de don César, pues los que iban a cenar lo hicieron sin cambiar apenas algún que otro silencioso saludo.

Don César sentía una gran curiosidad por conocer a los demás ocupantes de la casa, de quienes sólo tenía vagas referencias acerca de su presencia en la misma. ¿Quiénes eran?

Cuando, guiados por Marcos Ibáñez, que les aguardaba en el vestíbulo, llegaron al enorme y conventual comedor, vieron que ya todos los demás se encontraban allí, sentados a lo largo de una gran mesa. La mirada de don César corrió por ella y se detuvo un breve instante en Luis Vanegas y luego, llena de asombro, se detuvo más prolongadamente en dos personas a las que, ciertamente, no esperaba ver allí. Una de aquellas personas era Juan Nepomuceno Mariñas,
El Diablo
, y la otra, que estaba a su lado, Odile Garson, la falsa princesa Irina
[3]
.

—¿Qué le ocurre, señor de Echagüe? —preguntó Marcos Ibáñez, al notar el sobresalto de don César, junto al cual se encontraba en aquel momento.

—Nada —replicó el hacendado—. Sólo que he visto a unos conocidos a quienes no esperaba encontrar aquí.

—Confío en que serán conocidos agradables —dijo Marcos.

—Ni agradables ni desagradables. Sin embargo no veo al conductor de la diligencia.

—No hemos dado con él. Tal vez se haya perdido por el bosque. La hacienda está casi rodeada por uno muy denso en el cual se han extraviado ya varios de los invitados. Su mesa es aquella otra, don César. En ésa sólo se sientan los herederos.

Mientras Francisco Redondo era guiado hacia la mesa a la que se sentaban Irina y
El Diablo
, los demás fueron instalados en otra mesa presidida por un hombre de descarnado rostro y cuya ganchuda nariz, junto con su negro traje, le daba un pronunciado aspecto de buitre. Dirigiéndose a este hombre, Marcos Ibáñez explicó:

—Señor Marín, ya le dije a la cocinera que le preparase la sopa que usted encargó. Si no ha sabido interpretar debidamente sus deseos, le pido mil disculpas. No está muy práctica en preparar nuestros manjares.

—Si hubiera sabido que tenía que pasar tantos días en este odioso sitio hubiera traído mi propia cocinera —replicó Pablo Marín, el notario que debía dar lectura pública al testamento y cuya voz era tan desagradable como su aspecto.

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