La emperatriz de los Etéreos (3 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil

BOOK: La emperatriz de los Etéreos
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El chico la contempló unos instantes.

—¿No quieres saber qué es ésto, ni para qué sirve? —la tanteó.

—¿Para cortarte un dedo si no andas con ojo, tal vez? —replicó ella, sin levantar la vista de lo que estaba haciendo. Sus manos, de dedos cortos pero ágiles, repasaban el lanoso pelaje del animal, en busca del origen de la molestia.

Aer se volvió para mirar la lámina, pensativo.

—Tendré que limar los bordes. Pero eso no será ningún problema. Lo verdaderamente importante es ésto, mira.

Sin previo aviso, cogió la lámpara y se la llevó consigo, dejando a Bipa sin luz suficiente.

—¡Eh! —protestó la joven. Aer hizo caso omiso y rodeó la lámina hasta quedar oculto tras ella. El material, translúcido, dejaba pasar parte de la luz, e incluso se adivinaba la silueta del chico, al otro lado.

—¿Lo ves? —dijo Aer.

—Sí, ¿y qué? —replicó ella sin mucho interés.

Aer reapareció desde detrás del objeto, pero no le devolvió la lámpara.

—Es una lámina de cuarzo —explicó—, lo bastante fina como para dejar pasar la luz. Me ha costado horrores extraerla de la roca sin romperla —su voz estaba teñida de mal disimulado orgullo; pero Bipa no era tan fácil de impresionar como las otras chicas.

—Qué pena, porque podías haber dedicado ese tiempo a hacer algo más productivo.

Aer se volvió hacia ella, picado.

—¿Crees que no sirve para nada? ¡Pues te equivocas! Abriré un agujero en el techo de nuestra cueva y encajaré la lámina en él. Así tendremos más luz y claridad durante el día —concluyó, satisfecho, sonriendo de oreja a oreja.

Bipa lo miró fijamente, sin dejarse seducir por su eterno aire de niño travieso. Con un suspiro cargado de paciencia, se levantó para acercarse hasta él.

—En primer lugar —le dijo, dando un par de golpecitos sobre la lámina—, al ser tan fino os protegerá menos del frío. Si abres un agujero en el techo y lo tapas con ésto, vais a necesitar varios pares de mantas más para poder dormir por las noches. No creo que a tu madre le haga gracia.

»Y en segundo lugar —añadió, arrebatándole la lámpara de las manos—, tendrás que limpiar todos los días la nieve que se acumule sobre ella. Porque te tapará esa luz que quieres capturar, y porque, si dejas que se forme un montón lo bastante alto, la lámina acabará por romperse. Así que tu brillante idea es una pérdida de tiempo —concluyó encogiéndose de hombros. 

Había una tercera razón, pero no la mencionó. Y era que ella no habría cambiado por nada del mundo el cálido resplandor del fuego por la fría luz del exterior.

Pero no valía la pena decírselo a Aer. Porque él adoraba el exterior, por mucho frío que hiciese y por muy desolador que fuera el paisaje.

Se sentó de nuevo junto a la res dolorida y reanudó su trabajo, sin molestarse en mirar a Aer. Suponía que estaría enfadado con ella y no tenía tiempo para malgastarlo en discusiones.

Transcurrieron unos instantes antes de que volviera a oír su voz.

—¿Sabes qué? Tienes razón.

—Vaya, qué sorpresa —comentó ella con calma. Claro que sabía que tenía razón. La novedad era que él lo reconociera. Así pues, alzó la cabeza para mirarle, intrigada a su pesar, porque le había parecido captar un nuevo tono en la voz del muchacho, de reconocimiento, y tal vez de respeto.

Pero Aer le daba la espalda. Examinaba su hallazgo, contemplándolo desde una nueva perspectiva. Bipa lo vio encogerse de hombros, suspirar con resignación y, acto seguido, alzarlo y arrojarlo contra las rocas de la pared.

—¿Te has vuelto loco? —exclamó ella, pero el ruido de la lámina al romperse ahogó su voz.

—Mejor será que me lo lleve a trozos —dijo Aer, agachándose para recogerlos—. Seguro que les encontraré alguna utilidad.

Bipa le respondió con un gruñido desdeñoso.

—Llévatelos todos —le ordenó—. Voy a venir aquí con mi rebaño hasta que se termine el pasto, y no quiero que haya que lamentar ningún accidente.

Aer no respondió, pero guardó todos los pedazos en su bolsa.

Bipa dejó de prestarle atención y se concentró de nuevo en el animal. Descubrió entonces dónde estaba el problema: la criatura debía de haberse raspado contra algún saliente rocoso, porque un profundo arañazo marcaba su costado, por debajo del espeso pelaje. Debía de escocerle, seguro. Rebuscó en su morral hasta encontrar un pequeño bote que contenía una cataplasma que haría cicatrizar la herida y reduciría la inflamación. Se aplicó a ello, mientras apuntaba mentalmente que debía visitar a Maga para pedirle que le rellenase el bote.

—¿Has visto ésto? —oyó de pronto la voz de Aer muy cerca de ella, sobresaltándola.

Bipa se giró hacia él, molesta. Aprovechando su distracción, el animal se le había escapado antes de que pudiera terminar de curarlo.

—¿Y ahora, qué? —protestó.

Aer volvió a tomar el farol y lo alzó en alto.

—¿Has visto ésto? —repitió.

Ella le echó un vistazo rápido.

—Ah, sí, los dibujos.

—¿Qué serán esos animales? ¿Y ese círculo rojo? ¿Quién pintaría ésto? ¿Y para qué?

Pero Bipa ya no lo escuchaba. Había vuelto a atrapar al animal y trataba de reanudar lo que había dejado a mitad. Aer la miró de reojo.

—¿Es que no hay nada que pueda llamar tu atención? ¿Nunca te haces preguntas? ¿No sientes curiosidad por nada?

—Las personas que pintaron esos dibujos debieron de morir hace mucho tiempo —replicó ella—. Nunca podrás encontrar a nadie que pueda explicarte en qué pensaban cuando los hicieron. Así que no sirve de nada hacerse preguntas al respecto.

En esta ocasión le tocó a Aer resoplar, exasperado.

—Siempre hablas como si lo supieras todo, y en realidad lo único que conoces son las Cuevas y un pedazo de túnel. Como si no hubiera nada más.

—Es que no hay nada más, Aer. Y aunque lo hubiera, no voy a llegar a conocerlo nunca, porque aquí estoy bien y no quiero arriesgarme a morir de frío sólo para ver qué hay más allá; así que no pienso perder el tiempo con cosas que no van a afectarme lo más mínimo.

—Eres tan ciega y obstinada como los animales de tu rebaño —acusó Aer—; siempre ocultándose en los rincones oscuros, siempre apretujándose unos contra otros...

—Las reses son ciegas porque no necesitan ojos, puesto que viven en la oscuridad. ¿Y sabes por qué? Porque no hay nada ahí fuera que pueda interesarles. Porque si salen de los túneles morirán de hambre y de frío. Porque en el pasado los animales que salían, atraídos por la luz, jamás regresaban, y al final los que quedaron vivos fueron aquellos que no necesitaban ver, aquellos que sabían apretujarse unos contra otros para mantener el calor. Prefiero ser una res ciega viva que un idiota muerto —concluyó, ceñuda.

Aer la contempló un instante, atónito. Después, para desconcierto de ella, se echó a reír.

—¡Pasas demasiado tiempo aquí dentro, Bipa! Hay muchas cosas en el exterior que no conoces. Como, por ejemplo, ésto —añadió, señalando el círculo rojo que, mucho tiempo atrás, alguien había pintado en la pared.

—¿Sabes qué es eso? —quiso asegurarse Bipa, incrédula; Aer asintió—. ¡Me acabas de decir que no lo sabías!

—Y tú, que no te interesaba —contraatacó él—. Bien, no estoy seguro, pero he visto algo parecido. Algún día te lo mostraré.

Bipa se encogió de hombros.

—Puedes ahorrarte la molestia.

—Y algún día —prosiguió Aer, sin escucharla, perdido en sus ensoñaciones— puede que descubra que aquellas reses que se fueron siguiendo la luz en realidad no están perdidas, sino que encontraron un lugar mejor.

—Sin duda, cuando uno está muerto se debe de sentir estupendamente bien— cortó ella, con sarcasmo—. Ya no pasas frío, ni hambre, ni tienes que preocuparte por nada. Como en el palacio de la Emperatriz, ¿no? —concluyó con intención.

Aer enrojeció y le lanzó una mirada furibunda.

—¿Está mal que crea que mi padre sigue vivo?

—Sí, está mal —respondió Bipa, categórica—. Porque tu madre pasará la vida esperándole y perderá las pocas oportunidades que le quedan de ser razonablemente feliz. Y porque, como se descuide, tú seguirás el mismo camino que tu padre, y ella se quedará sola y sufrirá todavía más. Así que olvídate de todas esas historias absurdas de una vez —concluyó levantándose con energía— y dedícate a cuidar de tu madre y a llevarle algo bueno para comer de vez en cuando, para variar. Toma —añadió, depositando en sus manos una cesta de hongos—, llévaselos de mi parte. Y devuélveme la cesta después, que no tengo otra. 

—No es necesario... —empezó Aer, pero Bipa le cortó:

—Hazlo, antes de que cambie de idea. La pobre Nuba no tiene la culpa de tener un hijo tan inútil como tú.

Aer entornó los ojos. Bipa sabía que le había herido, pero ella era así; no podía evitar decir lo que pensaba.

Aguardó una réplica por parte del muchacho, una protesta airada; para todo ello estaba preparada. Pero Aer alzó la barbilla y la miró con una misteriosa media sonrisa.

—Le diré que van de tu parte —dijo, sin más—. Gracias, y adiós.

Bipa se quedó tan sorprendida que no acertó a responder. Lo vio perderse por la galería, con sus pasos largos y desgarbados, llevando consigo el morral lleno de fragmentos de cuarzo y la cesta de hongos que le acababa de regalar.

Cuando terminó la jornada de trabajo, Bipa llevó de nuevo las reses a la cuevacorral y regresó a casa.

Su cueva, como casi todas las demás, tenía dos puertas. Una, recubierta con varias capas de pieles para impedir el paso del frío, daba al exterior, al mundo de hielo y nieve que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. La otra, interior, comunicaba con la red de galerías común. Algunas cuevas estaban unidas por túneles interiores; para llegar a otras, por el contrario, era necesario salir al exterior.

Bipa no salía, si podía evitarlo. La cueva que compartía con su padre tenía una puerta interior muy bien situada, que daba a un túnel que comunicaba con la mayor parte de los hogares con los que tenían más relación, y también con el pequeño huerto y el corral de las reses.

Cuando llegó a casa, su padre aún no había regresado. Bipa encendió un fuego y salió al exterior el tiempo justo para llenar la olla de nieve recién caída. Después la puso a calentar y, mientras esperaba que la nieve se derritiese y el agua llegara a hervir, sacó del morral las verduras que había recogido del huerto por la mañana.

El huerto también era subterráneo. Estaba situado en una enorme caverna que, en lugar de puertas exteriores, tenía ventanas. Haces de aquella luz fría y pálida se colaban por ellas todas las mañanas, y ayudaban a las plantas a crecer, desafiando el intenso frío. Eran plantas fuertes y resistentes, plantas que habían sobrevivido a un mundo en el que todas las demás habían perecido. Aun así, Bipa había oído decir que, de no ser por los cuidados de Maga, aquellas plantas también morirían sin remedio.

Bipa suspiró. Sabía lo difícil que era arrancar la comida de las entrañas de su mundo, y por eso lavó las verduras concienzudamente, pero no las peló. Había que aprovechar al máximo todo lo que la Diosa entregaba.

Porque, por desgracia, la Diosa no era lo que se dice muy generosa.

Bipa sonrió para sí. Imaginaba que Maga la reñiría si se le ocurría comentar aquello en voz alta, pero era lo que pensaba. No pudo evitar recordar los gigantescos animales de las pinturas de la pared. Se imaginó lo que debería ser cazar un ejemplar. Trató de calcular cuántos días podría comer una familia con la carne de uno solo de aquellos animales, y cuántos abrigos y mantas podrían confeccionarse con su piel. Después sacudió la cabeza con energía. Nunca había visto nada semejante, y tampoco conocía a nadie que lo hubiera visto. Lo cual quería decir que, o bien aquellos animales no existían, y eran producto de las fantasías de alguien sumamente hambriento, o bien habían existido, pero ya no, o vivían demasiado lejos de las Cuevas como para que nadie llegase a toparse con uno. Se encogió de hombros. Pronto llegaría la época de las cacerías y todas las familias tendrían algo más de comida con la que llenar el puchero.

Justo cuando el agua rompía a hervir, llegó Topo. Entró por la puerta exterior, frotándose las manos, y cerró enseguida. Como todos los días, guiñó un ojo y dijo:

—¡Qué frío! ¡Más que ayer, pero menos que mañana!

—Espero que no, padre —replicó ella—, porque si cada día hace más frío que el anterior, llegará un momento en que todos moriremos congelados.

Topo rompió a reír como solía hacer siempre que Bipa respondía algo así. Se despojó del abrigo de piel que llevaba y, cuando por fin se pareció más a un hombre barbudo y orondo, y menos a una bestia bípeda blanca y peluda, abrazó a su hija y le mostró los dos
pálidos
peces que había traído, y que pendían del extremo de una cuerda que llevaba colgada sobre el hombro.

Mientras ella procedía a limpiar los pescados, Topo husmeó en la cazuela.

—¿No has traído hongos? —preguntó, decepcionado.

—Se los he dado a Nuba —respondió ella.

—Bien —asintió Topo.

Le encantaban los hongos, pero nunca objetaba nada cuando se trataba de hacer regalos a Nuba. La pobre mujer apenas salía de casa y su hijo, que parecía tener una inteligencia brillante para cosas absolutamente superfluas, era, en cambio, un desastre en la vida diaria.

Bipa lo miró de reojo. Topo y Nuba parecían estar hechos el uno para el otro. Y, aunque no fuera así, el sentido común decía que sería mejor para ambas familias formar una sola, pasar a una cueva más grande y reunir esfuerzos y trabajo. Pero Topo nunca se lo había propuesto a Nuba, y Bipa sabía por qué: había una razón poderosa, más poderosa aún que el recuerdo del hombre ausente, una razón que tanto Nuba como Aer parecían ignorar.

«Es mejor que Nuba siga sin saberlo —se dijo Bipa—. Pero alguien debería tener una pequeña charla con Aer al respecto.»

Comieron en silencio, y después cada cual volvió a sus quehaceres. Bipa llevaba ya un rato remendando sus zapatos de pieles cuando llamaron a la puerta exterior.

Bipa y Topo cruzaron una mirada. El hombre fue a abrir; ambos se llevaron una buena sorpresa al ver aparecer a Aer, sacudiendo la cabeza para quitarse la nieve del pelo.

—¿Otra vez tú? —fue lo primero que se le ocurrió a Bipa.

Pero Aer se rió, inmune a su antipatía.

—He venido a devolveros la cesta —anunció, depositándola en manos de Topo—. Y a traerte otra cosa —añadió.

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