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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (53 page)

BOOK: La dama del lago
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Bonhart la miraba con una mirada turbia y perdida. Tembló de forma convulsiva, hizo crujir las tablas del suelo con sus talones. Después gorgoteó como un embudo cuando acaba de salir todo el líquido.

Y ése fue el último sonido que dejó escapar.

*****

Una explosión, las vidrieras tintinearon y estallaron con un gran estrépito.

—¡Cuidado, Geralt!

Saltaron, justo a tiempo. Un rayo cegador abrió un surco en el suelo, fragmentos de terracota y afilados trozos de mosaico retumbaron en el aire. El segundo rayo acertó en la columna que protegía al brujo. La columna se partió en tres pedazos. Media arcada se desprendió de la bóveda, cayendo sobre el piso con un bramido ensordecedor. Geralt, tendido en suelo, se cubrió la cabeza con las manos, consciente de que era una protección ridícula ante los cascotes que se le venían encima, cada uno de los cuales pesaba su buena docena de arrobas. Estaba preparado para lo peor, pero lo peor no ocurrió. Se levantó rápidamente, a tiempo de ver el resplandor del escudo mágico, y comprendió que se había salvado gracias a la magia de Yennefer.

Vilgefortz se volvió contra la hechicera y rompió en mil pedazos el pilar que la protegía. Bramó enrabietado, hilvanando una nube de polvo y humo con hilos de fuego. Yennefer pudo saltar, y quiso tomarse la revancha lanzando contra el hechicero su propio rayo, pero Vilgefortz lo rechazó sin esfuerzo y hasta con cierto desdén. Respondió con un nuevo ataque que obligó a Yennefer a aplastarse contra el suelo.

Geralt se dirigió hacia él, limpiándose la cara de restos de cal. Vilgefortz volvió los ojos y le apuntó con el brazo, y una llamarada salió volando con un rugido. El brujo se cubrió instintivamente con la espada. La hoja de los enanos, cubierta de runas, le protegió —¡oh prodigio!— partiendo en dos la lengua de fuego.

—¡Vaya! —exclamó Vilgefortz—. ¡Impresionante, brujo! ¿Y qué me dices de esto?

El brujo no dijo nada. Voló como si lo hubiera embestido un ariete, cayó al suelo y salió despedido a rastras, hasta que pudo sujetarse a la base de una columna. La columna estalló y saltó hecha pedazos, arrastrando nuevamente en su caída una parte considerable de la bóveda. En esta ocasión Yennefer no fue capaz de proporcionarle una protección mágica. Un gran cascote desprendido de un arco le golpeó en un hombro, derrumbándole. Por unos instantes el dolor le dejó paralizado.

Al tiempo que escandía un sortilegio, Yennefer le arrojaba a Vilgefortz un rayo tras otro. Ninguno dio en el blanco, todos rebotaban impotentes en la esfera mágica que envolvía al hechicero. De improviso Vilgefortz extendió los brazos, los estiró con violencia. Yennefer aulló de dolor y se alzó del suelo, levitando. Vilgefortz retorcía las manos como quien estruja un trapo mojado. La hechicera soltaba penetrantes chillidos. Y empezó a retorcerse.

Geralt se puso en pie impetuosamente, sobreponiéndose al dolor. Pero Regis ya se le había anticipado.

El vampiro surgió volando de la nada como un gigantesco murciélago, y se precipitó sobre Vilgefortz sin hacer ruido. Antes de que el hechicero pudiera protegerse con un conjuro, Regis le atacó con las garras en la cara, y si no le enganchó un ojo fue sólo por lo pequeño que lo teína. Vilgefortz chilló, defendiéndose a base de manotazos. Yennefer, liberada de su hechizo, cayó sobre un montón de escombros con un aullido desgarrador. La sangre le salía a borbotones de la nariz, manchándole la cara y el pecho.

Geralt ya estaba cerca, con la espada en alto, lista para propinar un tajo. Pero Vilgefortz aún no se daba por vencido y no tenía la menor intención de rendirse. Rechazó al brujo con una potente oleada de energía, al vampiro que le estaba atacando le lanzó un cegador rayo blanco que atravesó una columna como una espada caliente cortando mantequilla. Regis evitó el rayo ágilmente, y se materializó en su aspecto humano al lado de Geralt.

—Ten cuidado —dijo el brujo, en tono quejumbroso, tratando de ver qué había sido de Yennefer—. Ten cuidado, Regis...

—¿Que tenga cuidado? —replicó el vampiro—. ¿Yo? ¡Yo no he venido a eso!

Con un salto inverosímil, fulgurante, digno en verdad de un tigre, se arrojó sobre el hechicero y lo agarró del cuello. Destellaron sus colmillos.

Vilgefortz chilló, aterrado y rabioso. Por un momento pareció que era el fin. Pero no fue más que una ilusión. Disponía en su arsenal de un arma para cada ocasión. Y para cada rival. Incluso para un vampiro.

Las manos de Regis, que le tenían sujeto, se pusieron al rojo como hierro candente. El vampiro dio un grito. También Geralt, al ver que el hechicero estaba desgarrando literalmente a Regis. Corrió en su ayuda, pero no pudo hacer nada. Vilgefortz lanzó al vampiro destrozado contra una columna y, desde cerca, con ambas manos, lo quemó con fuego blanco. Regis gritaba y gritaba, gritaba tan fuerte que el brujo tuvo que taparse los oídos con las manos. Los restos de las vidrieras tintinearon y estallaron con estrépito. Y la columna simplemente se fundió. Y el vampiro se fundió con ella, quedó convertido en un amasijo informe.

Geralt maldijo, y en esa maldición depositó toda su rabia y su desesperación. De un salto se plantó junto a su enemigo, levantó el sihill para asestar un golpe. No llegó a hacerlo. Vilgefortz se volvió y le fulminó con su energía mágica. El brujo voló por todo el vestíbulo y se estampó con ímpetu contra una pared, resbalando después hasta el suelo. Quedó tendido, intentando coger aire como un pez, considerando qué partes de su cuerpo podían estar rotas y cuáles intactas. Vilgefortz se le acercó. En su mano se materializó una barra de hierro de seis pies.

—Podría reducirte a cenizas con un conjuro —dijo—. Podría fundirte hasta volverte una masa vitrea, como acabo de hacer con ese monstruo. Pero tú, brujo, te mereces una muerte distinta. En combate. Tal vez no demasiado leal, pero combate al fin y al cabo.

Geralt no creía que fuera capaz de ponerse de pie. Pero se puso de pie. Escupió sangre de sus labios partidos. Cogió la espada con más fuerza.

—En Thanedd —Vilgefortz se le acercó aún más, hizo un molinete con la barra— me conformé con darte un ligero escarmiento, con moderación, para que te sirviera de lección. Pero, como veo que no has aprendido nada, esta vez la paliza será a conciencia, no voy a dejarte un hueso sano. Y después nadie será capaz de recomponerte.

Le atacó. Geralt no intentó escapar. Aceptó el combate.

La barra destellaba y zumbaba, el hechicero daba vueltas alrededor del brujo, que no paraba de danzar. Geralt esquivaba los golpes y los devolvía, pero Vilgefortz los detenía con destreza. Gemía lastimeramente el acero chocando con el acero.

El hechicero era rápido y ágil como un demonio.

Engañó a Geralt con una torsión del tronco, al tiempo que marcaba un golpe de izquierdas, para atizarle después desde abajo en las costillas. Antes de que el brujo recobrara el equilibrio y el aliento, le dio con tanta fuerza en la espalda que le obligó a hincar la rodilla. Merced a un brinco salvó la cabeza de un mandoble desde arriba, pero no pudo evitar una sacudida en sentido inverso, desde abajo, por encima de la cadera. Vaciló, y se dio con la espalda en la pared. Aún tuvo suficiente presencia de ánimo como para echarse al suelo. Justo a tiempo, porque la barra de hierro pasó rozándole el pelo y chocó contra el muro. Saltaron chispas.

Geralt rodó, la barra sacó chispas del suelo, justo al lado de su cabeza. Un nuevo mandoble le acertó en la paletilla. Sintió una sacudida, un dolor paralizante, una flojera que le bajaba por las piernas. El hechicero levantó la barra. La llama del triunfo ardía en sus ojos.

Geralt apretó en el puño el medallón de Fringilla.

La barra zumbó al caer. Pegó en el suelo, a sólo un pie de la cabeza del brujo. Geralt rodó hacia un lado y rápidamente se apoyó en una rodilla. Vilgefortz le alcanzó de un salto, volvió a descargar un golpe. Nuevamente falló por unas pulgadas. Sacudió la cabeza, sin dar crédito a sus ojos. Tuvo un momento de vacilación.

Suspiró, al comprender de súbito lo que le estaba pasando. Los ojos se le iluminaron. Se echó hacia atrás, para tomar impulso. Demasiado tarde.

Geralt le acuchilló en el vientre. A fondo. Vilgefortz chilló, soltó la barra, dio unos pasos cortos hacia atrás, encogido. El brujo ya estaba a su lado. Lo lanzó de una patada hacia lo que quedaba en pie de una columna. El hechicero se estampó con fuerza contra esos restos, embelleciéndolos con un dibujo ondulante. Dio un grito, cayó de hinojos. Agachó la cabeza, se miró la barriga y el pecho. Estuvo mucho tiempo sin apartar la vista.

Geralt esperaba con calma, en posición, con el sihill preparado para asestar un golpe.

Vilgefortz soltó un alarido sobrecogedor y levantó la cabeza.

—Geraaalt...

El brujo no le permitió acabar.

Durante un largo rato reinó el silencio.

—No sabía yo... —dijo al fin Yennefer, levantándose como pudo del montón de cascotes. Tenía un aspecto lamentable. La sangre que le salía de la nariz le manchaba toda la barbilla y el escote—. No sabía —repitió, al encontrarse con la mirada perpleja de Geralt— que sabías lanzar esos hechizos de ilusionismo. Con cuánta habilidad has engañado a Vilgefortz...

—Ha sido el medallón.

—Aja. —Lo miró recelosa—. Qué curioso. Al final, estamos vivos gracias a Ciri.

—¿Cómo dices?

—El ojo de Vilgefortz. No había recuperado del todo la coordinación. A veces fallaba. Aunque yo, sobre todo, le debo la vida a... —Se quedó callada, mirando los restos de la columna fundida en la que se podía reconocer el perfil de una persona—. ¿Quién era, Geralt?

—Un camarada. Lo voy a echar mucho de menos.

—¿Era un ser humano?

—Era la encarnación de la humanidad. ¿Cómo estás, Yen?

—Alguna costilla rota, conmoción cerebral, golpes en la articulación de la cadera y en la columna. Aparte de eso, de maravilla. ¿Y tú?

—Lo mismo, más o menos.

Miró con indiferencia la cabeza de Vilgefortz, caída exactamente en el centro de un mosaico del suelo. El pequeño ojo vidrioso del hechicero apuntaba hacia ellos con un mudo reproche.

—Bonito espectáculo —dijo Yennefer.

—Pues sí —reconoció Geralt al cabo de unos segundos—. Pero no es el primero que veo. ¿Podrás caminar?

—Con tu ayuda, sí.

*****

Y se encontraron los tres en el sitio donde confluían los pasillos, bajo la arcada. Se encontraron bajo las miradas muertas de las canéforas de alabastro.

—Ciri —dijo el brujo. Y se frotó los ojos.

—Ciri —dijo Yennefer, a la que sujetaba el brujo.

—Geralt —dijo Ciri.

—Ciri —respondió, con un nudo en la garganta—. Me alegro de volver a verte.

—Doña Yennefer.

La hechicera se soltó del brazo del brujo y se irguió, haciendo un tremendo esfuerzo.

—Hay que ver qué pinta, chiquilla —dijo con severidad—. ¡Tú mírate! ¡Haz el favor de arreglarte esos pelos! ¡Y no andes así encogida, ven aquí!

Ciri se acercó rígida, como un autómata. Yennefer le colocó y le alisó el cuello, intentó limpiarle la sangre de la manga, que ya estaba seca. Le sacudió un poco el pelo. Le descubrió la cicatriz de la mejilla. La abrazó con fuerza. Geralt vio las manos de Yennefer en la espalda e Ciri. Vio sus dedos deformados. No sintió ira, lástima ni odio. Sólo sintió cansancio. Y un deseo inmenso de que acabara todo aquello.

—Mamá.

—Hijita.

—Vámonos —Geralt se decidió a interrumpirlas. Pero sólo después de un instante muy largo.

Ciri se sorbió los mocos haciendo ruido y se limpió la nariz con el dorso de la mano. Yennefer la regañó con una mirada y se frotó un ojo. Seguramente se le había metido alguna motita de polvo. El brujo estaba pendiente del corredor del que había salido Ciri, por si pudiera aparecer alguien más por ahí. Ciri negó con la cabeza. Geralt comprendió.

—Vámonos de aquí —insistió.

—Sí —dijo Yennefer—. Quiero ver el cielo.

—Nunca más os dejaré —dijo Ciri con la voz apagada—. Nunca más.

—Vámonos de aquí —insistió Geralt—. Ciri, ayuda a Yen.

—¡No necesito ayuda!

—Deja que te ayude, mamá.

Tenían delante unas escaleras, unas grandes escaleras que se hundían en el humo, en la claridad vacilante de las antorchas y las hogueras encendidas en cestones de hierro. Ciri se estremeció. Ya había visto esas escaleras. En sus sueños y visiones. Abajo, lejos, esperaban hombres armados.

—Estoy cansada —musitó Ciri.

—Y yo —reconoció Geralt, desenvainando el sihill.

—Ya estoy harta de tantas muertes.

—Y yo.

—¿No habrá otra salida?

—No. No hay otra. Sólo estas escaleras. No hay más remedio, chiquilla. Yen quiere ver el cielo. Y yo quiero ver el cielo, a Yen y a ti.

Ciri miró a su alrededor, observó a Yennefer, la cual, para no derrumbarse, se apoyaba en la balaustrada Sacó los medallones que le había quitado a Bonhart. Se colgó el gato del cuello, el lobo se lo dio a Geralt.

—Supongo que sabrás —dijo el brujo— que no es más que un simple símbolo.

—Todo es un simple símbolo.

Sacó a Golondrina de la funda.

—Vamos, Geralt.

—Vamos. No te apartes de mí.

Al pie de las escaleras les esperaban los mercenarios de Skellen, empuñando con fuerza las armas en sus manos sudorosas. Antillo, con un gesto expeditivo, mandó escaleras arriba al primer pelotón. Las botas reforzadas de los soldados resonaron en los peldaños.

—Despacio, Ciri. Sin prisa. Cerca de mí.

—Sí, Geralt.

—Y tranquila, niña, tranquila. No lo olvides: sin rabia, sin odio. Tenemos que salir de aquí y ver el cielo. Y quienes nos corten el paso deben morir. No titubees.

—No pienso titubear. Quiero ver el cielo.

No tuvieron ningún impedimento para llegar al primer descansillo. Los mercenarios retrocedieron al verlos, sorprendidos y asombrados ante su coraje. Pero enseguida hubo tres que se lanzaron al ataque dando gritos, blandiendo sus espadas. Murieron de inmediato.

—¡A por ellos! —Antillo vociferaba al pie de las escaleras—. ¡Matadlos!

Les atacaron otros tres. Rápidamente Geralt les hizo frente, amagó con una finta, tajó a uno en la garganta desde abajo. Se dio la vuelta y le cedió el paso a Ciri, que se adelantó por su derecha. Ciri alcanzó limpiamente al segundo matón en el sobaco. El tercero intentó salvar su vida saltando por encima de la balaustrada. No le dio tiempo.

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