La emperatriz de los Etéreos (7 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil

BOOK: La emperatriz de los Etéreos
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Se volvió hacia todos lados con cierta agitación. Bipa tuvo que retenerlo para que no saltara de la cama.

—¿Se puede saber qué buscas? 

—Mi mochila. La traje conmigo...

—Ahora te la alcanzo, pero estáte quieto, ¿quieres?

—Cuidado, ¡cuidado! —exclamó Aer al ver que Bipa cogía la mochila de cualquier manera—. ¡No la zarandees de esa forma!

Bipa depositó el morral sobre sus rodillas. Aer lo abrió con suma delicadeza y sacó un bulto envuelto en trapos.

—Mira —dijo en voz baja—. ¿A que nunca habías visto nada como ésto?

Lo desenvolvió, descubriendo un objeto de rara y delicada belleza. Tenía la forma de una flor; una flor mucho más hermosa y magnífica que cualquiera de las que brotaban de las tristes plantas del huerto. Sus hojas se alzaban con orgullo, sus pétalos eran perfectos...

Pero no era una flor de verdad. Era dura y transparente, como el hielo, como el cuarzo, pero muchísimo más pura. Tanto, que podía verse perfectamente a través de sus pétalos, como si no estuviese allí.

—Es una flor de cristal —susurró Aer—. Es muy frágil; cualquier golpe podría romperla en cientos de pedazos.

—Pero... no es de verdad —dijo Bipa en el mismo tono—. Quiero decir que no puede haber crecido en el suelo, ¿no? No es una planta que haya nacido de la tierra. No se puede comer.

Aer suspiró con impaciencia.

—Claro que no se come. Lo importante no es la flor, sino el cristal. Es hermoso, ¿verdad?

—Sí que lo es —admitió Bipa. Estuvo a punto de añadir: «Pero no sirve para nada». Por fortuna, se contuvo a tiempo.

—¿Puedo tocarla? —preguntó.

Aer sonrió.

—Claro —dijo—. La he traído para ti.

Bipa lo miró, perpleja.

—¿Para mí? Pero... —no pudo seguir. Por una vez se había quedado sin palabras.

—Para demostrarte que mis padres tenían razón —explicó él—. Que existen más cosas lejos de aquí. Yo estuve en casa de Gélida y me llevé esta flor de su colección de tesoros. Porque tú no estabas allí para verlo y de alguna manera tenía que demostrarte que era real.

—¿Se lo robaste a otra persona? —casi gritó Bipa.

Aer sonrió con picardía.

—Créeme; si la conocieras, no lo lamentarías lo más mínimo. Ahora mismo debe de estar bastante enfadada, pero no me arrepiento. Aunque Gélida es la mujer más hermosa que he visto jamás, esta flor no fue hecha para ella. En cuanto la vi supe que debía traértela.

Bipa seguía sin saber qué decir, en primer lugar porque lo que le estaba contando Aer le parecía una sarta de disparates, y en segundo lugar porque lo inesperado del regalo todavía le impedía reaccionar. Tomó la flor con delicadeza entre sus manos y la alzó para verla mejor a la luz del fuego. Lanzó una exclamación de sorpresa cuando la luz se refractó en el cristal, desparramando todo un arco iris de colores sobre sus asombrados rostros.

—Nunca había visto nada igual —reconoció Bipa.

Pero Aer parecía horrorizado.

—No... ¡apártala de ahí! El cristal ha de ser puro... transparente... ¿No lo entiendes?

—No —respondió Bipa—. Si la única función de este objeto es la de ser hermoso, creo que lo es más todavía cuando le da la luz. Así, apagado, es mucho más soso.

—¡Soso! —repitió Aer escandalizado. Le arrebató la flor de las manos—. Desde luego —dijo, de mal humor—, eres la más
opaca
de todos los
opacos
.

—¿Cómo me has llamado? —replicó Bipa, estupefacta.

Aer cerró los ojos un momento, cansado. Cuando los abrió sonreía de nuevo.

—No importa —dijo—. La flor es tuya, puedes hacer con ella lo que quieras. Como si decides romperla porque  no sirve para nada.

Era una opción, se dijo Bipa; pero, contemplando de nuevo los delicados pétalos de cristal, pensó que era una  lástima; alguien debía de haber invertido mucho tiempo en hacerla, la Diosa sabría cómo. Aunque no tuviera ninguna utilidad, por respeto al trabajo ajeno valía la pena conservarla. Además, Aer tenía razón: era hermosa.

—No voy a romperla —le aseguró.

La cogió con cuidado para depositarla sobre la chimenea, lejos del borde, para que no se cayera por accidente. Allí se veía muy bien y no corría peligro de romperse.

Aer sonrió satisfecho, y se recostó bajo las mantas.

—Me alegro de que te guste —dijo con cierto esfuerzo; aún estaba convaleciente y se cansaba con facilidad—. Y de que quieras conservarla. No sólo por lo que me costó conseguirla, sino... porque he vuelto sólo para traértela.

Sus últimas palabras fueron apenas un murmullo. Instantes después, ya dormía otra vez.

Aer no tardó en regresar a su propia casa con su madre, y todo volvió a la normalidad. Tanto él como Nuba recibieron muchas visitas aquellos días. La gente quería saber cómo estaba y qué había estado haciendo y, si bien él seguía sin hablar de su experiencia —Bipa pronto comprobó que no le había mencionado a nadie más la existencia de Gélida—, agradecía su interés con una misteriosa sonrisa.

Casi nadie reparó en la bella flor de cristal que adornaba el hogar de Bipa y Topo. Por alguna razón, la chica no quería hablar de ello.

Maga sí la vio. En una de las visitas a la casa, cuando Aer todavía estaba allí, convaleciente, su mirada se posó sobre la repisa de la chimenea, y su frente se arrugó levemente. Sin embargo, no dijo nada.

No cabía duda de que todos se sentían felices de haber recuperado a Aer; aunque hubieran celebrado su funeral y hubieran consolado a Nuba por su pérdida y, por tanto, se sintieran un poco desconcertados.

Nadie regresaba de la muerte. La Diosa no devolvía nunca lo que reclamaba para sí. Por eso no sabían cómo comportarse con Aer. Lo acogieron con alegría, pero a la vez, con cierta reserva. Hasta Taba mantenía las distancias.

Era como si la presencia de Aer fuese solamente un espejismo; como si esperasen que desapareciera de nuevo en cualquier momento.

Y Bipa empezó a temer que sería así.

A medida que Aer iba recuperando fuerzas se volvía cada vez más huraño y distante, más frío, más serio. Por las noches subía a la colina nevada y contemplaba el horizonte, aun cuando la mayoría de las veces las nubes y la niebla ocultaran la
Estrella
por completo. Él sabía que estaba allí, y eso le bastaba.

En cierta ocasión, Maga fue a buscarlo a lo alto de la colina y trató de hacerle bajar. Mantuvieron una agria discusión —y Maga nunca discutía con nadie—, pero no llegó a saberse de qué hablaron ni qué se dijeron, porque no lo comentaron con ninguna otra persona.

Lo que sí supo Bipa, porque Topo se lo contó, fue que, a raíz de la intervención de Maga, Aer dejó de salir por las noches. En su lugar, se pasaba el tiempo en casa, enfurruñado.

—No está bien de la cabeza —murmuró Bipa.

—Nuba tiene la esperanza de que tú logres hacerle entrar en razón —dijo Topo.

—¿Yo? ¿Y por qué yo?

La mirada de Topo se desvió, de forma bastante elocuente, hacia la flor de cristal que descansaba sobre la chimenea.

—No quieras cargarme de responsabilidades que no me corresponden —protestó ella—. Entre Aer y yo no hay nada. Que a él le dé de vez en cuando por contarme sus chifladuras y por regalarme cosas raras no nos convierte en pareja. Ni siquiera sé si somos amigos de verdad. No me corresponde cuidar de él, padre, y lo sabes. Incluso en el caso de que Nuba y tú os fuerais a vivir juntos en un futuro, si eso nos convirtiera en hermanos, él sería el hermano mayor, así que no tengo por qué cuidar de él.

Se detuvo para recuperar el aliento. Topo no dijo nada. Sólo la miró, pensativo.

—Ya te he dicho muchas veces —concluyó ella con más suavidad— que no quiero encariñarme con él. Porque si le pasa algo lo echaré de menos. Pero es que encima Nuba y tú pretendéis que me responsabilice de él. Para que, si le ocurre algo, además de echarle de menos me sienta culpable. ¿No comprendes que es injusto, padre?

Topo suspiró.

—Puede que tengas razón. Puede que no haya nada que podamos hacer por él. Tal vez se calme con los años y pueda llegar a ser feliz, o tal vez vuelva a desaparecer, y en esta ocasión no regrese. Tal vez...

—En cualquier caso —cortó Bipa—, es decisión suya. Si quiere hacer locuras, que las haga, es su problema. Sólo lo siento por Nuba —añadió en voz baja.

No hablaron más sobre el tema aquella noche. Cuando Bipa se metió en la cama, echó un vistazo a la flor que relucía misteriosamente sobre la chimenea.

Recordó que, una vez, cuando eran niños, le había dicho a Aer que no encontraría en el exterior nada que superara lo que las Cuevas podían ofrecerle.

Pero Aer se había ido de todos modos, y había hallado a una mujer llamada Gélida, y una flor de cristal. Y muchas otras cosas más, de las que no le había hablado. Y debía de echarlas de menos, puesto que no parecía feliz de haber regresado con los suyos.

«Nada de lo que puedas encontrar ahí fuera puede ser mejor que lo que dejarías atrás», le había dicho Bipa aquella noche de tormenta, hacía ya tanto tiempo.

Suspiró. Ahora comprendía que se equivocaba; que, aunque no entendía la razón, para Aer nada de lo que había en las Cuevas podía superar lo que el
Exterior
le prometía.

Ni siquiera su madre. Ni siquiera la propia Bipa. Así que, ¿para qué perder el tiempo tratando de hacerle entrar en razón? Sería humillante. Y doloroso, en cierto modo. Pero su padre no comprendía que, cuando una mujer debe suplicar a un hombre que no se vaya, es porque él no tiene interés en quedarse a su lado. Para Bipa, el mensaje estaba claro.

Y Aer se lo confirmó al día siguiente.

Porque volvió a desaparecer, sin despedirse, sin dejar ni rastro.

Y, aunque muchos tenían la esperanza de que regresaría, Bipa sabía que era una esperanza vana. Porque él mismo se lo había dicho. Había vuelto sólo para llevarle la flor, para contarle que estaba equivocada. Aquella era su única cuenta pendiente con el mundo de las Cuevas, y ya estaba saldada.

Le dolió más de lo que había imaginado. Perderlo por segunda vez fue casi peor que haberlo dado por muerto la vez anterior.

Nuba estaba desconsolada; Topo, enfadado; Maga, resignada. Y el resto de la gente, desconcertados. No sabían si partir en su busca o no; si llorar su muerte o no.

Porque, si organizaban una búsqueda, era probable que no lo encontraran; y, si volvían a celebrar su funeral, era posible que él regresase de nuevo para trastocar sus vidas otra vez y volver el mundo del revés. Porque los muertos no regresaban, pero él lo había hecho.

Al final fueron muy pocos los que partieron en busca de Aer, Bipa y Topo entre ellos. Como era de esperar, no hallaron nada. Ni siquiera un cuerpo que pudieran enterrar para darlo definitivamente por muerto. Por eso en esta ocasión no hubo funeral; y la gente de las Cuevas volvió a sus tareas cotidianas sin saber si Aer estaba vivo o no. Era, simplemente, un desaparecido, como lo había sido su padre.

Y, como Bipa sospechaba, estar desaparecido era casi peor que estar muerto, al menos para la gente que lo esperaba. Porque existía la posibilidad remota de que volviera, y, mientras no supieran a qué atenerse, seguirían aguardándolo, tal vez meses, tal vez años, quizá toda la vida.

Y Bipa comprobó, con horror, que también ella, como Nuba, oteaba el horizonte a menudo, con el deseo de ver a Aer aparecer entre una cortina de nieve, desafiando al frío y a la muerte y saliendo vencedor, como ya había hecho una vez.

Y vio a Nuba en la puerta de su casa, también contemplando el horizonte, con la piel marchita y los ojos apagados, tan sólo alimentados por una febril llama de esperanza.

La esperanza era un sentimiento positivo, o al menos eso decía la gente. Pero Bipa sabía la amarga verdad: la esperanza podía llegar a ser cruel, oh, sí, terriblemente cruel... Podía convertir a una muchacha enamorada en una mujer triste y débil, perdida en sus ensoñaciones y en recuerdos de un tiempo que no volvería. La esperanza podía trastornar a una persona hasta hacerle rozar la locura.

En aquel momento, Bipa miró a Nuba, su rostro dulce y cansado, y su mirada siempre prendida en el horizonte, en aquel mundo que no era el suyo y que jamás alcanzaría, pero que había aprisionado ya su mente, sus deseos y su voluntad. Y decidió que no quería ser como ella.

Aquel día no sacó al rebaño a pastar. Le pidió a Pado, un muchacho un poco más joven que ella, que lo hiciera en su lugar, y fue a ver a Maga.

Cuando llegó a su casa, la halló atendiendo a un anciano que tenía dolores de espalda. Aguardó en la puerta, para no molestar, pero Maga dijo:

—Remueve el puchero o se pegará al fondo.

Y Bipa obedeció. Uno de los nutritivos caldos de Maga bullía en la olla, con lentitud, desparramando por la habitación un olor profundo y delicioso. Bipa removió el contenido del puchero con cierta solemnidad, como todo lo que hacía para Maga. Porque todo aquello en lo que Maga trabajaba era importante, y ella era consciente de que debía realizar lo mejor posible cualquier tarea que la
chamana
le encomendara, por simple que pareciese.

Las manos de Maga masajeaban los frágiles hombros del anciano, su columna, cada una de sus vértebras. Mientras, el
Ópalo
relucía, generando aquel reconfortante calor que todo el mundo asociaba a la mirada de Maga, al milagroso tacto de sus dedos.

El tiempo se deslizó lentamente, marcado por las vueltas del cucharón y por el crujir de los huesos del anciano. Por fin, cuando Maga terminó y su paciente se fue, mucho más aliviado, Bipa preguntó:

—¿Qué sabes del Reino Etéreo, Maga?

Sintió sobre ella la mirada de la
chamana
, intensa y comprensiva.

—¿Quieres ir tú hasta el Reino Etéreo? ¿Hasta el palacio de la Emperatriz?

Ella negó con la cabeza, sin dejar de mover el cucharón.

—No pretendo llegar tan lejos. Con un poco de suerte, lo alcanzaré mucho antes. Tal vez en el castillo de Gélida —añadió.

Maga alzó una ceja.

—¿Te habló de Gélida?

—No demasiado —Bipa dejó de dar vueltas al caldo—. ¿La conoces? ¿Sabes cómo es?

Maga suspiró.

—Todo aquel que viaje en dirección a la
Estrella
—dijo, sin contestar a la pregunta— tendrá que atravesar los Montes de Hielo, una tierra fría e inhóspita donde muy pocas criaturas pueden sobrevivir. Gélida reina sobre todo ese territorio, Bipa. No nos hemos visto nunca, aunque sé que tenemos algo en común.

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