Read La emperatriz de los Etéreos Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil
Por la tarde, sin embargo, se desató una violenta tormenta de nieve. Cuando, casi al amanecer, Topo regresó a casa con semblante grave, Bipa lo miró interrogante.
Topo negó con la cabeza. No hicieron falta palabras. La muchacha suspiró, apenada. A aquellas alturas, si no habían encontrado a Aer, ya no lo harían. Nadie podía sobrevivir a una tormenta como aquélla a la intemperie. Aunque no lo quisieran, tenían que interrumpir las labores de rastreo.
—Pobre Nuba —comentó Bipa. Aunque hacía tiempo que sabía que aquello iba a pasar, sentía un extraño peso en el corazón—. Será imbécil —masculló, refiriéndose a Aer.
—Lo vas a echar de menos —adivinó Topo.
Bipa se encogió de hombros.
—Siempre supe que se marcharía... desde el principio. Y mira que os lo dije: No os encariñéis con él, es una pérdida de tiempo. Pero, claro... Nuba no tuvo opción. Es su madre.
—Se va a quedar sola —dijo Topo, preocupado—. Me gustaría acompañarla, pero es demasiado pronto y no sé si resulta apropiado, dadas las circunstancias.
Bipa sonrió ante los apuros de su padre.
—La madre de Taba se ha instalado en su casa —explicó—. Le hará compañía los primeros días.
Topo se relajó. Duna, la madre de la joven Taba, había perdido a su hijo menor cuando sólo era un niño. Tenía una edad similar a Nuba, se llevaban bastante bien y, lo más importante, comprendía el dolor que le estaría causando a Nuba la desaparición de su hijo.
—Pobre Nuba —repitió Topo las palabras de Bipa.
Ella masculló de nuevo un «será imbécil» y se fue a la cocina a preparar algo caliente para su padre, que venía helado y se había pegado al fuego.
Prosiguieron la búsqueda cuando amainó la tormenta, pero, tal y como esperaban, no hallaron ni rastro de Aer. Pasado un tiempo prudencial, lo dieron por muerto y celebraron un pequeño funeral en su honor. Maga pidió a la Diosa que acogiera su espíritu en su seno, y todos recordaron al extraño muchacho que en parte era como ellos y en parte pertenecía a otro mundo, de cuya existencia todavía dudaban.
Nuba lloraba silenciosamente, pálida y con aspecto de estar muy trastornada. Algunas chicas, entre ellas Taba, también sollozaban de forma bastante ostentosa. Bipa no derramó una sola lágrima.
No fue la única. Había rostros apenados, sin duda, pero la muchacha tuvo la impresión de que la mayoría de los presentes sentía más la desgracia de Nuba que la pérdida de Aer. Y sí, Bipa lo sentía por la madre del muchacho, pero en los últimos tiempos había pasado bastantes ratos con Aer, y en el fondo sabía que Nuba no era la causa del peso que tenía en el corazón.
Poco a poco, la comunidad recuperó su ritmo y con el tiempo todos volvieron a sus tareas cotidianas. Al cabo de unos días ya no se hablaba de Aer. Duna acabó por regresar a su casa, con su compañero y con su hija, y Nuba se quedó sola de nuevo.
Topo y Bipa iban a visitarla a menudo, aunque la joven no se sentía cómoda allí. Porque invariablemente terminaban hablando de Aer, y ella no quería hablar de Aer, no quería recordarlo. Era mejor continuar con su vida, seguir adelante, porque Aer se había ido y no iba a volver.
Todos lo sabían; y, sin embargo, Bipa aún detectaba aquel brillo en los ojos de Nuba cuando hablaba de su hijo: la mujer todavía abrigaba la esperanza de verlo regresar de entre los muertos, igual que había aguardado inútilmente durante años el retorno del hombre que la había abandonado.
Bipa quería olvidar, pero no se lo permitían. No sólo se trataba de Nuba; para su sorpresa, descubrió que su pequeño mundo estaba repleto de detalles que le evocaban a Aer: las pinturas de la pared de la cueva donde aún llevaba a veces a pastar al rebaño; la colina adonde habían subido aquella noche para contemplar la
Estrella
; la cesta que le había prestado y que él le había devuelto, junto con aquel regalo sin utilidad...
Bipa todavía lo conservaba. Lo encontró en la cajita donde lo había guardado, cuando, apenas unos días después del funeral, la abrió para sacar de su interior un ovillo de lana que necesitaba. Sus dedos toparon con el trozo de cuarzo y lo sacó para verlo a la luz del fuego. Suspiró. Pensó en tirarlo, porque no le haría ningún bien guardarlo y porque no servía para nada, salvo para inundar su mente de recuerdos y volver a hacerle sentir aquella angustiosa opresión en el pecho. Pero finalmente, tras un instante de duda, volvió a introducirlo en la caja, con el resto de pequeñas cosas útiles y cotidianas que conservaba en su interior.
Y, una noche, mientras el viento silbaba con furia y la nieve golpeaba el tejado sin piedad, justo cuando Bipa había logrado pasar un día entero sin pensar en Aer, él tuvo la desconsideración de regresar sin ser ya esperado, emergiendo de la oscuridad como un fantasma inoportuno. Bipa estaba sola aquella noche. Topo se encontraba en casa de Nuba; solía ir a hacerle compañía después de cenar, porque era el momento en que ella se sentía más triste. Por eso Topo llegaba con algún regalo, algo de comer o alguna cosa que ella necesitara, y le daba conversación hasta que a la mujer, rendida, se le cerraban los ojos, bordeados de arrugas, envejecidos prematuramente. Entonces Topo la acompañaba a la cama, apagaba el fuego y se marchaba en silencio, dejándola descansar. A veces le daba un beso en la frente, para desearle buenas noches, y ella sonreía. Ambos sabían que, aunque Nuba apreciaba de veras todo lo que Topo hacía por ella, su corazón estaba lejos de allí.
Ambos lo sabían y lo aceptaban y, porque Topo la conocía, la comprendía y la amaba, no aguardaba nada que ella no pudiera darle.
Bipa no se entrometía. Le habría gustado ver a Nuba y a su padre juntos, como pareja, y creía sinceramente que Topo podría hacerla feliz, pero entendía que eso sólo sucedería si Nuba le abría su corazón. Mientras no fuera así, nada debía ser forzado, o la consoladora amistad que ambos compartían se perdería para siempre.
Aquella noche, como tantas otras, Bipa no esperó a Topo levantada. Ella solía acostarse temprano y madrugar mucho, y a menudo las veladas en casa de Nuba se prolongaban hasta muy tarde, porque la mujer temía el momento de irse a dormir, pues sus sueños le traían recuerdos de los ausentes que con frecuencia se transformaban en oscuras pesadillas.
Bipa, que tenía un sueño pesado y profundo, se preguntaba cómo debía de ser que los temores de alguien cobraran vida todas las noches.
Estaba pensando en ello, a punto ya de meterse en la cama, cuando sonaron unos golpes en la puerta. Perpleja, Bipa se echó una manta sobre los hombros y acudió a abrir. Supuso que sería su padre; aunque él no solía llamar cuando llegaba a casa, tal vez en aquella ocasión lo acompañara Nuba.
Pero era Aer quien aguardaba fuera, un Aer sumamente pálido y delgado, con su pelo castaño claro cubierto de nieve y la nariz amoratada, casi congelada. Sus ropas estaban hechas jirones y se apoyaba contra el quicio de la puerta, incapaz de sostenerse en pie por sí solo.
Parecía salido de las entrañas de una de las pesadillas de Nuba, y Bipa no pudo evitarlo. Gritó.
Aer sonrió un poco. Fue una sonrisa torcida, tirante, como si tuviese el rostro helado, o como si hubiese olvidado cómo sonreír.
—Hola..., Bipa—susurró.
Antes de que ella pudiera contestar, el muchacho dejó caer el bulto que arrastraba tras de sí, puso los ojos en blanco y se desplomó entre sus brazos, inerte. Bipa luchó por mantener el equilibrio y tiró de él para meterlo en la casa. Estaba frío, muy frío, pero era indudablemente corpóreo, y eso significaba que estaba allí... y estaba vivo.
Bipa se mordió los labios para aguantar las lágrimas y se esforzó por pensar con claridad. Lo despojó de su abrigo, lleno de nieve, y, como pudo, lo arrastró hasta la cama más cercana, la suya. Lo cubrió con todas las mantas que encontró y avivó el fuego. Después, lo miró.
—Si sales de ésta, tendrás que dar muchas explicaciones —murmuró.
Aer no respondió. Había perdido el conocimiento. Bipa cerró los ojos un momento y respiró hondo, tratando de tranquilizarse. Cuando volvió a mirar, Aer seguía allí, pálido, helado, delirante. No era un sueño. Había regresado.
Pero ¿de dónde? ¿Y cómo había logrado sobrevivir tanto tiempo a la intemperie?
Bipa sacudió la cabeza, alejando aquellas dudas de su mente. Lo más urgente era decidir qué iba a hacer a continuación. Por supuesto que debía avisar a Nuba, y también a Maga, pero no se atrevía a dejar solo a Aer. No solamente por el estado precario en el que se encontraba, sino porque una parte de ella temía que, si desviaba la atención aunque fuera un solo instante, el joven se esfumaría de nuevo.
«Eso es una tontería —se dijo—. Tal y como está no va a ir a ninguna parte.»
Pero, ¿y si despertaba? Por débil que se encontrase, había demostrado en varias ocasiones que no se podía esperar de él que actuase de forma sensata. Alargó la mano para colocarla sobre su frente. Notó que le había subido la temperatura; eso era bueno, significaba que estaba entrando en calor.
Recordó entonces el bulto que había traído consigo, y abrió la puerta para recuperarlo. Era su viejo y ajado morral.
Bipa lo introdujo en la casa, lo dejó en un rincón y cerró la puerta.
Después, se sentó junto a Aer y aguardó.
Tras un rato que se le hizo eterno, la puerta exterior se abrió con suavidad, y Topo entró en la casa de puntillas. Se detuvo en seco; era obvio que no esperaba ver a Bipa levantada a aquellas horas. Casi enseguida reparó en la persona que yacía sobre la cama de ella, y parpadeó, desconcertado, al reconocer a Aer. Su cabello, más claro que el de los otros habitantes de las cuevas, era inconfundible.
—¿Cómo...? —empezó, pero no pudo continuar. Bipa se encogió de hombros, incapaz de dar una respuesta. En dos zancadas, Topo se plantó junto al muchacho inconsciente y lo tocó para asegurarse de que era real. Cuando se hizo a la idea, su rostro resplandeció de alegría:
—¡Hay que avisar a Nuba! —exclamó; ya se iba corriendo hacia la puerta cuando Bipa lo detuvo.
—No; hay que avisar a Maga. Está muy enfermo y no sé si aguantará hasta el amanecer.
Topo la miró un momento y afirmó:
—Tienes razón —volvió a ajustarse la bufanda en torno al cuello y añadió—: Voy a ver a Maga. Tú quédate con él y asegúrate de que entra en calor.
Ella asintió. Apenas unos instantes después, Topo había desaparecido por la puerta interior.
Bipa no tuvo que esperar mucho. Su padre no tardó en regresar con Maga, que les ordenó que se hicieran a un lado y examinó el rostro de Aer con atención. Después, colocó ambas manos sobre su frente y musitó una oración a la Diosa suplicando su ayuda. Bipa vio relucir el
Ópalo
que pendía de su cuello e, inmediatamente, Aer dejó de temblar y se sumió en un sueño reparador.
—Ya ha entrado en calor —dijo Maga en voz baja—. Se recuperará, pero no debe levantarse de la cama, todavía.
—¿Cómo... cómo ha podido sobrevivir tanto tiempo ahí fuera? —murmuró Bipa.
Maga sacudió la cabeza.
—Eso sólo la Diosa lo sabe. Volveré mañana —añadió—, para ver cómo está. Ahora voy a casa de Nuba a contarle lo que ha pasado. Me imagino que no tardará en venir, y que querrá llevarse a su hijo con ella, pero es muy importante que no lo mováis, al menos por el momento. Todavía está demasiado débil como para salir al exterior.
—Voy contigo a ver a Nuba —dijo Topo, con una amplia sonrisa—. Quiero darle la noticia personalmente.
De modo que Bipa se quedó otra vez a solas con Aer.
El muchacho no había reaccionado, pero tenía mejor aspecto. Sus mejillas volvían a presentar algo de color, y su nariz ya no estaba tan amoratada. Bipa se preguntó cómo serían los días que se avecinaban, con Aer reponiéndose en el pequeño hogar que compartía con su padre. Sí; no cabía duda de que con Aer no había lugar para la monotonía. El joven siempre se las arreglaba para que le sucediesen cosas extrañas. Y Bipa quería vivir una vida tranquila, pero estaba claro que los problemas en los que se metía Aer no le afectaban únicamente a él, sino también a todos los de su entorno.
«Ni hablar —se rebeló—. Cuando se recupere, se irá a su casa y se acabó. No más visitas a horas intempestivas, ni más escapadas furtivas en la oscuridad. Yo sólo quiero que me dejen dormir.»
Aquella noche, no obstante, le resultó imposible. No tardó en llegar Nuba hecha un mar de llanto; se abrazó a su hijo como si temiese que fuera a esfumarse en cualquier momento. Y luego también pasaron por allí los vecinos, alertados por el alboroto. Finalmente, Bipa tuvo que echarlos a todos, alegando que Aer debía descansar y que Maga había dicho que se le molestara lo menos posible. Y así, hasta Nuba se marchó a casa, agotada por tantas emociones, pero aún resistiéndose a dejar a Aer.
—Vete a dormir —le dijo a Bipa su padre cuando todos se marcharon—. Acuéstate en mi cama. Yo dormiré en la silla.
Bipa no replicó. No era la primera vez que Topo se quedaba dormido sobre su confortable sillón cubierto de pieles, acomodado junto al fuego. De modo que se introdujo entre las mantas y casi enseguida se durmió, pues estaba rendida.
Lo último que oyó antes de dormirse fue la lenta respiración de Aer desde la cama contigua.
IV
LA PARTIDA
E
l joven tardó menos de lo que esperaban en recuperar el conocimiento. Mientras estuvo convaleciente se comportó con normalidad, aunque en ocasiones decía cosas muy extrañas, y, por el contrario, nunca hablaba de lo que había hecho durante su ausencia.
Nuba pasaba casi todo el tiempo con él. Bipa seguía la misma rutina de siempre, pero por las noches, cuando preparaba sopa para todos, se sentaba junto a él y le ofrecía un cuenco. Solían quedarse a solas cuando Topo acompañaba a Nuba de vuelta a su casa. En una de aquellas ocasiones, Aer le dijo:
—Yo tenía razón, Bipa. El palacio de la Emperatriz existe. Me lo dijo Gélida.
—¿Quién es Gélida? ¿La Emperatriz?
—No, Gélida es Gélida —replicó él; trató de incorporarse, pero Bipa no se lo permitió—. También ella sueña con llegar hasta la Emperatriz. Ella...
—Estás delirando —le interrumpió Bipa—. Deja de decir tonterías, ¿quieres? Por poco te mueres ahí fuera buscando ese palacio que nadie ha visto. Confundes tus fantasías con la realidad. Tu madre...
—Mi madre no tiene nada que ver con ésto —cortó Aer, y por una vez, Bipa lo vio serio, casi enfadado—. Sé muy bien cuándo sueño y cuándo estoy despierto. Sé muy bien lo que he visto, y te lo voy a demostrar.