La emperatriz de los Etéreos (10 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil

BOOK: La emperatriz de los Etéreos
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—Deja ya de mirarme —protestó Bipa, incómoda.

Le arrojó una bola de nieve desde allí, donde se encontraba, sentada en el suelo, y se arrepintió enseguida de haberlo hecho. Contempló con cierto terror cómo la nieve se estrellaba contra el hombro de aquel extraño coloso animado. Pero él no se enfureció. Volvió la cabeza hacia su hombro, hacia el lugar donde había impactado el proyectil lanzado por Bipa, sin inmutarse, y luego se giró hacia ella otra vez para contemplarla con aquella mezcla de expectación, tristeza y curiosidad. Bipa suspiró con cierta exasperación. Se levantó como pudo, se sacudió la nieve de los pantalones y le dijo a aquella cosa, fuera lo que fuese:

—Bueno, me alegro de conocerte, pero tengo otras cosas que hacer. Hasta otra.

Le dio la espalda y prosiguió su camino. Pero, enseguida, con el corazón latiéndole con fuerza, detectó un sordo rumor tras ella, que se detuvo cuando ella lo hizo. Se volvió lentamente para comprobar que sus temores no eran infundados: el coloso de nieve la seguía.

La muchacha respiró hondo, nerviosa, y se puso en marcha de nuevo, mucho más deprisa. Le bastó una breve mirada por encima de su hombro para comprobar que aquella extraña criatura aún iba tras ella. Bipa echó a correr. El ser de nieve era grande, pero lento, y pronto, con gran alivio por su parte, lo dejó atrás. Se refugió en su cueva, temblando. Cuando consiguió reunir el valor suficiente, se asomó con precaución.

Vio aparecer su enorme mole por detrás de un montículo de nieve. Asustada, se acurrucó tras una roca y trató de pasar inadvertida. El gigante de nieve se detuvo junto a la boca de la cueva, demostrando a las claras que la había visto —si es que podía realmente «ver» algo—, pero no hizo ademán de entrar. Simplemente se quedó allí plantado, como un centinela, silencioso y quieto.

Bipa tardó un rato en atreverse a salir de su escondite. Se desplazó por la cueva, con precaución, y la cabeza del gigante siguió su movimiento, pero eso fue todo.

Lentamente, la muchacha empezó a tranquilizarse. Pronto descubrió que la criatura, a pesar de su tenacidad a la hora de seguirla, no tenía intenciones violentas. Por algún motivo que se le escapaba, respetaba su espacio, y en ningún momento trató de entrar en la cueva, pero tampoco se apartó de la entrada, salvo cuando Bipa encendió un fuego al caer la noche. Entonces se alejó prudentemente de la boca de la cueva, de aquel foco de calor que podía ser fatal para él, pero no llegó a marcharse.

A la mañana siguiente, cuando Bipa se asomó, aún seguía allí. Con precaución, la joven salió al exterior. Aún no sabía si era seguro hacerlo, pero se moría de hambre, y tenía que encontrar algo que comer para acallar el ruido de su estómago. Avanzó en un silencio precavido, sin perder de vista al ser de nieve, pero éste detectó enseguida su presencia y movió la cabeza hacia ella. Bipa desvió la mirada y fingió que no lo había visto. Siguió caminando, como si no le prestara atención, pero a la criatura no pareció importarle. La siguió, a una cierta distancia, pero con la infatigable lealtad de un perrito. Bipa respiró hondo, cerró los ojos y se detuvo.

—Bueno —masculló—, supongo que todo el mundo es libre de ir a donde le parezca y no puedo impedir que me sigas, ¿no?

Y al decir esto lo miró con resignación. Pero el coloso de nieve se limitó a ladear la cabeza, indiferente.

Bipa no tardó en acostumbrarse a su compañía. La criatura no hacía apenas ruido, no molestaba, no se interponía en su camino. Su única necesidad parecía consistir en seguirla a todas partes, salvo al interior de su cueva. Y pronto, en lugar de sentirse inquieta por su presencia, Bipa empezó a hallarla reconfortante. Por alguna razón, se creía más segura sabiendo que aquel extraño ser velaba por ella a la entrada de su caverna. Aunque nada aseguraba que fuera a defenderla si la atacaban —y, en cualquier caso, un montón de nieve con forma remotamente humana no parecía un gran oponente—, lo cierto era que le infundía una curiosa sensación de protección.

Quizá por eso, cuando se vio con fuerzas, Bipa decidió que proseguiría su camino hacia la casa de Gélida, en lugar de regresar a su propio hogar.

Y así, una mañana neblinosa, guardó en su mochila las escasas provisiones que había podido reunir y se puso de nuevo en marcha.

Hacía tiempo que había descubierto un paso entre las montañas, pero no se había aventurado por él. Aun así, sospechaba que la llevaría al otro lado, por lo que lo enfiló con decisión.

El gigante de nieve la seguía en silencio. Por lo visto, el hecho de que ella se alejara de la cueva, y del lugar donde lo había encontrado, no lo inquietaba. No vaciló en acompañarla a través de las montañas, ni tampoco mostró duda ni preocupación cuando, por fin, el paisaje rocoso se abrió, revelando una amplia extensión nevada. Bipa dejó atrás la cadena montañosa, y la criatura la siguió sin mirar atrás una sola vez.

«Debe de sentirse solo», reflexionó Bipa. Aunque... ¿podría un montón de nieve experimentar la soledad? ¿Podría sentir «algo»?

En cualquier caso, el motivo por el cual aquel coloso de nieve iba tras los pasos de Bipa era todavía un misterio para ella.

A lo largo de los días siguientes, la muchacha trató de darle conversación, de comunicarse con él de modos diversos, pero todo fue inútil. La criatura se limitaba a mirarla con semblante inexpresivo.

Gozaron de buen tiempo durante aquel periodo. Por descontado, la niebla no se levantaba nunca y las nubes seguían cubriendo el cielo por completo, pero no se desató ninguna tormenta. Bipa aprovechaba los días al máximo, levantándose temprano y avanzando hasta que no podía más. Quería adelantar todo lo que pudiese ahora que el tiempo era favorable. Se había detenido demasiado en su refugio de las montañas, y seguro que Aer le llevaba mucha ventaja.

Con todo, no estaba segura de ir en la dirección correcta. Aquella planicie nevada seguía y seguía, y ella continuaba adelante, simplemente. Pero podía haber perdido el rumbo. Podía estar caminando en círculos. Podía...

Eran tantas las cosas que podían estar saliendo mal que Bipa procuraba no pensar en ellas. Estaba convencida de que, si empezaba a enumerar las dificultades con las que podría toparse, el miedo y la duda la paralizarían y no la dejarían continuar. Y en aquellas circunstancias lo mejor era avanzar, moverse, no importaba en qué dirección. De modo que seguía caminando, testaruda, y el gigante de nieve la seguía. Por lo menos, se decía ella a menudo, no le discutía sobre sus intenciones ni sobre el rumbo a seguir. No estaba muy segura de saber qué contestar si alguien le preguntara al respecto.

Pero la fortuna siguió sonriéndoles, porque justo cuando ya se acababan las provisiones y Bipa se planteaba volver a hacer otro alto de varios días para cazar, pescar y descansar, unos picachos de hielo emergieron en el horizonte.

Bipa se detuvo —y el coloso de nieve con ella—, con el corazón latiéndole de angustia. Pero después de observar mejor aquellas formas que se adivinaban entre la niebla, respiró, aliviada: no eran de nuevo las montañas. Las puntas tenían un aspecto demasiado regular, parecían talladas por manos humanas. A juzgar por el tamaño que se les adivinaba a aquella distancia, podían ser torres... enormes torres que coronaban un amplio edificio que, en efecto, parecía de hielo, aunque Bipa estaba demasiado lejos como para asegurarlo.

«¿El palacio de la Emperatriz? ¿Tan cerca?», se preguntó, aunque tenía la sensación de que había viajado increíblemente lejos.

Recordó entonces que también existía otra posibilidad.

—Gélida —murmuró en voz alta. Respiró hondo. Gélida conocía a Aer. Podía preguntarle por él. Con un poco de suerte, tal vez el chico se encontrase en su casa todavía. Pero se acordó de la flor de cristal que él le había robado. Se preguntó si a ella le había molestado mucho y, en tal caso, si seguiría enfadada por ello. Dudó, pero la posibilidad de tener noticias de Aer, por fin, o simplemente de poder hablar con otro ser humano, después de tanto tiempo, terminaron de decidirla.

Con paso firme, echó a andar hacia las altas torres que peinaban el horizonte. Alcanzaron el enorme edificio cuando ya comenzaba a oscurecer. Cansada, hambrienta y sin aliento, Bipa se detuvo un instante ante el arco de entrada y trató de distinguir a simple vista lo que había más allá. Pero el camino se difuminaba en la niebla, y no había suficiente luz para ver la puerta desde allí. Alzó la cabeza, para contemplar el gigantesco arco de hielo que se erigía sobre ellos. Una hilera de arcos similares, pero más pequeños, recorrían el camino que llevaba hasta el palacio de Gélida. No sujetaban nada, sin embargo, y Bipa pensó que, aunque el efecto era bastante impresionante, aquellos arcos no tenían ninguna utilidad, pues eran altos y estrechos, y no valían tampoco como refugio. La joven evocó su hogar, las casas de su gente, cómodas, acogedoras y prácticas, y se preguntó qué clase de persona se molestaría en cubrir el camino que llevaba a su casa con arcos inútiles y ostentosos. La misma clase de persona que coleccionaba flores de cristal, supuso.

El recuerdo de la flor de cristal le llevó a pensar en Aer una vez más. Inspiró hondo y desterró las dudas de su mente. Tenía que entrar y preguntar por Aer. Y, de paso, solicitar cobijo y algo caliente para cenar.

Se adentró por el camino, bajo los arcos de hielo. Pero sólo había avanzado una docena de pasos cuando se dio cuenta de que le faltaba algo, y se volvió. La criatura de nieve no se movía. Se había quedado parada bajo el arco principal y la miraba, pero no hacía ademán de seguirla.

—¿Qué te pasa? ¿No vienes?

Su acompañante movió un poco la cabeza, pero se quedó donde estaba.

—Está bien —dijo Bipa—. Espérame aquí, si lo prefieres. Volveré por la mañana.

El gigante de nieve no dio muestras de haber comprendido, pero permaneció donde estaba, y Bipa sospechó que allí lo encontraría al día siguiente, en el mismo lugar.

Siguió, por tanto, sola, por el camino bajo la arcada, hasta que topó con una puerta gigantesca, flanqueada por dos estatuas. La puerta estaba cerrada; un enorme aldabón colgaba sobre ella, pero parecía tan pesado que Bipa no se molestó en tratar de moverlo. Por el contrario, golpeó la puerta con los nudillos, con todas sus fuerzas.

Nada sucedió, al principio. Pero luego se oyó un siniestro crujido y algo se movió justo junto a Bipa. La chica retrocedió de un salto, asustada, y alzó la cabeza. Reprimió una exclamación de sorpresa al darse cuenta de que aquellas figuras que había tomado por estatuas no eran tales. Eran colosos similares a la criatura de nieve que la había acompañado. Y la estaban mirando.

Estaba demasiado oscuro como para que Bipa pudiese apreciar los detalles, por lo que no podía saber si sus rostros eran tan inexpresivos como los de su compañero de nieve. Tampoco podía estar segura de que fuesen a entenderla, pero de todas formas se aclaró la garganta y dijo, lentamente y con claridad:

—Me llamo Bipa y vengo de las Cuevas. Quiero ver a Gélida. Me gustaría hacerle una consulta.

Los gigantes no se movieron, al menos al principio. Cuando Bipa ya pensaba que no la habían entendido, uno de ellos se volvió hacia la puerta y, con una facilidad envidiable, descargó un solo golpe sobre ella con el gran aldabón.

El sonido resonó por el interior del palacio. El coloso esperó.

Y entonces, lentamente, las puertas se abrieron, dejando caer una fina lluvia de nieve y escarcha. El guardia entró y se volvió hacia Bipa, como indicándole que le siguiera.

Ella lo hizo.

VI

GÉLIDA

L
a puerta se cerró tras ellos, dejando fuera al otro gigante y a la criatura de nieve que aguardaba a Bipa junto a la entrada. «Estará bien», se obligó a pensar ella.

Avanzaron por un corredor tenuemente iluminado. Bipa miró a su alrededor, sobrecogida. Había supuesto que el interior del edificio sería cálido y agradable, como todos los hogares que ella conocía, pero lo cierto era que allí dentro hacía tanto frío como fuera. Y ahora veía por qué. Las paredes, los suelos, los techos... todo estaba tallado en hielo puro. Por esta razón resultaba muy difícil caminar, y le costaba seguir el ritmo de su acompañante. Bajo la suave luminiscencia que se derramaba desde las paredes Bipa comprobó, con asombro, que el guardia no era exactamente como la criatura de nieve que la había seguido desde las montañas. Su forma y proporciones eran similares, sí. Pero su cuerpo, al igual que todo en aquel lugar, estaba hecho de hielo, como si hubiera sido moldeado a partir de un témpano gigantesco. En cualquier caso, aunque era igual de inexpresivo, parecía tallado con más cuidado que la criatura de nieve de Bipa: estaba mejor proporcionado y sus facciones habían sido esculpidas con más detalle.

Resultaba tan sorprendente que a Bipa le costaba dejar de mirarlo. Y, distraída como estaba, resbaló sobre las baldosas de hielo y cayó de espaldas, golpeándose dolorosamente. Dejó escapar un gemido y se quedó sentada en el suelo, tratando de recuperar el aliento. Cuando alzó la cabeza vio que el guardia de hielo seguía allí, esperándola; pero había otra figura junto a él, un hombrecillo pálido que la observaba con desaprobación. Era humano, aunque a Bipa no le inspiró mucha más confianza que el gigante de hielo.

En primer lugar, estaba extremadamente delgado, tan delgado que Bipa tuvo la impresión de que cualquier soplo de aire se lo llevaría en volandas. En segundo lugar, no era que estuviera pálido simplemente, sino que su rostro era completamente blanco, como si se lo hubiese pintado con polvos de tiza para borrar todo rastro de color de su semblante. También su pelo era blanco como la escarcha, y lo tenía peinado hacia arriba, en punta, lo cual acentuaba el aspecto alargado de su rostro. Y sus ropas eran las más finas que Bipa había visto jamás, tan tenues que casi dejaban ver la piel del hombre a través de ellas. Desde luego, no abrigarían mucho, pensó la muchacha, y se preguntó cómo alguien que vivía en una casa de hielo podía soportar el intenso frío vestido de aquella manera.

—¿Qué haces tú aquí? —soltó entonces el hombrecillo, con disgusto.

Bipa se levantó con dificultad. Le costó un poco mantener el equilibrio.

—He venido a ver a Gélida —dijo con precaución; todavía no estaba segura de que fuera una buena idea mencionar a Aer.

—¿Una
opaca
como tú quiere ver a Gélida?

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