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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La esposa de don César / La hacienda trágica (18 page)

BOOK: La esposa de don César / La hacienda trágica
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—Creí que le habían matado —dijo Pedro Ugarte, sin saludar al reaparecido Vanegas.

—Para el caso es como si le hubiesen matado —replicó Antonio Zúñiga—. Ha estado fuera del rancho muchas más horas de las que hacían falta para perder el derecho a la herencia. No era preciso que volviese.

—No he vuelto por la herencia —replicó, despectivamente, Vanegas—. Ya sé que he perdido. Adiós.

—¡Le creía muerto, señor Vanegas! —exclamó el criado.

—No faltó mucho para que me matasen; pero aún estoy vivo, aunque he perdido mis derechos a la herencia.

—Tal vez se pudiera arreglar ese detalle —sugirió Marcos—. Si los demás herederos estuvieran conformes…

—Ni lo sueñe —rió Luis—. ¿Dónde está la señorita Carmen? Si he vuelto ha sido por ella.

—¿La ama? —preguntó, sonriente, Marcos.

—Sí —respondió Luis—. Cuando todo esto termine, nos casaremos.

—La señorita tiene muy bien ganada su felicidad —dijo con suave voz Marcos—. Estoy seguro de que serán ustedes muy felices. Pero tal vez hubiera hecho mejor no volviendo por ahora al rancho, señor.

—¿Por qué no había de volver?

—Alguno de los herederos puede intentar matarle.

—Ya no hay motivo para que se desee mi muerte. He perdido los derechos a la herencia.

Marcos Ibáñez movió la cabeza.

—No sé —dijo—. Casi todos los hombres que se encuentran en el rancho tienen sobre sus conciencias algún crimen y uno o dos de ellos los han cometido en esta misma casa. Creo que pueden pensar que la mejor manera de que un antiguo heredero no estorbe, consiste en matarlo. Crea el consejo de un viejo y vuelva a San Francisco o al lugar donde estaba antes de regresar. Aguarde allí a que pasen los días que faltan hasta finalizar el plazo.

—No —replicó con voz firme, Vanegas—. Permaneceré en esta casa hasta que pueda marcharme con Carmen.

—A su edad yo hubiera hecho lo mismo —sonrió Marcos—. Que Dios le proteja. Y si alguna vez puedo serle útil, no vacile en acudir a mí.

—Ya sé que es usted un buen amigo de Carmen, Marcos. No olvidaré su oferta. Ahora quiero ver a Carmen.

—Está en su habitación.

Cuando Carmen abrió en respuesta a la llamada que sonó en su puerta y vio a su novio, sus ojos se llenaron de alegría y de lágrimas.

—¡Ha habido momentos en que te creí muerto! —exclamó, apoyando el rostro en el pecho de su novio.

—Estoy vivo; pero he perdido mi derecho a la herencia.

—¿Y eso qué importa?
El Coyote
te ha salvado.

—Sí; me tuvo encerrado en una cabaña durante todos estos días. Fue varias veces a verme y hablamos acerca de lo que sucede en esta casa. Deberías abandonarla.

—Es mi casa, Luis. Cuando estos hombres se marchen podremos convertir esta hacienda en la más próspera de toda California. Tú me ayudarás. Entonces, la vida será hermosa.

—Estoy deseando que esos hombres se marchen o se mueran de una vez. Parecen buitres esperando que uno de ellos caiga muerto para echarse encima de él y devorarlo. Mira, ya se han marchado de la terraza. Seguramente habrán ido a encerrarse en sus habitaciones para idear algún plan de muerte contra cualquiera de ellos.

—Pero no contra ti, vida mía —murmuró Carmen, cogiendo entre las suyas las manos de su novio—.
El Coyote
te ha salvado para mí…

Carmen se interrumpió de súbito. Estaba de cara a la puerta y, de pronto, se dio cuenta de que se estaba abriendo poco a poco, cual si la empujara una suave corriente de aire. Pero en la habitación no se advertía corriente alguna.

—¿Qué ocurre? —preguntó Luis, al advertir la inquietud de su novia.

—La puerta —musitó Carmen.

Luis Vanegas volvióse, y en aquel momento la puerta se abrió del todo y en el umbral apareció un hombre cubierto con una especie de larguísima túnica o capa que le cubría de los hombros hasta los pies, y que estaba completada por un capuchón que le ocultaba el rostro. Aquel hombre empuñaba un revólver y al abrir la puerta apuntó contra Luis Vanegas.

Este dio un salto de lado en el momento en que sonaba el primer disparo. Logró evitar la bala; pero no anduvo tan afortunado con la segunda, que le alcanzó en la cabeza, derribándolo.

Profiriendo un grito, Carmen lanzóse sobre él, tratando de cubrirle con su cuerpo. El encapuchado amartilló de nuevo su revólver; pero vaciló un momento, como temiendo no poder rematar al que tal vez estaba ya completamente muerto. Luego, corno se oyeran lejanos pasos y gritos, dio media vuelta y cerrando la puerta alejóse a toda prisa, hasta que sus pasos se perdieron por el lado opuesto a aquel por el que llegaban los que subían a averiguar lo ocurrido.

El primero en entrar en el cuarto de Carmen fue Martín Hidalgo, uno de los nuevos criados.

—¿Qué sucede, señorita? —preguntó. Y en seguida, al ver a Luis Vanegas, comprendió lo sucedido—. Déjeme verle —pidió—. Sé algo de medicina.

—¡Le han asesinado! —sollozó, desgarradoramente, Carmen—. ¡Le han matado!

La sangre cubría el rostro de Luis Vanegas, cuyo aspecto era, realmente, el de un muerto; pero Martín Hidalgo sólo necesitó unos segundos para anunciar:

—No, no ha muerto. Por fortuna para él tiene una cabeza muy dura y la bala se desvió al chocar contra el hueso; pero si llega a darle medio centímetro más abajo ahora estaría muerto.

En aquel instante llegaron Mariñas y Marcos Ibáñez.

—¿Qué ha pasado? —preguntó al criado. Y en seguida—. ¿Ha muerto?

—No —contestó Carmen—. Sólo está herido. ¡Pero que Dios maldiga al asesino que quiso matarle! ¿Por qué querían quitármelo? Ya no es un obstáculo para nadie. ¡Ya tienen su parte de la fortuna!

Juan Nepomuceno Mariñas dijo con voz alterada:

—He estado a punto de renunciar a mi parte, señorita Coronel; pero le juro que seguiré hasta el final para desenmascarar al asesino o asesinos que intervienen en todo esto. Hasta hace poco yo me consideraba un hombre malo; pero ahora estoy viendo que soy mucho más decente que las víboras que habitan esta casa.

—No hables tan alto, Mariñas —dijo Ugarte, que también estaba en el pasillo, frente a la habitación—. Sobre tu conciencia pesan dos de los crímenes que se han cometido, y aún no sabemos si fuiste tú quien mató a Vázquez. Motivos no te faltaban.

—Motivos no le faltan a ninguno de nosotros —dijo Denis Riley—. Creo que debiéramos reunimos y llegar a un acuerdo.

—Los lobos nunca llegan a un acuerdo en el reparto de la presa —dijo Mariñas—. Comienzan a devorarla juntos y acaban devorándose entre ellos.

—Creo que, en vez de discutir, sería mejor atender al herido —dijo, suavemente, Marcos Ibáñez.

—Yo sé algo de medicina —explicó, de nuevo, Martín Hidalgo—. Si usted me lo permite, señor Ibáñez, le atenderé.

—Hágalo y no se preocupe de su trabajo —replicó el criado.

—Yo le velaré durante la noche —dijo Carmen.

—Y yo le ayudaré —anunció Irina, abriéndose paso entre los demás.

—Tengan la bondad de retirarse —pidió Hidalgo—. El herido necesita aire puro.

Todos los hombres fueron saliendo de la habitación, en la cual sólo quedaron las dos mujeres, el herido y Martín Hidalgo. Éste demostró en seguida que poseía algo más que simples conocimientos médicos, pues la destreza con que limpió la herida de Luis Vanegas era más propia de un profesional que de un aficionado.

De pronto, Irina le preguntó:

—¿Le ha enviado
El Coyote
?

Hidalgo la miró sonriente y preguntó:

—¿Cómo ha dicho? No he entendido bien.

—No tiene importancia —respondió Irina—. Aunque le hubiera enviado él, usted no lo diría. Sin embargo, ya estoy más tranquila. Sé que él no nos ha abandonado.

—Pero no ha podido evitar esto —sollozó Carmen—. Le salvó una vez; pero ahora sólo Dios le ha protegido.

Martín Hidalgo se interrumpió cuando estaba a punto de hablar; pero Irina, que no le perdía de vista, comprendió que aquel hombre era uno de los servidores del
Coyote
.

—Necesitaré agua hervida —dijo en aquel momento Hidalgo.

—Yo iré a prepararla —dijo Irina.

Salió del cuarto y cuando se dirigía a la cocina vio a Juan Nepomuceno Mariñas. Corriendo hacia él, le anunció:

—Ya lo sé a ciencia cierta:
El Coyote
nos está protegiendo.

Por toda respuesta, Juan Nepomuceno Mariñas le tendió un papel que sacó del bolsillo.

—Yo también lo sé —dijo—. Léelo. Alguien me lo metió en el bolsillo mientras estábamos ante la habitación de la señorita Coronel.

Trina desdobló el papel y leyó en voz baja:

Ve esta noche a las diez a la cabaña que se ve desde la ventana de tu cuarto. Aguárdame allí.

—Es su firma —dijo Irina.

—Puede ser una trampa —dijo, cautamente, Mariñas.

—No, es un mensaje del
Coyote
—insistió Irina—. No olvides que te salvó.

—Es cierto, iré.

Capítulo VI: Vuelta de Guadalupe

Denis Riley recorrió con la mirada el grupo que estaba reunido ante él. Eran nueve hombres de expresión desconfiada, que años antes habían sido amigos; pero que ahora se odiaban a muerte.

—Estamos haciendo el loco —dijo.

—¿Para decirnos eso nos has reunido? —preguntó Zúñiga.

—No, no ha sido sólo para deciros que somos unos locos, sino para buscar una solución a nuestro problema. Desde que llegamos han muerto dos hombres, y otro, a pesar de haber perdido el derecho a la herencia, ha estado a punto de ser asesinado. ¿Quién ha matado a Redondo? ¿Quién apuñaló a Vázquez? ¿Quién disparó sobre el hijo de Vanegas? El culpable puede ser uno solo o también puede tratarse de la obra de tres de nosotros. Si continuamos así, dentro de dos semanas no quedará casi nadie.

—Más parte para los que queden —dijo Hugo Serrano.

—Desde luego, si es que queda alguien —replicó Riley—. Creo que adivináis la verdad, ¿no? Fernando Coronel nos tendió una trampa para que nos destruyéramos mutuamente. ¿Por qué lo hizo? Para vengar a su hermano. Ya sabéis que siempre creyó que uno de nosotros, o bien todos juntos, intervinimos en su asesinato. La única duda que le cabía era si habíamos sido nosotros o si fue
El Diablo
.

—Yo no tuve nada que ver con la muerte de Julio Coronel —dijo Mariñas—. Era un hombre honrado. Pero sabía que vosotros no lo erais. Acudió a mí en busca de ayuda. Me prometió cien mil dólares si descubría lo que os proponíais hacer. Sospechaba que le estabais robando, que conocíais la dirección de la veta principal del oro. Erais socios de su empresa; pero él era dueño absoluto. Después de su muerte la mina pasaba a ser propiedad de todos los demás, incluyendo a su hermano.

—El
Diablo
ha cambiado mucho —rió, ásperamente, Bandini—. ¿Desde cuándo echa sobre los demás sus culpas?

—Tal vez desde que emparentó con la aristocracia rusa —rió José Maldonado.

La mano de Juan Nepomuceno Mariñas movióse velozmente y en ella apareció, de pronto, un pequeño Derringer de dos cañones.

—Debiera matarte, Maldonado —dijo con temblorosa voz el famoso forajido—. Y lo haría si no quisiera evitar que se creyese que lo hago para cobrar tu parte de la herencia.

José Maldonado palideció como un muerto. Su mano derecha estaba muy cerca de la culata de su revólver, pero, por muy de prisa que lograra desenfundarlo, jamás podría ser más veloz que el dedo que estaba apoyado en los dos gatillos del Derringer.

—No he querido ofenderte —tartamudeó—. Perdona. Sólo era una broma.

—Esas bromas se pagan a veces muy caras —replicó Mariñas—. Voy a cederos mi parte de la herencia. Me marcharé mañana y dejaré que os destruyáis entre vosotros. Antes de que le asesinarais, Julio Coronel me dijo algo. Sé de quiénes sospechaba y de quiénes no; pero creo que se equivocó al juzgar que entre vosotros había alguno decente. Sólo lamento que entonces no me fuera posible hacer nada por Julio Coronel; pero, en cambio, tengo una satisfacción: la misma que debió de tener su hermano al nombraros herederos de novecientos mil dólares: la de que os mataréis unos a otros y el dinero no será disfrutado por ninguno. Adiós. Desde ahora sois nueve a repartiros la herencia. Ya os corresponden cien mil dólares por cabeza. Y dentro de poco os tocara a más.

Volviéndose hacia Denis Riley, Mariñas agregó:

—Tú, Denis, si eres prudente, harás como yo. Deja que ellos se maten.

Comenzaba a anochecer y en el salón se destacaban los pálidos rostros de los diez hombres allí reunidos. Mariñas fue retrocediendo de espaldas hacia la puerta, sin dejar de apuntar con su Derringer a José Maldonado.

Éste le seguía con mirada llena de odio, y cuando le vio a unos veinte metros de distancia, bajó velozmente la mano hacia la culata de su revólver.

Demasiado tarde se dio cuenta Mariñas del terrible error cometido. Había dejado en su cuarto sus revólveres y su única arma era el Derringer, pero éste por su corto alcance y falta de precisión, sólo era eficaz a cinco o seis metros. Más allá, ni el mejor tirador del mundo era capaz de dar en un blanco que resultaba fácil con un revólver del 44 o el 45. Maldonado lo había comprendido y ahora tenía la seguridad de poder vengarse de su odiado adversario. Sin prisas, con una lentitud llena de seguridad, apuntó a Mariñas y apretó el gatillo.

La estancia retembló a causa de las detonaciones. Primero sonaron los dos disparos del Derringer de Mariñas y luego, simultáneamente, se oyeron otras dos detonaciones.

José Maldonado encogióse como si hubiera sido herido por un rayo y su disparo se perdió contra el suelo. Después cayó sobre su humeante revólver y quedó inmóvil.

Sólo al cabo de varios segundos se dieron cuenta todos de que la bala que había atravesado el corazón de José Maldonado le llegó por la espalda, disparada desde la ventana que estaba detrás de él y por la cual estaba entrando la humareda del disparo.

Denis Riley corrió a aquella ventana, en un vano intento de descubrir a la persona que había matado a Maldonado y salvado la vida de Mariñas. No vio a nadie. El autor del disparo había dispuesto de tiempo suficiente para escapar.

Aquella inesperada intervención aterró a los herederos de Fernando Coronel. Al cabo de varios minutos de silencio abandonaron el salón, en el cual sólo quedaron Denis Riley y el cadáver de Maldonado.

Cuando Irina supo lo ocurrido, dijo, con plena seguridad:

—Ha sido
El Coyote
. Acude esta noche a la cita.

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