Read La emperatriz de los Etéreos Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil
En dos zancadas se había colocado junto a Bipa y le mostraba un colgante hecho con un material de color blanco pálido, que ella reconoció inmediatamente.
—¿No es eso tu cuarto?
—«Cuarzo» —corrigió él—. Sí, es un pedazo del cuarzo que de momento no sirve para nada. Por eso, como agradecimiento por hacérmelo ver, he hecho este colgante para ti. Toma.
Bipa tuvo que sacar la mano del gastado zapato que estaba arreglando para recogerlo antes de que cayera sobre su regazo.
—Y si no sirve para nada, ¿por qué me lo das?
Aer ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa fugaz.
—Porque es bonito.
Bipa lo levantó para verlo mejor a la luz del fuego. Sí, era bonito, pero seguía sin verle la utilidad. Con todo, era perfectamente capaz de captar la buena intención del regalo.
—Si tú lo dices... —murmuró, dudosa—. Gracias.
La sonrisa de Aer se hizo más amplia. Se despidió con un guiño y, sin una sola palabra más, salió de la cueva. Topo cerró la puerta tras de sí.
—Mira que es raro —refunfuñó Bipa, aún perpleja.
No sabiendo qué hacer con el regalo, lo guardó en una cajita donde solía meter las cosas pequeñas que no quería perder.
—Es un bonito detalle —comentó Topo.
Bipa se giró hacia él.
—Sé lo que estás pensando. Y en primer lugar, te equivocas; y en segundo lugar, no es una buena idea.
Topo se encogió de hombros.
—Todo lo que necesita es una chica sensata que le haga poner los pies en el suelo...
—... para que luego la deje triste y sola, abandonándola por perseguir un sueño estúpido, como hizo su padre.
Topo hizo una pausa antes de contestar:
—Aer no es como su padre.
—Siempre dices que se parece mucho a él.
—Sí; comparado con nosotros, son evidentes las diferencias y por eso, al verle, todos recordamos al
Extraño
, al
Que Vino de Lejos
. Pero Aer lleva también la sangre de Nuba. Es mucho más cálido que su padre, más abierto.
Bipa lo miró de reojo.
—¿Lo conocías mucho?
—Nadie tuvo ocasión de conocerlo bien, salvo Nuba. Se quedó muy poco tiempo entre nosotros.
Bipa sacudió la cabeza.
—Hay que ser muy miserable para abandonar a una mujer embarazada.
—Por extraño que te parezca, él la quería de veras. Pero no pertenecía a este lugar. Su hogar... estuviera donde estuviese... tiraba de él, lo llamaba. Es el mismo sentimiento de añoranza que a veces veo en el rostro de Aer.
—Padre, no puedes creer en serio que existe esa Emperatriz...
—No necesariamente. Pero el
Que Vino de Lejos
tuvo que venir de
Algún Sitio
.
Algún Sitio
... quizá más lejos de lo que ninguno de nosotros ha llegado jamás. Y si fue capaz de llegar hasta aquí, también pudo ser capaz de regresar.
—Me contaron que Nuba lo encontró medio muerto de frío ante su puerta —señaló Bipa—. Por lo visto, lo de llegar hasta aquí fue sólo cuestión de suerte.
—Pero vino de
Algún Sitio
, pese a todo, y por eso no es extraño que Aer se haga preguntas.
—Lleva diciendo que va a marcharse desde que aprendió a hablar, padre. Sabes que tarde o temprano se irá en busca del palacio de la Emperatriz, de su padre o de la Diosa sabe qué. Y el día que decida hacerlo nadie va a detenerlo. Es la persona más cabezota que conozco...
—... Después de ti —bromeó Topo.
Bipa resopló.
—Padre, tú sabes que el temor a dejar a su madre sola es lo único que lo retiene aquí. Pero, ¿qué pasará cuando Nuba ya no esté? ¿Qué pasará si encuentra a otra persona que cuide de ella?
Aquella era una pregunta retórica; Bipa sabía que Topo se la había formulado a sí mismo cientos de veces en los últimos años. Porque conocía lo bastante bien a Aer como para aventurar que, si se acercaba a Nuba y ella no lo rechazaba, el muchacho acabaría por abandonar las Cuevas, en busca de una quimera, con la tranquilidad de saber que su madre estaba en buenas manos. Por esta razón Topo nunca había llegado a ofrecerle a Nuba nada más que su amistad. Para que su hijo siguiera sintiendo que ella lo necesitaba y que no podía abandonarla.
—Tal vez sea capaz de dejar atrás a su madre —murmuró—. Pero, si sienta la cabeza...
—... Lo haría igualmente. Como hizo su padre. Lo sabes.
Topo la miró con fijeza. Ella había vuelto a concentrarse en sus zapatos.
—Es una pena que ya lo des por perdido.
Bipa sacudió la cabeza.
—Su gran sueño es partir en busca del palacio de la Emperatriz. Lleva repitiéndolo tanto tiempo que se ha ganado a pulso que nadie quiera encariñarse demasiado con él. Y quien lo haga, ha de ser consciente de que tarde o temprano tendrá que llorar su ausencia. Así que él se lo ha buscado.
—En cambio, a mí me da la sensación de que está pidiendo a gritos que alguien le impida marchar.
Bipa esbozó una breve sonrisa de escepticismo.
—Ya sabes que las medias tintas no son lo mío. Si él dice «Me voy a marchar», yo interpreto «Me voy a marchar»; no «Quiero quedarme pero no puedo». No; lo de Aer es un «Quiero marcharme pero no puedo», y algún día podrá, y se marchará, y te juro que no seré yo quien se vea obligada a echarle de menos.
Topo no contestó. Bipa tampoco volvió al tema. Los dos continuaron con sus tareas, en silencio, al amor de la lumbre.
Bipa y Aer no volvieron a hablar en los días siguientes. Cada cual se dedicó a sus cosas, y en las ocasiones en que coincidieron de nuevo, en los túneles o en el exterior, cruzaron apenas unas palabras de saludo. Bipa no llevaba nunca el colgante que él le había regalado, pero, si Aer se percató de este detalle, o se molestó por ello, desde luego no lo dio a entender.
Un día, él fue a buscarla. Se encontró con ella cuando regresaba del huerto, con la cesta llena de verduras y hortalizas suficientes para varios días. La acompañó a lo largo de la gran caverna, con sus pasos largos y resueltos, y le dijo a modo de saludo:
—Esta noche puedo enseñártelo.
—¿El qué?
—Lo que te dije acerca del círculo rojo, ¿recuerdas? En la pared de la cueva.
Bipa tardó unos instantes en caer en la cuenta.
—¡Ah, eso! Es igual, te dije que no te molestases.
—Vendré a recogerte cuando todos estén dormidos.
—Ni se te ocurra —le advirtió ella; pero el muchacho hizo caso omiso de sus palabras y se alejó a paso ligero, con apenas un gesto de despedida.
Bipa tuvo muchas cosas que hacer el resto del día y pronto se olvidó de Aer. Tampoco se acordó aquella noche, cuando, rendida, cayó en la cama y cerró los ojos, abandonándose a un profundo sueño.
Lo recordó al día siguiente cuando fue a buscar las reses. Se preguntó si Aer había ido a recogerla la noche anterior. En el caso de que hubiera llamado a la puerta, ni ella ni Topo lo habían oído. Se encontró con él cuando regresaba con el rebaño.
—Siento no haber podido pasar anoche —dijo el muchacho—. Se levantó niebla a última hora, así que pensé que no valdría la pena molestarte.
Bipa no entendió lo que quería decir, pero igualmente respondió:
—No pasa nada. Es mejor que no me hayas despertado.
Aer sonrió.
—Habrá otras ocasiones, no te preocupes.
—No me preocupo —respondió ella.
Se despidieron en la puerta del corral. Mientras Bipa guiaba a las reses al interior, se le acercó otra persona a saludarla, una muchacha de su edad llamada Taba.
—Últimamente te he visto varias veces con Aer —comentó ella de forma casual.
—Sí —respondió Bipa; era obvio.
—Parece que... hum... os lleváis mejor que de costumbre —siguió tanteando Taba.
Bipa se la quedó mirando.
—No hay nada entre Aer y yo —aclaró—. No, no me gusta Aer, ni yo le gusto a él. No, no me ha hablado de ninguna chica en particular. Y no, no voy a hablarle de ti.
Taba se quedó sin habla.
—¿Qué? —se impacientó Bipa—. ¿No era eso lo que querías preguntar?
—Bueno... sí.
—Pues te he ahorrado la molestia de andarte con rodeos.
—No hace falta ser desagradable —murmuró Taba, ofendida.
—No lo soy. Sólo digo las cosas claras.
Taba no fue la última en preguntarle acerca de Aer en los días que siguieron. Con todo, como el muchacho no varió su conducta habitual, ni sus vecinos los veían juntos todos los días, pronto se acostumbraron a encontrárselos de vez en cuando hablando en alguna parte. Solían ser conversaciones muy breves, y siempre era Aer el que se acercaba a Bipa. Le enseñaba objetos que hallaba o fabricaba él mismo, le hablaba de su último descubrimiento o le comentaba la última idea extravagante que se le había ocurrido. Bipa escuchaba sin dejar de hacer lo que estuviese haciendo, y cuando Aer callaba y la miraba, expectante, la muchacha le daba su opinión, sincera y brusca en ocasiones. Pero, aunque ella dijera «Eso es una tontería», «No sirve para nada» o «No le veo sentido», Aer nunca se molestaba ni se ofendía. Sólo seguía mirándola con aquellos ojos claros, brillantes, y preguntaba: «¿Por qué?», y Bipa respondía con razones lógicas y sensatas. Aer asentía, pensativo, y decía: «Ajá. No se me había ocurrido», o bien: «No es para tanto, pero hay que tenerlo en cuenta»; le daba las gracias y se marchaba corriendo. La idea de que Aer pudiera estar interesado en Bipa inquietó durante un tiempo a las muchachas que tenían los ojos puestos en él, pero con el paso de los días se fueron tranquilizando. Aer nunca acompañaba a Bipa hasta su casa ni trataba de alargar la conversación para arrancarle unos instantes más en su compañía. Tampoco le hacía regalos —el colgante de cuarzo seguía guardado en casa de la joven, y Aer nunca manifestó intención de darle ninguna otra cosa—, ni trataba de congraciarse con Topo en vistas a una futura conversación más seria.
A Bipa al principio la sacaba de quicio, pero acabó por acostumbrarse. Nunca llegaba a saber si sus opiniones realmente contaban para algo en la vida de Aer, que seguía siendo un misterio para casi todo el mundo, pero tampoco sentía curiosidad por enterarse. Aer aprendió que podía contar con el consejo de Bipa siempre que no la distrajese de las cosas que ella consideraba importantes, ni le hiciese perder tiempo.
Pero un día, Aer dio un paso más, cuando Bipa menos se lo esperaba.
III
LA
ESTRELLA
DE LA EMPERATRIZ
F
ue durante la época de las cacerías. Cada cierto tiempo, los adultos que estaban en plena forma física establecían partidas de caza y abandonaban las Cuevas para adentrarse en las galerías subterráneas. Cuando regresaban, días después, siempre traían presas. En las cavernas más profundas abundaban enormes orugas y distintos tipos de insectos tan grandes como el brazo de un hombre adulto. Algunos de ellos eran comestibles. No eran un gran manjar, pero la gente de las Cuevas estaba acostumbrada a comer lo que podía. Si eran afortunados, los cazadores podían topar con una bestia perdida. Las bestias eran animales peludos, que llegaban a ser tan altos como la cintura de una persona. Cuando se veían acorralados, se volvían feroces y salvajes, y sus garras y colmillos podían llegar a matar con gran facilidad a quien pretendía apresarlos. Con todo, su carne era deliciosa. Cuando los cazadores regresaban con el cuerpo de una bestia, había fiesta en las Cuevas. Se reunían todos para comer carne asada en torno a la hoguera y la noche parecía un poco menos fría.
En aquella ocasión, Topo se unió a la partida de caza, y Bipa se quedó sola. Todavía era demasiado joven para ir con ellos y, aunque sabía que lo haría algún día y que era necesario que todas las personas sanas y fuertes colaborasen, no le hacía especial ilusión. Por eso aquella noche, cuando se arrebujó en su cama, bajo la manta, compadeció a su padre, a quien imaginaba incómodamente acurrucado en los túneles, y no envidió la emoción de la cacería.
No obstante, tampoco ella pudo dormir bien. En lo más profundo de su sueño la despertaron unos rápidos golpes en la puerta.
Bipa se incorporó aún aturdida. Lo primero que pensó fue que los cazadores habían vuelto antes de tiempo. Pero entonces se percató que los golpes habían sonado en la puerta exterior, no en la interior, la que daba a los túneles. Inquieta se levantó y se acercó a mirar por la mirilla.
Estaba demasiado oscuro para distinguir a la persona que aguardaba fuera, pero enseguida se oyó la voz inconfundible de Aer:
—¡Soy yo, Bipa! ¡Sal, éste es el momento!
—¿El momento de qué? —gruñó ella; pero le abrió la puerta, porque dejar a una persona a la intemperie era una tremenda descortesía.
Aer entró, sacudiéndose la escarcha del pelo y frotándose las manos para calentárselas; su amplia sonrisa, sin embargo, era capaz de fundir hasta un témpano de hielo.
—Ponte el abrigo y los zapatos, Bipa —ordenó—. Se ha abierto la niebla, pero no durará mucho; no tenemos demasiado tiempo.
Bipa puso los brazos en jarras.
—Yo no pienso ir a ninguna parte —declaró.
—No está lejos —insistió él—. Volveremos enseguida, te lo prometo.
—¿Y no podemos ir mañana?
—No, no; sólo puede verse de noche, sólo esta noche. Ven, tienes que verlo.
Bipa se lo quedó mirando un momento. Después, capituló.
—De acuerdo, está bien. Pero sólo un momento.
Se puso los zapatos y se abrigó lo mejor que pudo. Después, salió tras Aer al exterior.
Era una noche tranquila. No nevaba ni hacía viento y, como Aer había señalado, la impenetrable capa de niebla que habitualmente cubría las Cuevas se había levantado, permitiendo intuir el cielo nocturno tras un leve velo neblinoso.
Bipa siguió a Aer a través del poblado, silencioso y vacío. Cuando lo vio trepar por una colina nevada dudó un momento, pero acabó por ir tras él.
Llegó, sin aliento, a lo alto del cerro, y se detuvo a descansar. Aer se volvió hacia ella con ojos brillantes.
—Mira —dijo, señalando un punto en el horizonte.
Bipa miró.
Había algo en el cielo, una esfera azulada, clara y fría, que emitía un pálido resplandor. Estaba lejos, muy lejos; sin embargo, transmitía una sensación sobrecogedora, como si fuese un ojo de hielo que los contemplase desde la lejanía.
—Parece un trozo de cuarzo gigante —comentó Bipa en un susurro.
Aer volvió a la realidad.