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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (49 page)

BOOK: La dama del lago
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Tragó saliva, sacudió la cabeza. Cerró los ojos y los volvió a abrir.

De nada sirvió. Un individuo flaco, entrecano, con pinta de recaudador de impuestos, se había plantado a su lado, y no tenía intención de desaparecer. Estaba ahí parado, sonriendo con la boca muy tensa. A Boreas se le erizaron tanto los cabellos que casi se le cae la gorra.

—Os ruego que abráis la puerta —repitió el tipo sonriente—. Sin tardanza. Será lo mejor, os lo aseguro.

Zadarlik soltó la roncona, que resonó al chocar con el suelo. Se quedó paralizado, moviendo los labios sin articular palabra. Tenía la mirada perdida. Los demás se acercaron al portón, dando pasos rígidos, sin naturalidad, como autómatas. Quitaron la traviesa. Descorrieron el cerrojo.

Cuatro jinetes irrumpieron en el patio entre el estruendo de sus herraduras.

Uno tenía los cabellos blancos como la nieve, una espada relampagueaba en su mano. Le seguía una mujer rubia que tensaba su arco sn dejar de cabalgar. El tercer jinete, una jovencita, le abrió la cabeza a Zadarlik de un golpe impetuoso con su sable curvo.

Boreas Mun recogió el arma que había dejado caer y se cubrió con el asta. El cuarto jinete se le echaba encima. Unas alas de rapaz destacaban a ambos lados de su yelmo. La espada resplandeció, bien alta.

—Déjalo, Cahir —dijo resueltamente el peloblanco—. Hay que ahorrar tiempo y sangre. Milva, Regís, por ahí...

—No —farfulló Boreas, sin saber por qué lo hacía—. Por ahí no... No mas que un paso ciego es ése. Aquél es el vuestro camino, por esas escaleras... A la torre del homenaje. Si queréis salvar a la Dama del Lago... hais de daros prisa.

—Gracias —dijo el albino—. Gracias, desconocido. ¿Has oído, Regis? ¡Adelante!

Al cabo de un instante sólo había cadáveres en el patio. Y Boreas Mun, todavía apoyado en el asta de su roncona. No podía soltarla.

Hasta tal punto le temblaban las piernas. Las chovas seguían girando sobre el castillo de Stygga dando graznidos, como una nube negra que envolvía las torres y los bastiones.

*****

Vilgefortz escuchó el informe jadeante del mercenario que había llegado a la carrera con serenidad estoica y rostro imperturbable. Pero su ojo desbocado y parpadeante le traicionó.

—Acuden en su ayuda en el último momento —le rechinaban los dientes—, es para no creer. Esas cosas no pasan. O sí pasan, pero en los infames teatrillos de los mercados, y así salen como salen. Ten la bondad, buen hombre, de decirme que todo eso te lo acabas de inventar, que se trata, no sé, de una inocentada.

—No me he inventado nada —dijo indignado el soldadote—. ¡Estoy contando la verdad! Han irrumpido unos... Toda una cuadrilla...

—Vale, vale —le cortó el hechicero—. Era una broma. Skellen, ocúpate personalmente de este asunto. Tendrás ocasión de demostrar cuánto vale de verdad ese ejército tuyo que tanto oro me cuesta.

Antillo estalló, y empezó a hacer aspavientos, nervioso.

—¿No te parece que te lo tomas muy a la ligera, Vilgefortz? —gritó—. Me parece que no te das cuenta de la gravedad de la situación. Si han atacado el castillo, ¡tienen que ser las tropas de Emhyr! Y eso significa...

—Eso no quiere decir nada —le interrumpió el hechicero—. Pero yo ya sé qué es lo que te pasa. Espero que, teniéndome a tus espaldas, aumente tu ánimo. Vamos. Vos también, señor Bonhart.

»En cuanto a ti —clavó su espantoso ojo en Ciri—, no te hagas ilusiones. Ya sé yo quién ha venido en tu ayuda, en una acción más propia de una farsa barata. Y te aseguro que voy a convertir la farsa en una escena de horror.

»¡Eh, vosotros! —llamó a sus sirvientes y acólitos—. Encadenad a la chica con dwimerita, encerradla en una celda con tres cerrojos y no os mováis de la puerta. Respondéis con vuestra cabeza. ¿Entendido?

—Como ordenéis, señor.

*****

Entraron en un pasillo, por el pasillo llegaron a una gran sala llena de esculturas, una auténtica gliptoteca. Nadie les cerró el paso. Tan sólo se toparon con unos cuantos lacayos, que huyeron nada más verlos.

Subieron a la carrera por unas escaleras. Cahir echó abajo una puerta a patadas, Angouléme irrumpió con un grito de guerra, derribó de un sablazo el yelmo de una armadura que había junto a la puerta, tomándola por un centinela. Se dio cuenta de su error y se partió de risa.

-Je, je, je. Fijaos...

—¡Angouléme! —Geralt la llamó al orden—. ¡No te quedes ahí parada! ¡Sigue!

Enfrente de ellos se abrió una puerta, más allá de la cual se percibían unas siluetas. Milva, sin pensárselo dos veces, tensó el arco y disparó una flecha. Alguien dio un grito. Cerraron las puertas, Geralt oyó el ruido de un cerrojo al correrse.

—¡Adelante, adelante! —gritó—. ¡No os paréis!

—Brujo —dijo Regis—. Esta carrera no tiene sentido. Voy a hacer un... un vuelo de reconocimiento.

—¡Vuela!

El vampiro desapareció, como si el viento se lo hubiera llevado. Geralt no tuvo tiempo de asombrarse.

De nuevo se toparon con hombres, armados esta vez. Cahir y Angouléme se lanzaron hacia ellos dando gritos, pero sus oponentes salieron corriendo. Más que nada, al parecer, gracias a Cahir y su imponente casco alado.

Fueron a parar a un pórtico, una galería que rodeaba un vestíbulo interior. Sólo les separaban ya unos veinte pasos de la entrada que llevaba a las entrañas del castillo, cuando por el extremo opuesto de la galería aparecieron unos individuos. Resonaron los ecos de sus gritos.

Y silbaron sus flechas.

—¡Cubríos! —gritó el brujo.

Las flechas caían como una verdadera granizada. Las plumas zumbaban, las puntas arrancaban chispas del enlosado, levantaban el estucado de las paredes, convirtiéndolo en un polvillo fino.

—¡Al suelo! ¡Tras la balaustrada!

Se tiraron al suelo, poniéndose a cubierto lo mejor que pudieron detrás de unas columnas en espiral con hojas esculpidas. Pero no todos salieron bien parados. El brujo oyó gritar a Angouléme y la vio agarrarse un brazo. En un momento, la manga se le había empapado de sangre.

—¡Angouléme!

—¡No es nada! ¡La flecha me ha atravesado limpiamente! —respondió la chica, con voz levemente temblorosa, confirmando lo que ya había visto Geralt. Si la punta hubiera astillado un hueso, Angouléme te habría desmayado de la conmoción.

Los arqueros lanzaban sus flechas desde el extremo de la galería, llamaban pidiendo refuerzos. Algunos corrieron hacia un lateral, buscando un mejor ángulo de tiro. Geralt maldijo, calculó la distancia que los separaba de la arcada. No tenía muy buena pinta. Pero quedarse donde estaban equivalía a una muerte segura.

—¡Hay que salir pitando! —gritó—. ¡Atentos! ¡Cahir, ayuda a Angouléme!

—¡Nos van a acribillar!

—¡Hay que salir! ¡No hay más remedio!

—¡No! —exclamó Milva, levantándose con el arco en la mano.

Se irguió, adoptó la posición de disparo. Parecía una auténtica estatua, una amazona de mármol con su arco. Los tiradores de la galería vociferaban.

Milva soltó la cuerda.

Uno de los arqueros salió disparado hacia atrás, se golpeó estruendosamente contra la pared. Una mancha de sangre, que recordaba a un pulpo, brotó en la pared. Un griterío estalló en la galería. Era un bramido de rabia, de furia y de espanto.

—Por el Gran Sol... —dijo Cahir con un silbido. Geralt le dio un apretón en un brazo.

—¡Vámonos! ¡Ayuda a Angouléme!

Desde la galería, una lluvia de flechas cayó sobre Milva. La arquera no se inmutó cuando a su alrededor se levantó una nube de polvo del enlucido, ni al ver saltar por todas partes añicos de mármol y fragmentos de los astiles despedazados. Soltó tranquilamente la cuerda. Un nuevo alarido, y otro tirador se derrumbó como un pelele, rociando a sus compañeros de sesos y sangre.

—¡Ahora! —gritó Geralt, viendo cómo los guardias escapaban a toda prisa del pórtico, cómo se tiraban al suelo, intentando cubrirse de unos dardos certeros. Sólo los tres más osados seguían disparando.

Una flecha golpeó en un pilar, y la polvareda cubrió a Milva de pies a cabeza. La arquera se sopló los pelos que le caían sobre la cara y tensó el arco.

—¡Milva! —Geralt, Angouléme y Cahir habían llegado hasta la arcada—. ¡Déjalo ya! ¡Largo de ahí!

—Sólo una más —dijo la arquera, con la pluma de la flecha en la comisura de los labios.

La cuerda zumbó. Uno de los tres bravos gritó de dolor, se inclinó sobre la balaustrada y se precipitó contra las losas del patio. Al verlo, los otros dos flaquearon. Se echaron al suelo y se acurrucaron. Los que acudían en su ayuda no se daban mucha prisa en llegar a la galería y ofrecerle un blanco a Milva.

Con una excepción.

Milva lo evaluó nada más verlo. No muy alto, delgado, de tez morena. Con un protector lustroso en el antebrazo izquierdo y un guante de arquero en la mano derecha. La muchacha vio cómo se colocaba su arco compuesto de bella factura, con una empuñadura entallada, con cuánta destreza lo tensaba. Vio cómo la cuerda, tensada al máximo, se cruzaba por delante de su rostro moreno. Vio cómo las cuatro plumas del emplumado le rozaban la mejilla. Vio cómo apuntaba fijamente.

Milva aprestó su arco, lo tensó hábilmente, al tiempo que apuntaba. La cuerda le llegó hasta la cara, una de las plumas le rozó la comisura de los labios.

*****

—Con fuerza, Mariquilla, con fuerza. Hasta tu careja. Anrolla la cuerda con los dedos pa que el proyectil no se te asalga del encoque. La mejilla, con fuerza. ¡Apunta! ¡Los dos ojos bien abiertos! Venga, aguanta la respiración. Tira.

La cuerda, a pesar del protector de lana, le dio un doloroso mordisco en el antebrazo izquierdo.

El padre quiso decir algo, pero le entró la tos. Una tos profunda, seca, molesta. Esa tos tiene ca vez peor pinta, pensó Mariquilla Barring, bajando el arco. Cada vez tiene peor pinta, y cada vez es más pronta. Ayer le entró el ataque justo cuando apuntaba al corzo. Y tuvimos que comer berzas cocidas. Odio las berzas cocidas. Odio pasar hambre. Y miserias.

El viejo Barring respiró hondo, soltando un ronquido chirriante.

—Te has desviado una cuarta del blanco, hija. ¡Una cuarta, na menos! ¡Mira que te he dicho que no te movieras tanto al soltar la cuerda! Y tú venga a menearte, como si te se hubiera metió un caracol en el culo. Y mucho tiempo pasas apuntando. ¡Pa cuando disparas, ya se te cansó la mano! ¡Así lo único que haces es malograr las flechas!

—¡Pero si le he dado! Y na de una cuarta, a lo sumo a media cuarta del blanco.

—¡Menos insolencias! Ay, castigáronme los dioses, al mandarme una moza inútil en vez de un hijo.

—¡No soy ninguna inútil!

—Pues demuéstramelo. Otro tiro. Y tente muy presente lo que te dijera. Sin menearte, como si estuvieras hincada en el suelo. Apunta y tira apriesa. ¿A qué vienen esos morros?

—Es que no paráis de metersus conmigo.

—Tengo derecho como padre que soy. Tira.

Tensó el arco, enfurruñada, se le saltaban las lágrimas. Él se dio cuenta.

—Te quiero mucho, Mariquilla —le dijo muy bajito—. Nunca lo olvides.

No soltó la cuerda hasta que el emplumado le rozó la comisura de los labios.

—Bien —dijo el padre—. Bien, hija mía.

Y empezó a toser de un modo terrible, con estertores.

*****

El arquero moreno de la galería murió en el sitio. La flecha de Milva le entró por la axila izquierda y se clavó muy hondo, más de media varilla, aplastando las costillas, destrozando los pulmones y el corazón.

La flecha de cuatro plumas que había disparado una décima de segundo antes acertó a Milva en el bajo vientre y le salió por la espalda, machacándole la pelvis, desgarrando intestinos y arterias. La arquera cayó a tierra como si la hubiera arrollado un ariete.

Geralt y Cahir gritaron al unísono. Ajenos al hecho de que, viendo a Milva caída, los tiradores de la galería hubieran reanudado sus disparos, abandonaron la protección del pórtico, agarraron a la arquera y se la llevaron a rastras, despreciando la lluvia de flechas. Uno de los proyectiles resonó en el casco de Cahir. Geralt habría jurado que otro le había peinado los cabellos.

Milva iba dejando un ancho y brillante rastro de sangre. En el sitio donde la depositaron se formó un charco enorme en cuestión de segundos. Cahir maldecía, las manos le temblaban. Geralt notaba cómo se adueñaba de él la desesperación. Y la rabia.

—Tía —gritó desesperada Angouléme—. ¡Tía, no te mueras!

María Barring abrió la boca, tosió de forma macabra, la sangre le caía por la barbilla.

—Yo también te quiero, papá —dijo con toda claridad.

Y murió.

*****

Los acólitos rapados no podían con Ciri, que no paraba de rebullirse y de chillar. Unos criados tuvieron que acudir rápidamente en su ayuda. Uno de ellos fue recibido con una patada certera que le hizo recular, doblarse y caer de rodillas, agarrándose los huevos con las dos manos y tomando aire espasmódicamente.

Pero eso sólo sirvió para enfurecer a los demás. Ciri recibió un puñetazo en el cogote y una bofetada en la cara. La voltearon, uno le dio una buena patada en la cadera, otro se le sentó encima de las pantorrillas. Uno de los acólitos calvos, un tipo joven con unos ojos siniestros de color verde dorado, se arrodilló sobre su pecho, la cogió del pelo y tiró con fuerza. Ciri rugió de dolor.

También el acólito rugió. Y desencajó los ojos. Ciri vio cómo le chorreaba la sangre por el cráneo pelado, manchándole el hábito blanco con un dibujo macabro.

Un segundo después el laboratorio se convirtió en un infierno.

Los muebles se volcaron con gran estrépito. Los estridentes chasquidos y los crujidos del cristal al reventarse se confundieron con los aullidos infernales de la gente. Las decocciones, los filtros, los elixires, los extractos y otras sustancias mágicas que se derramaban por las mesas y por el suelo se mezclaban y se combinaban. Algunas, al entrar en contacto, siseaban y soltaban fumaradas de humo amarillo. En un momento la estancia se llenó de un hedor corrosivo.

En medio del humo, entre las lágrimas producidas por el tufo, Ciri observó espantada cómo se movía por el laboratorio con rara celeridad una figura negra que recordaba a un gigantesco murciélago. Vio cómo el murciélago enganchaba a los acólitos al vuelo, y cómo éstos se soltaban después, dando alaridos al caer. Ante sus ojos, alzó bruscamente del suelo a uno de los sirvientes que estaba tratando de zafarse y lo estampó después contra una mesa, donde empezó a aullar y a agitarse, rociando de sangre las retortas, alambiques, probetas y matraces.

BOOK: La dama del lago
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