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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (25 page)

BOOK: La dama del lago
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—Eso es un sofisma.

—¡No debemos perder el tiempo de una forma insensata! Podríamos dejar escapar el momento oportuno... El único momento oportuno, irrepetible. Porque el tiempo nunca se repite.

—Permíteme. —Auberon se puso de pie—. Fíjate en esto.

En la pared que le estaba mostrando había un altorrelieve donde aparecía una gran serpiente escamosa. El reptil, enrollado en forma de ocho, se mordía la cola con los dientes. Ciri ya había visto algo parecido, pero no recordaba dónde.

—Ésta —dijo el elfo— es Uroboros, la serpiente primigenia. Uroboros simboliza la infinitud, y ella misma es infinita. Es la marcha perpetua y el regreso perpetuo. Es algo que no tiene principio ni tiene fin... El tiempo es como la serpiente primigenia. El tiempo son los instantes que fluyen, los granos de arena que se derraman en el reloj. El tiempo son los momentos y los sucesos mediante los que nos afanamos en medirlo. Pero Uroboros, la primigenia, nos recuerda que en cada momento, en cada instante, en cada suceso, están ocultos el pasado, el presente y el futuro. En cada momento se oculta la eternidad. Cada partida es, al mismo tiempo, un regreso, cada despedida una bienvenida, cada reencuentro una separación. Todo es, al mismo tiempo, principio y final... Y tú también eres — prosiguió, sin dirigirle la mirada—, al mismo tiempo, principio y final. Y ya que has mencionado el destino, debes saber que ése, precisamente, es tu destino. Ser principio y final. ¿Entiendes?

Ciri titubeó unos segundos. Pero la mirada vehemente de Auberon le obligaba a responder.

—Sí, entiendo.

—Desnúdate.

Lo dijo con tal despreocupación, con tal indiferencia que ella estuvo a punto de estallar. Con manos temblorosas, Ciri empezó a desabrocharse el chaleco. Los dedos no la obedecían; los corchetes, botones y cintas eran pequeños y poco manejables. Aunque Ciri se apresuró todo lo que pudo, deseosa de pasar ese trago cuanto antes, tardó mucho tiempo en quitarse la ropa. Pero el elfo no daba ninguna sensación de tener prisa. Como si, efectivamente, dispusiera de toda la eternidad.

¿Quién sabe?, pensaba ella. Puede que sí.

Una vez desnuda, no sabía dónde pisar: el suelo estaba helado. Auberon se dio cuenta y, sin palabras, le señaló la cama.

Las colchas eran de visón. Amplias, formadas por muchas pieles cosidas entre sí. Mullidas, cálidas, gustosas, cosquilleantes.

Él se tendió a su lado, vestido de la cabeza a los pies, hasta con las botas puestas. Cuando la tocó, no pudo evitar ponerse rígida, y se enfadó consigo misma, pues estaba decidida a mostrarse orgullosa y distante hasta el final. Los dientes, no hace falta decirlo, le castañeteaban ligeramente. Pero el tacto electrizante del elfo la calmó, y sus dedos empezaron a enseñar y a impartir órdenes. A dar indicaciones. En el momento en que ella empezó a asimilar tan bien sus indicaciones que casi podía anticiparse a ellas, cerró los ojos y se imaginó que era Mistle quien estaba a su lado. Pero la cosa no funcionó. Porque no se parecía en nada a Mistle.

Le fue mostrando con la mano lo que tenía que hacer. Ella obedeció. De buena gana, incluso. Con premura.

Él no se precipitó en ningún momento. Sus caricias la dejaron suave como una cinta de seda. Le hizo gemir. Morderse los labios. Logró que todo su cuerpo se contrajera en un violento espasmo.

Lo que ella no se esperaba en absoluto fue lo que hizo el elfo a continuación. Se levantó y se fue. Dejándola excitada, jadeante y temblorosa. Ni siquiera se volvió para mirarla.

A Ciri la sangre se le subió a la cara y a las sienes. Se quedó encogida, hecha un ovillo, sobre las colchas de visón. Y empezó a sollozar. De rabia, de vergüenza y de humillación.

Por la mañana encontró a Avallac'h en el peristilo que había detrás del palacio, en medio de una hilera de estatuas. Las estatuas —cosa rara— representaban a niños elfos. En distintas actitudes, sobré todo haciendo diabluras. El que había al lado del elfo era particularmente curioso: representaba a un mocoso, con un mohín de rabia y con los puños cerrados, sosteniéndose sobre una sola pierna.

Ciri estuvo un buen rato con la mirada fija, sentía un dolor sordo en el vientre. Sólo cuando Avallac'h la apremió, ella se lo contó todo. Sin entrar en detalles y tartamudeando.

—Él —dijo muy serio Avallac'h, al terminar Ciri su relato— ha visto los humos de Saovine más de seiscientas cincuenta veces. Créeme, Golondrina, eso es mucho hasta para el Pueblo de los Alisos.

—¿Y a mí qué me importa? —gruñó—. ¡Yo había dado mi consentimiento! ¿Es que no os han enseñado vuestros parientes, los enanos, lo que es un contrato? ¡Yo cumplo con mis obligaciones! ¡Me entrego! ¿A mí qué más me da si él no puede o no quiere? ¿A mí qué más me da si se trata de impotencia senil o si soy yo que no le resulto atractiva? ¿Y si le damos asco los dh'oine? ¿Y si le pasa como a Eredin y sólo ve en mí una pepita de oro en un montón de estiércol?

—Confío —Avallac'h torció el gesto: era algo inaudito que alterara la expresión de su rostro—, confío en que no le habrás dicho nada parecido.

—No le he dicho nada parecido. Y no por falta de ganas.

—Ten cuidado. No sabes a lo que te arriesgas.

—Me trae sin cuidado. Habíamos llegado a un acuerdo. No tiene vuelta de hoja. O cumplís lo estipulado, o anulamos el acuerdo y quedo libre.

—Ten cuidado, Zireael —repitió Avallac'h, señalando la estatua del chiquillo enrabietado—. No te portes como ése de ahí. Vigila cada palabra. Haz un esfuerzo por comprender. Y si hay algo que no entiendes, que no te sirva de excusa para actuar precipitadamente. Ten paciencia. Recuerda que el tiempo no tiene ninguna importancia.

—¡Claro que la tiene!

—Ya te he dicho que no puedes portarte como una criatura testaruda. Te lo vuelvo a repetir: sé paciente con Auberon. Es tu única oportunidad para conseguir la libertad.

—¿De veras? —dijo, casi gritando—. ¡Empiezo a tener mis dudas! ¡Empiezo a sospechar que me has engañado! Que todos me habéis engañado...

—Te he prometido —la cara de Avallac'h estaba tan muerta como la piedra de las estatuas— que vas a volver a tu mundo. Te he dado mi palabra. Dudar de la palabra dada es una ofensa muy grave para un Aen Elle. Para evitar que incurras en esa ofensa, propongo que demos esta charla por zanjada.

Quiso marcharse, pero Ciri le cerró el paso. Sus ojos de color aguamarina se volvieron más estrechos, y Ciri comprendió que se las estaba viendo con un elfo muy, pero que muy peligroso. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.

—Muy típico de los elfos —silbó como una serpiente—: ofender a alguien y no permitir después que el otro se tome la revancha.

—Ten cuidado, Golondrina.

—Escúchame. —Levantó altiva la cabeza—. Vuestro rey de los Alisos no es capaz de cumplir, eso está más que claro. No importa si él constituye el problema o si soy yo la culpable. Eso es lo de menos, no tiene importancia. Pero yo quiero cumplir el acuerdo. Quitarme el problema de encima. De modo que ese niño, que tanto significa para vosotros, tendrá que hacérmelo otro.

—No sabes ni de qué estás hablando.

—Y si yo soy el problema —no cambió el tono ni la expresión—, eso quiere decir que te has confundido, Avallac'h. Has hecho venir a este mundo a la persona equivocada.

—No sabes de qué estás hablando, Zireael.

—En cambio —gritó—, si lo que pasa es que a todos os doy repelús, emplead el método de los criadores de burdéganos. ¿Qué, no lo conoces? Le enseñan una yegua al semental, y después le vendan los ojos y le ponen delante a una burra.

Avallac'h no se dignó siquiera responder. La esquivó sin miramientos y se alejó por la hilera de estatuas.

—¿Tú, por ejemplo? —le chilló Ciri—. ¡Si quieres, me entrego a ti! ¿Qué dices? ¿No estás dispuesto a hacer ese sacrificio? ¡Pero si dicen que tengo los ojos de Lara!

Él se plantó a su lado en dos saltos, sus manos salieron disparadas como serpientes hacia su cuello y se cerraron como unas tenazas de acero. Ella comprendió que, si quisiera, la podría ahogar como a un pajarillo.

La soltó. Se inclinó sobre ella y la miró a los ojos desde muy cerca.

—¿Quién eres tú —le preguntó con una calma insólita— para atreverte a deshonrar su nombre de este modo? ¿Quién eres tú para atreverte a injuriarme con una limosna tan miserable? Oh, sí, ya sé quién eres. No eres hija de Lara. Eres hija de Cregennan, eres una desconsiderada, soberbia y narcisista dh'oine, una representante ejemplar de una raza que no sabe nada, pero que tiene que arruinarlo y destruirlo todo, que ensucia cualquier cosa que toca, que sólo con pensar en algo lo mancilla y lo pervierte. Tu antepasado me robó a mi amada, me la robó, me quitó a Lara de un modo egoísta y arrogante. Pero a ti, digna hija suya, no te permito que me arrebates su recuerdo.

Se dio la vuelta. Ciri venció la resistencia de su laringe aplastada.

—Avallac'h.

La miró.

—Perdóname. Me he portado como una estúpida y una miserable. Perdóname. Y, si puedes, olvídalo.

Se acercó hasta ella, la abrazó.

—Ya está olvidado —dijo en tono cariñoso—. No se hable más de la cuestión.

Aquella noche, cuando se presentó en los aposentos reales, recién bañada, perfumada y peinada, Auberon Muircetach estaba sentado junto a una mesa, inclinado sobre el tablero de ajedrez. Sin palabras, la invitó a sentarse enfrente de él. Ganó él en diez movimientos.

La segunda vez, ella jugó con las blancas, pero él se impuso en once movimientos. Sólo entonces levantó la mirada, mostrando sus claros ojos, tan singulares.

—Desnúdate, por favor.

Al menos había que reconocerle una cosa: actuaba con tacto y nunca se precipitaba. Cuando, como en la ocasión anterior, se levantó de la cama y se marchó sin decir nada, Ciri se lo tomó con calma y resignación. Aunque no pudo conciliar el sueño casi hasta el amanecer.

Pero, cuando los primeros rayos del albor iluminaban las ventanas, logró por fin dormirse y tuvo un sueño muy raro.

Vysogota, agachado, está limpiando una trampa para ratas almizcleras, apartando las lentejas de agua. Las cañas susurran movidas por el viento.

—Me siento culpable, Golondrina. Fui yo quien te sugirió la idea de esta escapada demencial. Te mostré el camino hacia esa maldita torre.

—No te lo reproches, Viejo Cuervo. De no ser por la torre, me habría alcanzado Bonhart. Aquí, por lo menos, estoy a salvo.

—No, aquí no estás a salvo.

Vysogota se incorpora.

A sus espaldas, Ciri ve una colina, desnuda y ovalada, el lomo algo torcido de un monstruo emboscado que asoma por encima de la hierba. En la colina hay una peña enorme. Dos personas al lado de la peña. Una mujer y una muchacha. El viento agita y desordena la cabellera morena de la mujer.

Los relámpagos iluminan el horizonte.

—El Caos extiende sus manos hacia ti, hija mía. Criatura de la Antigua Sangre, muchacha enredada en el Movimiento y el Cambio, en la Aniquilación y el Renacimiento. Destinada y destino. Desde detrás de la puerta cerrada, el Caos extiende sus garras hacia ti, sin saber aún si te convertirás en su instrumento o si serás un obstáculo para sus planes. Sin saber si el azar hará de ti un grano de arena en los engranajes del Reloj de la Fortuna. El Caos te tiene miedo, Niña del Destino. Y pretende que seas tú quien se atemorice. Y por eso te envía esos sueños.

Vysogota se agacha, limpia la trampa para ratas almizcleras. Pero si no está vivo, piensa Ciri fríamente. ¿Quiere eso decir que ahí, en el más allá, los muertos están obligados a limpiar trampas para ratas almizcleras?

Vysogota se incorpora. A sus espaldas el cielo se ilumina con el resplandor de los incendios. Miles de jinetes galopan por el llano. Jinetes con capas rojas. Dearg Ruadhri.

—Escúchame atentamente, Golondrina. La Antigua Sangre que corre por tus venas te confiere una inmensa autoridad. Eres la Señora del Espacio y del Tiempo. Tienes un enorme poder. No permitas que los criminales y los canallas te lo arrebaten y lo utilicen para sus fines innobles. ¡Defiéndete! ¡Ponte a salvo de sus tiles manos!

—¡Qué fácil es decirlo! Me tienen aquí atrapada por medio de una barrera o un vínculo mágico...

—Eres la Señora del Espacio y del Tiempo. A ti nadie te puede aprisionar.

Vysogota se incorpora. A sus espaldas hay una meseta, una llanura rocosa, en ella se ven restos de barcos varados. Por decenas. Más lejos, un castillo negro, ominoso, con almenas dentadas, al borde de un lago de montaña.

—Morirán sin tu ayuda, Golondrina. Sólo tú puedes salvarlos.

Los labios de Yennefer, partidos, desgarrados, se mueven sin emitir ningún sonido, derraman sangre. Brillan sus ojos de color violeta, arden en el rostro demacrado, contraído, ennegrecido por el tormento, oculto entre las sucias greñas de pelo moreno. En un hueco del suelo se ve un charco pestilente; hay ratas por todas partes. Los muros de piedra están helados. Igual que los grillos de las muñecas y de los tobillos... Las manos y los dedos de Yennefer son una masa de sangre coagulada.

—¡Mamá! ¿Qué te han hecho?

Hay unas escaleras de mármol que bajan. Son tres tramos de escaleras. Va'esse deireadh aep eigean... Algo termina... ¿Qué?

Las escaleras. Abajo, un fuego ardiendo en braseros de hierro. Tapices en llamas. Vamos, dice Geralt. Bajemos por las escaleras. Es necesario. No hay más remedio. No existe otro camino. Sólo por estas escaleras. Quiero ver el cielo. No mueve los labios. Están amoratados y con manchas de sangre. Sangre, sangre por todas partes... Las escaleras, cubiertas de sangre...

—No hay otro camino. No lo hay, Ojo de Estrella.

—¿De qué modo? —gritó—. ¿De qué modo puedo ayudarlos? ¡Estoy en otro mundo! ¡Prisionera! ¡No puedo hacer nada!

—A ti nadie te puede aprisionar.

—Todo ya ha sido descrito, dice Vysogota. Esto también. Mira debajo de ti. Ciri ve con espanto que está sobre un mar de huesos. En medio de cráneos, tibias y costillas.

—Sólo tú puedes evitar que esto ocurra, Ojo de Estrella.

Vysogota se incorpora. A sus espaldas, el invierno, la nieve, la ventisca. El viento arrecia y silba.

Enfrente de él, en medio de la tormenta, montado a caballo, Geralt. Ciri lo reconoce, a pesar de que una gorra de piel le cubre la cabeza y una pañoleta de lana le envuelve la cara. Por detrás de él, se vislumbran otros jinetes entre la ventisca: sus siluetas son confusas y van muy arropados, así que no hay manera de distinguirlos. Geralt dirige su mirada hacia ella. Pero no puede verla. La nieve se le mete en los ojos.

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