Read La dama del lago Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (43 page)

BOOK: La dama del lago
3.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sus palabras las ahogaron los gritos, los chasquidos y el cloqueo de los caballos. Aubry de pronto se dio cuenta de lo estúpido de las órdenes que había traído. De lo poco que aquellas órdenes significaban para Barclay Els, para Julia Abatemarco, para todo aquel tetrágono de enanos que estaba bajo la enseña dorada con los martillos agitándose por encima del negro mar que los rodeaba, de los nilfgaardianos que los atacaban por todos lados.

—Me he retrasado... —balbuceó—. He llegado demasiado tarde...

La Dulce Casquivana bufó. Barclay Els sonrió.

—No, cornetilla —dijo—. Son los nilfgaardianos los que han venido demasiado pronto.

*****

—Felicito a las señoras, y a mí mismo, por el éxito en la operación de los intestinos delgado y grueso, la esplenectomía, el haber cosido el hígado. Les llamo la atención acerca del tiempo que nos ha llevado el eliminar las consecuencias de lo que a nuestro paciente le hicieron en la batalla en apenas unas décimas de segundo. Les recomiendo esto como material para reflexiones filosóficas. El paciente ahora nos lo va a coser doña Shani.

—¡Pero yo jamás he hecho esto, don Rusty!

—Alguna vez hay que empezar. Rojo con rojo, amarillo con amarillo, blanco con blanco. Cose así, y seguro que sale bien.

*****

—¿Que qué? —Barclay Els se rascó la barba—. ¿Pero qué me dices, cornetilla? ¿Hijo menor de Anselmo Aubry? ¿Que en estando aquí, nada hacemos? ¡Nosotros, la puta de su madre, ante el ataque ni meneamos el culo! ¡No cedimos ni un paso! ¡Nuestra no es la culpa si ésos de Brugge no han atacado!

—Mas las órdenes...

—Me importan un güevo las órdenes...

—¡Si no cerramos los huecos —gritó más que él la Dulce Casquivana—, los Negros romperán el frente! ¡Romperán el frente! ¡Ábreme las filas, Barclay! ¡Atacaré! ¡Cruzaré!

—¡Os acogotarán antes de que lleguéis al estanque! ¡Moriréis para nada!

—Entonces, ¿qué propones?

El enano blasfemó, se quitó el yelmo de la cabeza, lo lanzó al suelo. Tenía los ojos rabiosos, enrojecidos, horribles.

Chiquita, asustada por los gritos, tiró hacia abajo la cabeza todo lo que le permitían los arreos.

—¡Traedme aquí a Yarpen Zigrin y a Dennis Cramer! ¡En un pispas!

Los dos enanos salían de la lucha más cruenta, estaba claro a primera vista. Ambos estaban cubiertos de sangre. El guantelete metálico de uno de ellos mostraba las huellas de un corte que hasta había levantado la punta de la chapa. El segundo tenía la cabeza envuelta en un trapo a través del que se filtraba la sangre.

—¿Estás bien, Zigrin?

—Me pregunto —jadeó el enano— por qué todos lo preguntan.

Barclay Els se dio la vuelta, halló con la vista al corneta y clavó en él sus ojos.

—¿Y entonces, hijo menor de Anselmo? —graznó—. ¿Ordenan el rey y el condestable que vayamos allí y les ayudemos? Pues abre entonces bien los ojos, cornetilla. Vas a tener cosa que ver.

*****

—¡Mierda! —bramó Rusty, alejándose bruscamente de la mesa y agitando la mano con el escalpelo—. ¿Por qué? ¡Maldita sea! ¿Por qué ha de ser así?

Nadie le respondió. Marti Sodergren tan sólo abrió los brazos. Shani inclinó la cabeza, Iola respiró hondo.

El paciente que acababa de morir miraba hacia arriba y tenía los ojos inmóviles y vidriosos.

*****

—¡Golpea, mata! ¡A joder a esos hijos de puta!

—¡A mi altura! —gritó Barclay Els—. ¡Al mismo paso! ¡Mantened las filas! ¡Y el grupo! ¡El grupo!

No me van a creer, pensó el corneta Aubry. Nadie me creerá cuando lo cuente. Este tetrágono está zafándose de un asedio completo... Rodeados por todas partes por la caballería, rasgados, rajados, golpeados y aguijoneados... Y este tetrágono avanza. Avanza, al mismo paso, en formación cerrada, escudo junto a escudo. Avanza, pisando cadáveres, empuja frente a sí a la división de élite Ard Feainn... Y avanza.

—¡Atacad!

—|A1 mismo paso! ¡Al mismo paso! —gritó Barclay Els—. ¡Mantened las filas! ¡La canción, su puta madre, la canción! ¡Nuestra canción! ¡Adelante, Mahakam!

De las gargantas de miles de enanos salió la famosa canción de guerra de Mahakam.

¡Hooouuu! ¡Hooouuu! ¡Hou!

¡Aguarda, colega,

que os daremos una buena!

¡La zajurda se irá al cuerno,

no quedará ni el güeso!

¡Hooouuu! ¡Hooouuu! ¡Hou!

—¡Atacad, Compañía Libre! —Entre el enorme rugido de los enanos surgió, como la fina hoja de una misericordia, la aguda voz de soprano de Julia Abatemarco. Los condotieros, saliendo de entre las filas, se lanzaron a detener a la caballería que atacaba al tetrágono. Era este movimiento algo verdaderamente suicida: contra los mercenarios, faltos de la protección de las alabardas, picas y paveses de los enanos, se lanzó toda la potencia del ataque de los nilfgaardianos. El estruendo, los aullidos y los relinchos de los caballos hicieron que el corneta Aubry se encogiera inconscientemente en su silla. Alguien le golpeó en la espalda, sintió cómo junto con su yegua, a la que estaba abrazado, se movió en dirección al mayor de los barullos y la masacre más terrible. Apretó con fuerza el mango de su espada, que le pareció de pronto resbaladizo y extrañamente incómodo.

Al cabo de un instante, empujado al otro lado de la línea de escudos, rajaba ya a su alrededor como un poseso y peleaba como un poseso.

—¡Otra vez! —escuchó el salvaje grito de la Dulce Casquivana—. ¡Un esfuerzo más! ¡Aguantad, muchachos! ¡Atacad, matad! ¡Por el doblón como el sol de oro! ¡A mí, Compañía Libre!

Un jinete nilfgaardiano sin yelmo, con un sol de plata en la capa, se lanzó sobre las filas, de pie sobre los estribos, de un terrible hachazo tumbó a un enano protegido con un pavés, le abrió la cabeza a otro. Aubry se giró en la silla y cortó en horizontal. Un gran fragmento lleno de cabellos de la cabeza del nilfgaardiano salió volando, cayó a tierra. En aquel mismo instante también el corneta recibió un golpe en la cabeza y cayó de su silla. Entre tanta gente, no llegó de inmediato al suelo, sino que estuvo colgando durante unos segundos, lanzando un agudo grito, entre el cielo, la tierra y los flancos de dos caballos. Y, aunque estaba lleno de miedo, no pudo degustar largo rato el dolor.

Cuando cayó, los cascos de los caballos le aplastaron de inmediato el cráneo.

*****

Al cabo de sesenta y cinco años, al ser preguntada acerca de aquellos días, acerca del campo de Brenna, acerca del tetrágono que avanzaba hacia el estanque Dorado por encima de los cuerpos de amigos y enemigos, la viejecilla sonrió, arrugando aún más su cara, ya de por sí arrugada y oscura como ciruela pasa. Impaciente —o puede que sólo fingiendo impaciencia—, agitaba un brazo trémulo, huesudo, retorcido monstruosamente por la artritis.

—De forma alguna —murmuró— ninguna de las partes podía alcanzar ventaja. Nosotros estábamos en el centro. Rodeados. Ellos fuera. Y simplemente nos matábamos mutuamente. Ellos a nosotros, nosotros a ellos... Cof, cof, cof... Ellos a nosotros, nosotros a ellos...

La viejecilla controló con esfuerzo un ataque de tos. Los oyentes que estaban más cerca advirtieron en su mejilla una lágrima que buscaba afanosamente su camino por entre las arrugas y las antiguas cicatrices.

—Eran tan valientes como nosotros —murmuró la abuelilla, aquélla que antes había sido Julia Abatemarco, la Dulce Casquivana de la Compañía Libre de condotieros—. Cof, cof... Éramos igualmente valientes. Nosotros y ellos.

La viejecilla guardó silencio. Largo rato. Los oyentes no la apremiaron, viendo cómo se sonreía con sus recuerdos. Con su gloria. Con los rostros difuminados por la niebla del olvido de aquéllos que sobrevivieron gloriosamente. Para que luego los matara el aguardiente, los narcóticos y la tuberculosis.

—Éramos igualmente valientes —terminó Julia Abatemarco—. Ninguna de las partes tenía fuerza para ser más valiente. Pero nosotros... nosotros conseguimos seguir siendo valientes un minuto más que ellos.

*****

—¡Marti, te lo pido, danos un poquito más de esa tu maravillosa magia! ¡Un poquito más, aunque no sean más que cien gramos! ¡Este pobre desgraciado tiene en la tripa un enorme estofado, para colmo aderezado con multitud de aros de cota de malla! ¡No puedo hacer nada si se me sigue revolviendo como pez fuera del agua! ¡Shani, maldita sea, sujeta el gancho! ¡Iola! ¿Estás dormida, joder? ¡Aprieta! ¡Aprieeeta!

Iola respiraba pesadamente, tragaba con esfuerzo saliva de la que tenía llenos los labios. Me voy a desmayar, pensó. No lo aguanto, no resistiré esto más, este hedor, esta horrible mezcla de olores de sangre, vómitos, excrementos, orina, del contenido de los intestinos, de sudor, miedo y muerte. No aguantaré más estos gritos continuos, estos aullidos, estas manos ensangrentadas y viscosas tendidas hacia mí, como si de verdad fuera yo su salvación, su huida, su vida... No aguantaré el sinsentido de lo que estamos haciendo aquí. Porque esto es un sinsentido. Un enorme, tremendo e insensato sinsentido.

No aguantaré el esfuerzo y el cansancio. Siguen trayendo a más... y más...

No lo resistiré. Vomitaré. Me desmayaré. Quedaré en ridículo...

—¡Pañuelo! ¡Tampón! ¡Pinzas intestinales! ¡Ésas no! ¡Las de menor pinza! ¡Cuidado con lo que haces! ¡Si te equivocas otra vez, te daré un palo en esa cabeza pelirroja tuya! ¿Me oyes? ¡Te daré en tu cabeza pelirroja!

Gran Melitele, ayúdame. Ayúdame, diosa.

—¡Mira, mira! ¡Se arregla todo al punto! ¡Una pinza más, sacerdotisa! ¡Una pinza vascular! ¡Bien! ¡Bien, Iola, sigue así! Marti, límpiate los ojos y la cara. Y a mí también...

*****

De dónde sale este dolor, pensó el condestable Juan Natalis. ¿Qué es lo que me duele tanto?

Aja.

Los puños apretados.

*****

—¡Acabemos con ellos! —gritó, al tiempo que se secaba las manos, Kees van Lo—. ¡Acabémoslos, señor mariscal! ¡La línea se está rompiendo, ataquemos! ¡Ataquemos sin vacilar y, por el Gran Sol, se romperán! ¡Se desharán!

Menno Coehoorn se mordía una uña con nerviosismo, y al darse cuenta de que le estaban mirando se sacó rápidamente el dedo de la boca.

—Ataquemos —repitió Kees van Lo, tranquilo, ya sin énfasis—. La Nausicaa está lista...

—La Nausicaa tiene que estar —dijo Menno con brusquedad—. La daerlana también tiene que estarlo. ¡Señor Faoiltiarna!

El caudillo de la brigada Vrihedd, Isengrim Faoiltiarna, llamado el Lobo de Acero, se dio la vuelta hacia el mariscal con su terrible rostro deformado por una cicatriz que le corría desde la frente, pasando por las cejas, la nariz y la mejilla.

—Atacad —señaló Menno con su bastón—. En las filas de Temería y Redania. Allí.

El elfo le saludó. Su rostro deformado no tembló siquiera, sus grandes y profundos ojos no cambiaron de expresión.

Confederados, pensó Menno. Aliados. Luchamos juntos. Contra un enemigo común.

Pero yo no los entiendo, a los elfos éstos. Son tan extraños. Tan diferentes.

*****

—Curioso. —Rusty intentó limpiarse el rostro con el codo, pero también tenía el codo lleno de sangre.

Iola se apresuró a ir en su ayuda.

—Interesante —dijo el cirujano, señalando al paciente—. Pinchado con un bieldo o con algún tipo de bisarma de dos dientes... Cada diente del arma le atravesó el corazón, oh, mirad aquí. El ventrículo atravesado sin remedio, la aorta casi separada... Y todavía hace un momento estaba respirando. Aquí, sobre la mesa. Atravesado por el mismo corazón, vivió hasta llegar a la mesa...

—¿Decir queréis —preguntó sombrío un oficial de la caballería voluntaria— que murió? ¿Que vanamente de la lucha lo sacamos?

—Nada nunca es vanamente. —Rusty no bajó la mirada— honor a la verdad, sí, se ha muerto, por desgracia. Exitus. Llevaos… Eh, joder... Tened cuidado, muchachas.

Marti Sodergren, Shani y Iola se inclinaron sobre el cuerpo. Rysty le cerró los párpados al muerto.

—¿Habíais visto antes algo así?

Las tres se echaron a temblar.

—Sí —dijeron las tres a la vez. Se miraron la una a la otra, como un poco asombradas.

—Yo también lo he visto —dijo Rusty—. Es un brujo. Un mutante. Esto podría explicar por qué se mantuvo vivo tanto tiempo... ¿Era vuestro compañero de armas, señores? ¿O lo habéis traído por casualidad?

—Nuestro amigo era, señor médico —confirmó triste otro voluntario, un grandullón de cabeza vendada—. Del nuestro escuadrón, tan voluntario como nosotros. ¡Ah, maestro era en el arte de la espada! Llamábase Coén.

—¿Y era un brujo?

—Lo era. Mas aparte deso, buen compadre era.

—Ja —suspiró Rusty al ver a cuatro soldados trayendo sobre una capa rasgada y goteando sangre a otro herido más, muy joven a juzgar por lo agudo que gritaba—. Ja, una pena... Con gusto le haría una autopsia a este aparte deso buen compadre brujo. Pues la curiosidad quema y se podría hasta escribir una disertación si le pudiera ver las entrañas... ¡Mas no queda tiempo! ¡Fuera el cuerpo de la mesa! Shani, agua. Marti, desinfección. Iola, dame...

«Vaya, muchacha, ¿otra vez derramando lágrimas? ¿Qué pasa ahora?

—Nada, don Rusty. Nada. Ya está todo bien.

*****

—Me siento —repitió Triss Merigold— como si me hubiesen robado.

Nenneke estuvo largo tiempo sin responder, mirando desde la terraza al jardín del santuario, en el que las sacerdotisas y las adeptas se entretenían con los trabajos primaverales.

—Hiciste una elección —dijo al fin—. Elegiste tu camino, Triss. Tu propio destino. Voluntariamente. No es hora de lamentarse.

—Nenneke. —La hechicera bajó los ojos—. De verdad no puedo decirte nada más de lo que te he dicho. Créeme y perdóname.

—¿Quién soy yo para perdonarte? ¿Y qué ganarás con mi perdón?

—¡Pero si veo —estalló Triss— con qué ojos me miras! Tú y tus sacerdotisas. Veo cómo me hacéis preguntas con los ojos. ¿Qué haces aquí, maga? ¿Por qué no estás allí donde Iola, Eurneid, Katje, Myrrha? ¿Jarre?

—Exageras, Triss.

La hechicera miraba a lo lejos, al bosque que oscurecía detrás de los muros del santuario, al humo de lejanos fuegos. Nenneke guardaba silencio. Estaba también bastante lejos en sus pensamientos. Allí donde la lucha estaba en su apogeo y se derramaba la sangre. Pensaba en las muchachas a las que había enviado allí.

—Ellas —habló Triss— me rechazaron todo.

Nenneke guardaba silencio.

BOOK: La dama del lago
3.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Naked Came the Stranger by Penelope Ashe, Mike McGrady
2041 Sanctuary (Genesis) by Robert Storey
A Love of My Own by E. Lynn Harris
Border of the sun by Aditya Mewati
Song for Sophia by Moriah Denslea
Death by Exposure by Eric Walters