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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (52 page)

BOOK: La dama del lago
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—¡Cahir! ¡Ven aquí, hijo mío!

En la galería le esperaba Mawr, la madre de Cahir, junto con su hermana, la tía Cinead var Anahid. La madre tenía la cara enrojecida e hinchada de tanto llorar, tanto que Cahir se asustó. Le impresiono que una mujer tan guapa como su madre pudiera llegar a parecer un monstruo por culpa del llanto. Hizo el firme propósito de no llorar nunca, nunca jamás.

—Recuerda, hijo mío —dijo Mawr entre sollozos, apretando a su hijo contra su seno con tanta fuerza que le impedía respirar—. Recuerda este día. Nunca te olvides de quiénes le quitaron la vida a tu querido hermano Aillil. Fueron esos malditos norteños. Tus enemigos, hijo mío. No dejes de odiarlos. ¡Nunca dejes de odiar a esa maldita nación de asesinos!

—Siempre los odiaré, madre mía —le prometió Cahir, un tanto sorprendido. En primer lugar, su hermano Aillil había caído en combate, con honor. Había sido la suya una muerte envidiable, digna de alabanza, en un guerrero. ¿Por qué, pues, derramar lágrimas por él? En segundo lugar, no era ningún secreto que la abuela Eviva, la madre de Mawr una norteña. Más de una vez, cuando estaba enfadado, a su padre había dado por llamar a la abuela «loba del norte». Naturalmente, a sus espaldas.

Pero, bueno, si su madre se lo mandaba...

—Los pienso odiar —dijo con entusiasmo—. ¡Ya los odio! Y, cuando sea mayor y tenga una espada de verdad, ¡iré a la guerra y les cortaré la cabeza! ¡Ya lo verás, madre!

La madre respiró hondo y sufrió un espasmo. La tía Cinead la sujetó.

Cahir apretó los puños y tembló de odio. De odio a aquéllos que habían maltratado a su madre, haciendo que se pusiera tan fea.

*****

El golpe de Bonhart le destrozó la sien, la mejilla y la boca. Cahir soltó la espada y se tambaleó, y el cazador, a la media vuelta, le dio un tajo entre el cuello y la clavícula. Cahir cayó al pie de la diosa de mármol, su sangre, como un sacrificio pagano, roció el pedestal.

*****

Un ruido atronador, el suelo tembló bajo sus pies, el escudo de la panoplia de la pared cayó con estrépito. Un humo corrosivo flotaba y se arrastraba por el corredor. Ciri se limpió la cara. La muchacha rubia que marchaba apoyándose en ella, le pesaba como una piedra de molino.

—Más deprisa... Hay que ir más deprisa...

—Yo no puedo ir más deprisa —dijo la chica. Y de repente se dejó caer al suelo. Ciri contempló horrorizada cómo debajo de ella, debajo de su pernera empapada, empezaba a formarse y a crecer un charco

Estaba pálida como un cadáver.

Ciri se puso de rodillas a su lado, le quitó un pañuelo, después el cinturón, trató de hacerle un torniquete. Pero la herida era demasiado grande. Y estaba muy cerca de la ingle. La sangre no cesaba de brotar.

La chica le cogió una mano. Tenía los dedos helados.

—Ciri...

—Sí.

—Yo soy Angouléme. Nunca creí... Nunca creí que fuéramos a dar contigo. Pero seguí a Geralt. Porque es imposible no seguirle. ¿Sabes?

—Ya lo sé. Él es así.

—Te hemos encontrado. Y te hemos salvado. Y eso que la Fringilla se burlaba de nosotros... Dime una cosa...

—No hables. Por favor.

—Dime... —Angouléme movía los labios cada vez más despacio, y cada vez le costaba más—. Dime, porque tú eres reina... de Cintra... Nos darás de tu favor, ¿a que sí? ¿Me nombrarás... condesa? Dime. Pero no mientas. ¿Podrás? ¡Dímelo!

—No digas nada. No malgastes las fuerzas.

Angouléme suspiró, de pronto se inclinó hacia delante y apoyó la frente en el hombro de Ciri.

—Ya sabía yo... —dijo con toda claridad—. Qué putada, ya sabía yo que lo del burdel en Toussaint era la mejor idea que había tenido nunca.

Pasó un rato muy, muy largo antes de que Ciri cayera en la cuenta de que tenía entre sus brazos a una muchacha muerta.

*****

Lo vio acercarse, acompañado por las miradas muertas de las canéforas de alabastro que sustentaban las arcadas. Y de repente comprendió que la huida era imposible, que no había forma de escapar de él. Que no tendría más remedio que hacerle frente. Era consciente de eso.

Pero seguía teniéndole mucho miedo.

Desenvainó su arma. El filo de Golondrina entonó un canto silencioso. Conocía ese canto.

Se retiró por un ancho pasillo, y él fue tras ella, sujetando la espada con las dos manos. La sangre resbalaba por la hoja, caía en gruesas gotas desde la guarda.

—Un cadáver —comentó, al pasar por encima del cuerpo de Angouléme—. Bien está. Ese mochuelo también mordió el polvo.

Ciri sintió cómo la embargaba la desesperación. Cómo los dedos se aferraban a la empuñadura hasta hacerse daño. Retrocedió.

—Me has engañado —rezongaba Bonhart mientras la seguía—. El mochuelo no tenía ningún medallón. Mas algo me dice que en este castillo hay quien sí lo lleva. Y este viejo Leo Bonhart se juega la testa a que ese alguien anda cerca de la hechicera Yennefer. Pero lo primero es lo primero, víbora. Y, antes que nadie, estamos nosotros. Tú y yo. Y nuestras bodas.

Ciri ya estaba orientada. Después de trazar un breve arco con Golondrina, cogió una postura. Empezó a moverse a lo largo de un semicírculo, cada vez más deprisa, obligando al cazador a dar vueltas en el litio.

—La última vez —refunfuñó— no te sirvió de mucho esta artimaña. Qué pasa? ¿Que capaz no eres de aprender de tus errores?

Ciri aceleró el paso. Con movimientos fluidos y suaves de la hoja tentaba y desorientaba, tentaba e hipnotizaba. Bonhart hizo girar su espada en un silbante molinete.

—Esto no va conmigo —gruñó—. ¡Y me aburre!

Acortó la distancia con dos rápidos pasos.

—¡Música, maestro!

Bonhart saltó, lanzó un profundo ataque, Ciri se revolvió con una pirueta, se alzó, aterrizó muy segura sobre su pierna izquierda, acometió a la primera, sin coger una postura. Antes incluso de que la hoja resonara con la parada de Bonhart, ella ya estaba girando alrededor de él, penetrando fácilmente bajo los silbantes tajos. Ciri volvió a embestir en corto, flexionando el codo de un modo poco natural, pero muy sorprendente. Bonhart lo detuvo, aprovechó el ímpetu de la parada para lanzar de inmediato un tajo desde la izquierda. Ciri se lo veía venir, le bastó con una ligera flexión de las rodillas y una oscilación del tronco para esquivar la hoja, aunque faltó mucho menos de una pulgada. Rápidamente pasó al ataque, tajando en corto. Pero Bonhart esta vez la estaba esperando y la engañó con una finta. Al no encontrarse con su parada, Ciri estuvo a punto de perder el equilibrio, sólo se salvó con un salto relampagueante, pero no evitó que la espada de Bonhart la alcanzara cerca del hombro. Al principio pensó que el filo sólo había penetrado en la manga guateada, pero enseguida notó en la axila y en el brazo un líquido tibio.

Las canéforas de alabastro les observaban con ojos indiferentes. Ciri emprendió la retirada, pero él fue tras ella, encorvado, segando con amplios movimientos de su espada. Como la muerte huesuda que Ciri había visto en las pinturas del templo. La danza de los esqueletos, pensó. Se acerca la muerte con su guadaña.

Seguía retirándose. El líquido tibio le bajaba ya por el antebrazo hasta la mano.

—La primera sangre, para mí —dijo Bonhart, viendo las huellas estrelladas de las gotas caídas en el suelo—. ¿Para quién será la segunda? ¿Qué dice mi desposada?

Ciri seguía retirándose.

—Fíjate bien. Es el final.

Bonhart tenía razón. El pasillo terminaba de repente sobre un abismo. Al fondo sólo se veían las tablas polvorientas, sucias y medio deshechas del entarimado de la planta inferior. Aquella parte del castillo estaba en ruinas, y no había suelos. Sólo quedaba el esqueleto de la construcción: pilares, caballetes y el entramado de vigas que unía todo aquello.

No lo dudó mucho. Saltó a una viga y en ella prosiguió su retirada, sin apartar la vista de Bonhart, pendiente de todos sus movimientos. Eso la salvó. Porque de pronto él se lanzó sobre Ciri, corriendo a lo largo de la viga, lanzando contundentes cortes cruzados, haciendo girar la espada en fintas fulgurantes. Ella sabía cuál era su intención. Una parada torpe o un error en una finta la habrían hecho perder el equilibrio, y entonces se habría precipitado al vacío desde la viga, hasta el deteriorado suelo del piso inferior.

Esta vez Ciri no se dejó engañar por sus fintas. Todo lo contrario. Se hurtó hábilmente a sus embestidas y, a su vez, insinuó un tajo desde la derecha. Al ver titubear a su rival por una fracción de segundo, descargó un nuevo golpe a diestra, tan rápido y enérgico que Bonhart, después de pararlo, se tambaleó. Y habría caído de no ser por su estatura. Estirando el brazo izquierdo pudo sujetarse de un caballete, manteniendo así el equilibrio. Pero perdió fugazmente la concentración. Y eso le bastó a Ciri. Le lanzó una potente estocada, tensando al máximo el brazo y la espada.

No pestañeó cuando la hoja de Golondrina, con un silbido, le hizo un tajo desde el pecho hasta el hombro izquierdo. Contraatacó de inmediato con tanta fuerza que, de no haber saltado Ciri hacia atrás, el golpe la habría partido por la mitad. Fue a parar a la viga más próxima, cayendo con la rodilla flexionada, con la espada en horizontal por encima de la cabeza.

Bonhart se miró el brazo, levantó la mano izquierda, surcada ya por un dibujo de culebrillas de color carmín. Observó las gruesas gotas que caían al suelo, al abismo.

—Vaya, vaya —dijo—. Veo que sí eres capaz de aprender de tus errores.

Su voz temblaba de rabia. Pero Ciri le conocía demasiado bien. Estaba sereno, concentrado, listo para matar.

Saltó a la viga de Ciri, segando con la espada, se abalanzó sobre ella como una tempestad, dando pasos firmes, sin vacilar, sin mirar siquiera dónde pisaba. La viga crujía, soltaba polvo y carcoma.

La presionó a base de golpes cruzados. La obligaba a andar para atrás. Sus ataques eran tan continuos que Ciri no podía intentar un salto o una pirueta, tenía que limitarse a parar sus golpes y a esquivarlos.

Advirtió un brillo en sus ojos de pez. Sabía de qué se trataba. Estaba intentando arrinconarla contra un pilar, empujándola hacia una cruceta bajo un caballete. Empujándola hacia un punto del que ya no había escapatoria.

Tenía que hacer algo. Súbitamente supo qué.

Kaer Morhen. El péndulo.

Te alejas tú del péndulo, y absorbes su ímpetu, su energía. Absorbes el ímpetu al alejarte de él. ¿Lo has entendido?

Sí, Geralt.

De improviso, veloz como una víbora al ataque, pasó de parar el golpe a devolverlo. La hoja de Golondrina gimió al chocar contra el filo de Bonhart. En ese mismo instante Ciri se impulsó hacia atrás, saltando a la viga vecina. Al caer, conservó de milagro el equilibrio. Dio unos pasos rápidos y saltó una vez más, de vuelta a la viga de Bonhart. A su espalda. Él se volvió justo a tiempo y ejecutó un amplio corte, prácticamente a ciegas, allí donde suponía que Ciri habría ido a parar. Falló por un pelo, la fuerza del golpe le desequilibró. Ciri atacó como un rayo. Le tajó en el salto, y cayó flexionando las rodillas. Fue un tajo poderoso y certero.

Y se quedó inmóvil, con la espada extendida hacia un lado. Mirando tranquilamente cómo el largo, oblicuo y liso corte en el caftán de Bonhart empezaba a llenarse y a cuajarse de una espesa sustancia roja.

—Tú... —Bonhart se tambaleaba—. Tú...

Se abalanzó sobre ella. Ahora estaba torpe y lento. Ciri lo evitó con un salto hacia atrás, y él perdió el equilibrio. Cayó sobre una rodilla, pero la rodilla se le salió de la viga. Y la madera estaba ya húmeda y resbaladiza. Miró a Ciri un segundo. Después cayó al vacío.

Ciri lo vio precipitarse sobre el entarimado, levantando un geiser de polvo, de cal y de sangre. Vio cómo su espada volaba para ir a caer a unos cuantos pasos de él. Quedó tendido, inmóvil, con los brazos abiertos, alto, delgado. Malherido y totalmente indefenso. Pero igual de temible que antes.

Tardó mucho en hacerlo, pero al final dio señales de vida. Intentó alzar la cabeza. Movió los brazos. Movió las piernas. Consiguió llegar hasta un pilar, apoyó la espalda en él. Volvió a gemir, tentándose con las dos manos el pecho ensangrentado y el vientre.

Ciri descendió de un salto. Cayó a su lado, flexionando las rodillas. Con la suavidad de un gato. Vio cómo sus ojos de pez se dilataban aterrorizados.

—Venciste... —dijo con voz enronquecida, con la mirada puesta en el filo de Golondrina—. Venciste, pequeña bruja. Lástima que no haya sido en la arena... Habría sido todo un espectáculo...

Ciri no respondió.

—Yo te di esta espada, ¿te acuerdas?

—Yo me acuerdo de todo.

—Puede que a mí... —Gimió—. Puede que a mí no me degüelles, ¿no? Tú no lo harás... No vas a rematar a un hombre caído e indefenso... Te conozco muy bien, Ciri. Eres... demasiado noble para hacerlo.

Ciri lo estuvo observando bastante tiempo. Mucho tiempo. Después se agachó. Los ojos de Bonhart se dilataron aún más. Pero ella se limitó a arrancarle los medallones que llevaba colgados al cuello: el lobo, el gato y el grifo. Después se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida.

Bonhart fue tras ella con un cuchillo, atacándola a traición, alevosamente. Silencioso como un murciélago. Sólo en el último momento, cuando el estilete ya estaba listo para hundirse en su espalda hasta el puño, dio un alarido, descargando en aquel grito todo su odio.

Evitó su cobarde acometida dando media vuelta rápida y apartándose de un salto. Inmediatamente se revolvió y le asestó un tajo, amplio y contundente, con todo el brazo, reforzando la energía del golpe con una torsión de cadera. Golondrina silbó y cortó, cortó con el extremo de su hoja. Siseó y chascó, Bonhart se llevó la mano al cuello. Sus ojos de pez se le salían de las órbitas.

—Te había dicho —comentó Ciri con frialdad— que yo me acuerdo de todo.

Bonhart desencajó aún más los ojos. Y después se derrumbó. Se inclinó y cayó de espaldas, levantando el polvo. Y así se quedó, alto, flaco como la muerte, tendido en aquel suelo sucio, entre tablones rotos. No dejaba de sujetarse la garganta, convulsivamente, con todas sus fuerzas. Pero, por más que intentaba retenerla, la vida se le escapaba presurosa entre los dedos, formando alrededor de su cabeza una gran aureola negra.

Ciri se quedó junto a él. Sin decir nada. Pero procurando que la viera. Para que fuera su imagen, su sola imagen, la que le acompañara allí donde iba.

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