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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (45 page)

BOOK: La dama del lago
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—¡Cadete Puttkammer! ¡Las «obras» de dudoso valor del señor de Montholon no están en el programa de esta escuela! ¡Y su majestad imperial se pronunció bastante críticamente acerca de este libro! De modo que el señor cadete no debe citarlo aquí. Ciertamente, me extraña. Hasta este momento su respuesta era bastante buena, incluso excelente, y de pronto comienza usted a chamullar acerca de milagros y cúmulos de circunstancias, al final incluso se permite usted el criticar las capacidades militares de Menno Coehoorn, uno de los más grandes caudillos que haya dado el imperio. Cadete Puttkammer y el resto de señores cadetes, si piensan ustedes seriamente en aprobar el examen habrán de escuchar y recordar: en Brenna no actuaron milagros algunos ni casualidades, ¡sino la conjura! ¡Fuerzas enemigas y saboteadores, elementos disidentes, repugnantes sanguijuelas, cosmopolitas, cadáveres políticos, traidores y vendidos! Una llaga, que luego se cauterizó con hierro al rojo. Sin embargo, antes de que se llegara a ello, esos repugnantes traidores a su propia nación tejieron sus telas de araña y construyeron sus trampas de redes. ¡Ellos engatusaron y traicionaron entonces al mariscal Coehoorn, le engañaron y le indujeron a error! Ellos, granujas sin honor ni fe, simples...

*****

—Hijos de puta —repitió Menno Coehoorn, sin apartar el anteojo—. Simples hijos de puta. Pero ya os encontraré, esperad, ya os enseñaré lo que significa un reconocimiento. ¡De Wyngalt! Busca personalmente al oficial que estuvo de patrulla en la colina al norte. Manda colgar a todos, a la patrulla entera.

—A la orden —chocó los tacones Ouder de Wyngalt, edecán del mariscal. Por aquel entonces no podía saber que Lamarr Flaut, el tal oficial de la patrulla, moría precisamente en aquel momento aplastado por un caballo de la división secreta de los norteños, aquélla, precisamente, que no había sido capaz de descubrir... De Wyngalt no podía tampoco saber que a él mismo no le quedaban más que dos horas de vida.

—¿Cuántos hay, señor Trahe? —Coehoorn seguía sin retirar el anteojo—. ¿En vuestra opinión?

—Por lo menos, diez mil —respondió secamente el caudillo de la Séptima daerlana—. Sobre todo de Redania, pero veo también los triángulos de Aedirn... Hay también un unicornio, así que también tenemos a Kaedwen... Al menos una división...

*****

La división iba al galope, de bajo sus cascos salpicaba la arena y la grava.

—¡Adelante, la Gris! —gritó el centurión Mediocazo, borracho como siempre—. ¡Atacad, matad! ¡Kaedweeen! ¡Kaedweeen!

Joder, vaya unas ganas de mear que tengo, pensó Zyvik. Tenía que haber meado antes de la batalla...

Ahora puede que no haya ocasión.

—¡Adelante, la Gris!

Siempre la Gris. Donde hay algo malo, la Gris. ¿A quién se manda como cuerpo de expedición a Temería? La Gris. Siempre la Gris. Y yo tengo ganas dé mear.

Llegaron. Zyvik gritó, se giró en la montura y cortó por la oreja, destrozando la hombrera y el cuello de un jinete de capa negra con una estrella de plata de ocho puntas.

—¡La Gris! ¡Kaedweeen! ¡Atacad, atacad!

Con un golpeteo, un estampido y un tintineo, entre los gritos de los humanos y los relinchos de los caballos, la división Gris chocó contra los nilfgaardianos.

*****

—De Mellis-Stoke y Braibant podrán con estos refuerzos —dijo tranquilo Elan Trahe, caudillo de la Séptima brigada daerlana—. Sus fuerzas son parecidas, nada malo ha pasado todavía. La división de Tyrconnel ha de equilibrar su ala izquierda, Magne y Venendal han de seguir a la derecha. Y nosotros... Nosotros podemos desequilibrar la balanza, señor mariscal...

—Atacando las filas, siguiendo a los elfos —comprendió al punto Menno Coehoorn—. Entrando por detrás, despertando el pánico. ¡Cierto! ¡Así haremos, por el Gran Sol! ¡Al ataque, señores! ¡Nausicaa y Séptima, llegó vuestra hora!

—¡Viva el emperador! —bramó Kees van Lo.

—Señor de Wyngalt. —El mariscal se dio la vuelta— Por favor, recoged a los asistentes y al escuadrón de protección. ¡Basta de no hacer nada! Iremos a la carga junto con la Séptima daerlana.

Ouder de Wyngalt palideció levemente, pero se dominó de inmediato.

—¡Viva el emperador! —gritó, y la voz casi no le tembló.

*****

Rusty cortaba, el herido aullaba y arañaba la mesa. Iola, luchando valientemente con los movimientos de su cabeza, cuidaba las vendas y sondas. Desde la entrada a la tienda se oía la excitada voz de Shani.

—¿Adonde? ¿Se han vuelto todos locos? ¿Aquí están esperando los vivos que los salven y vosotros andáis arrastrando a los muertos?

—¡Pero si se trata del propio barón Anselmo Aubry, señora médica! ¡El caudillo de la bandera!

—¡Era el caudillo de la bandera! ¡Ahora no es más que un difunto! ¡Lo habéis conseguido traer hasta aquí de una pieza sólo porque su armadura es estanca! Lleváoslo de aquí. ¡Esto es un lazareto y no un cementerio!

—Pero, señora médica...

—¡No me entorpezcáis la entrada! Oh, allí traen a uno que todavía respira. Al menos parece que respira. Porque puede que no sean más que gases.

Rusty rebufó, pero de inmediato frunció el ceño.

—¡Shani! ¡Ven aquí de inmediato!

«Recuerda, mocosa —dijo a través de sus dientes apretados, inclinado sobre un pie destrozado—, que un cirujano sólo se puede permitir el cinismo después de diez años de práctica. ¿Lo vas a recordar?

—Sí, don Rusty.

—Toma el raspador y retira el periostio... Joder, estaría bien el anestesiarlo todavía un poco... ¿Dónde está Marti?

—Vomitando delante de la tienda —dijo Shani sin sombra de cinismo—. Como un gato.

—Hechiceras —Rusty tomó el hacha—, en lugar de pensar diversos terribles y potentes sortilegios, debiera concentrarse mejor en encontrar uno. Uno tal que gracias al cual pudieran lanzar hechizos pequeños. Como por ejemplo, anestesiante. Pero sin problema. Y sin tener que vomitar.

El hacha silbó y el hueso crujió. El herido lanzó un grito.

—¡Las vendas más apretadas, Iola!

Por fin cedió el hueso. Rusty lo trabajó con una serreta, se limpió la frente.

—Venas y nervios —dijo maquinal e innecesariamente, porque antes de que terminara la frase, ya habían salido las muchachas. Retiró de la mesa el pie cortado y lo lanzó a un rincón, al montón de otras extremidades amputadas. El herido no gritaba ni aullaba desde hacía algún tiempo.

—¿Desmayado o muerto?

—Desmayado, don Rusty.

—Estupendo. Cósele el muñón, Shani. ¡Traed el siguiente! ¡Iola, ve y comprueba si Marti ya ha vomitado todo!

—Me intriga —dijo Iola bajito, sin alzar la cabeza— cuántos años de práctica tenéis vos, don Rusty. ¿Cien?

*****

Al cabo de algunos minutos de una marcha forzada que alzaba una nube de polvo, los gritos de los decuriones y centuriones se detuvieron por fin y desplegaron en línea al regimiento de Wyzima. Jarre, jadeando y tomando aliento como un pez, vio al voievoda de Bronibor desfilando a lo largo del frente con su hermoso alazán cubierto con placas de armadura. El mismo voievoda también estaba vestido con una armadura completa. Su armadura estaba cubierta de líneas azules, gracias a las cuales Bronibor tenía el aspecto de una enorme caballa.

—¿Qué tal estáis, soldados?

Las filas de piqueros respondieron con un rugido que resonó como un trueno lejano.

—Os estáis tirando pedos —constató el voievoda, haciendo girar su armado caballo y conduciéndolo al paso a lo largo del frente—. Es decir, que estáis bien. Porque si estuvierais mal, no os peeríais a media voz, sino que gritaríais y aullaríais como condenados. Por vuestras caras veo que os morís por entrar en batalla, que soñáis con la lucha, ¡que ya no podéis aguantar las ganas de véroslas con los nilfgaardianos! ¿Eh, soldados de Wyzima? ¡Entonces tengo una buena noticia para vosotros! Vuestros sueños se van a cumplir en un instante. En un corto, pequeño instante.

Los piqueros murmuraron de nuevo. Bronibor, llegándose hasta el final de la línea, se dio la vuelta, siguió hablando, golpeando con su bastón la adornada bola de su silla.

—¡Habéis tragado polvo, infantes, marchando detrás de los caballeros armados! Hasta ahora, en vez de gloria y botín habéis estado oliendo mierda de caballo. Poco ha faltado para que incluso hoy, cuando se ha tenido gran necesidad, no hayáis llegado al campo de la gloria. ¡Pero lo habéis conseguido, os felicito de todo corazón! Aquí, en esta aldea de cuyo nombre no quiero acordarme, mostraréis por fin lo que valéis como soldados. Esa nube que veis en el campo es la caballería nilfgaardiana, que pretende destrozar a nuestro ejército con un ataque por el flanco, empujarnos y hundirnos en los pantanos de ese río de cuyo nombre tampoco consigo acordarme. A vosotros, famosos piqueros wyzimos, os ha correspondido por voluntad del rey Foltest y del condestable Natalis el honor de defender el hueco que ha surgido en nuestras filas. Cerrad ese hueco con vuestros propios pechos, por así decirlo, detened la carga nilfgaardiana. Os alegráis, ¿no, camaradas? ¿Os embarga el orgullo?

Jarre, apretando el asta de su pica, miró a su alrededor. Nada apuntaba a que los soldados estuvieran contentos ante la perspectiva de la cercana lucha, y, si les embargaba el orgullo por el honor de cerrar el hueco, lo sabían esconder muy bien. Melfi, que estaba a la derecha del muchacho, murmuraba una oración por lo bajo. A su izquierda, Deuslax, optimista profesional, se sorbía los mocos, maldecía y tosía nerviosamente.

Bronibor dio la vuelta al caballo, se enderezó en la silla.

—¡No lo oigo! —bramó—. He preguntado si os embarga el puto orgullo.

Esta vez los piqueros, no viendo otra salida, rugieron al unísono que les embargaba. Jarre también gritó. Si todos, pues todos.

—¡Bien! —El voievoda detuvo al caballo ante el frente—. ¡Y ahora me vais a formar aquí como es debido! Centuriones, ¿a qué esperáis, su puta madre? ¡A formar un tetrágono! ¡La primera fila de rodillas, la segunda de pie! ¡Clavad las picas! ¡No por ese lado, idiota! ¡Sí, sí, a ti te lo digo, cabrón peludo! ¡Más arriba la punta, arriba, abuelo! ¡Apretaos, juntaos, acercaos, hombro con hombro! ¡Ah, ahora tenéis un aspecto imponente! ¡Casi como si fuerais un ejército!

Jarre se encontró en la segunda fila. Apoyó con fuerza la base de la pica en la tierra, apretó el asta en sus manos sudorosas por el miedo. Melfi barboteaba confusamente, repetía diversas palabras que se referían principalmente a los detalles de la vida íntima de los nilfgaardianos, los perros, las perras, los reyes, condestables, voievodas y las madres de todos ellos.

La nube iba creciendo en el campo.

—¡No os tiréis pedos ni chirriéis los dientes! —gritó Bronibor—. ¡El pensamiento de que podáis asustar con esos ruidos a los caballos nilfgaardianos es falso! ¡Que aquí nadie se haga ilusiones! Quienes avanzan hacia nosotros son la brigada Nausicaa y la Séptima daerlana, estupendas, bruñidas, un ejército bien entrenado. ¡A éstos no se los puede asustar! ¡No se los puede vencer! ¡Hay que matarlos! ¡Más arriba esas picas!

Desde lejos les llegaba el sonido de los cascos, todavía bajito pero cada vez más crecido. La tierra comenzó a temblar. En la nube de polvo, como si fueran chispas, comenzaron a brillar las hojas.

—¡Para vuestra puta suerte, wyzimos —gritó de nuevo el voievoda—, la pica normal de la infantería del tipo nuevo y moderno tiene veintiún pies de largo! Mientras que la espada nilfgaardiana es de tres pies y medio. ¿Sabéis contar, no? Sabed que ellos también saben. Pero cuentan con que no aguantaréis, que os saldrá vuestra verdadera naturaleza, que se confirmará y se verá que sois unos cágaos, unos cobardes y unos putos follaovejas. Los Negros cuentan con que os daréis la vuelta y os echaréis a correr y ellos os perseguirán por el campo y os cortarán las testas, las sienes y los cuellos, os cortarán confortablemente y sin esfuerzo.

«Recordad, capullos, que aunque el miedo les da a los talones una velocidad extraordinaria, no podréis huir de los caballos. Quien quiera vivir, a quien le gusten la gloria y el botín, ¡habrá de resistir! ¡Resistir con saña! ¡Resistir como un muro! ¡Y mantener las filas!

Jarre miró a su alrededor. Los ballesteros que estaban detrás de la linca de piqueros ya estaban haciendo girar sus manivelas, en el interior del tetrágono ya se veían las puntas de las bisarmas, las lanzas, las alabardas, las jabalinas, las gujas, las archas y los bieldos. La tierra temblaba cada vez más, en la negra pared de la caballería que se lanzaba hacia ellos parecía ya que se podían distinguir las siluetas de los jinetes.

—Mama, mamita —repetía Melfi con los labios tembloroso—. Mama, mamita...

—... tu puta madre —murmuraba Deuslax.

El tamborileo iba en aumento. Jarre quería lamerse los labios, pero no lo consiguió. La lengua había dejado de moverse normalmente, se le había quedado tiesa de una forma extraña y estaba seca como serrín. El tamborileo crecía.

—¡Apretaos! —gritó Bronibor, tomando la espada—. ¡Sentid los hombros de vuestro compañero! ¡Recordad que ninguno de vosotros está luchando solo! ¡Y que el único remedio contra el miedo que sentís es la pica en vuestra mano! ¡Listos para la lucha! ¡Las picas al pecho del caballo! ¿Qué vamos a hacer, soldados wyzimos? ¡Es una pregunta!

—¡Resistir! —gritaron al unísono los piqueros—. ¡Resistir como un muro! ¡Mantener las filas!

Jarre también gritó. Si todos, pues todos. De bajo los cascos de los caballos que venían derechos salpicaba la arena, la grava y las piedras. Los jinetes que cargaban aullaban como demonios, agitaban las armas.

Jarre se aferró a la pica, escondió la cabeza en el hombro y cerró los ojos.

*****

Jarre, sin dejar de escribir, expulsó con un brusco movimiento de su muñón a una avispa que estaba zumbando sobre el tintero.

El plan del mariscal Coehoorn quedóse en nada, su ataque por el flanco fue detenido por la heroica infantería de Wyzima al mando del voievoda de Bronibor, pagando con la su sangre de héroes. Y por el tiempo en que la infantería wyzima resistíase, comenzó Nilfgaard a desparramarse por el ala siniestra. He aquí que unos comenzaron a poner pies en polvorosa, otros andaban agrupándose para se mejor defender, rodeados como estaban por todos lados. Lo mismo al poco le sucedió al ala diestra, donde la bravura de enanos y condotieros al fin pudiera sobre la fuerza de Nilfgaard. Por todo el frente se alzó un gran grito de triunfo, y en los corazones de los caballeros reales entró un nuevo espíritu. Mientras que los nilfgaardienses perdieron el suyo, las manos les temblaron, y nuestros arqueros principiaron a asaetearlos como a gorrino.

Y comprendió el mariscal de campo Menno Coehoorn que la batalla estaba perdida, viendo cómo morían y se dispersaban a su alredor las brigadas.

Y se allegaron entonces a él los oficiales y caballeros a ofrecerle los sus frescos y descansados caballos, clamándole que huyera para salvar la vida. Mas impávido latía el corazón en el pecho del nilfgaardiense mariscal. «No es digno», gritó, rechazando la rienda que se le ofrecía. «No es digno que como cobarde hubiera de escapar del campo en el que bajo mi mando han caído por el imperio tan muchos buenos hombres». Y añadió el bravo Menno Coehoorn...

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