La Costa de los Mosquitos (27 page)

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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Ese mismo día, al regresar de El Acre, vimos la
Little Haddy
en el amarradero. Unos cuantos hombres transportaban bombonas de gas alargadas por el camino que conducía a «Niño Gordo» y otros empujaban barriles de petróleo rodando sobre troncos que hacían las veces de raíles.

Peewee soltó un chillido cuando vio a Padre. Estaba junto a «Niño Gordo», accionando una bomba de mano, trasvasando el contenido de uno de los barriles a una tubería. Lo que asustó a Peewee fue la máscara que llevaba. Era una máscara de gas, por razones de seguridad con un buen morro y unos enormes ojos de insectos. El barril tenía pintados una calavera y unas tibias.

—Siempre lleva eso cuando trabaja con veneno —dije.

La palabra veneno causó peor efecto a los niños Maywit que la máscara de insecto. Corrieron a su casa tapándose la boca.

Padre había tardado diez días en traer el amoniaco y el hidrógeno desde Trujillo hasta Jerónimo. Madre nos contó la historia de sus aventuras. Amenazas en el pueblo. Curiosos. Soldados hondureños acusándole de contrabando de explosivos. Discusiones y casi una pelea a puñetazos. ¿Cuántas flexiones de brazos es capaz de hacer? Problemas con los buitres. Dificultades en el río, sin suficiente profundidad en algunas partes. Rascando el fondo de la barca, perseguidos por zambus poco amistosos y por más buitres. Un viaje lento y peligroso. Llegada a Jerónimo arrastrando la quilla por el lecho del río.

Sólo había cuatro máscaras de gas: Padre, Haddy, Harkins y Francis Lungley. Debido a las emanaciones peligrosas, no nos permitieron acercarnos a «Niño Gordo» hasta haber terminado el trasvase del amoniaco y el hidrógeno, y sellado las tuberías. Padre trabajó toda la noche sin lámparas ni luz de fuego. La luna llena teñía el claro con un resplandor rosado lechoso, como madreperla, y «Niño Gordo» parecía un bloque de mármol oscuro, un monumento o tumba en la jungla.

Los cuatro hombres enmascarados entraban y salían de «Niño Gordo», y lo único que oíamos era el choque metálico de los barriles de acero y las bombonas de gas, y a Padre diciendo: «¡atención!» y «¡cuidado!» y «¡hágase a un lado!» y a los monos aulladores, a los que llamaban babuinos, su
gung
.

Padre estaba enormemente excitado por la mañana. Dijo que, si algo hubiera ido mal, habríamos volado hasta el cielo con la mitad del valle, llegando probablemente hasta Hatfield en pedacitos.

—Acabo de pasar las doce horas más peligrosas de toda mi vida —dijo.

—Me da la impresión de que también ha sido peligroso para nosotros —dijo Madre.

—Desde luego, pero como no lo sabíais, podíais dormir en santa ignorancia.

—Muy bonito —dijo Madre, y le dio la espalda.

—Yo soy el único que sabe aquí lo letal que es esa cosa. Tomé plena responsabilidad. ¿Tenía miedo? No, señora.

—¡Podías habernos matado!

—No os habríais enterado de nada. Te lo garantizo sin reservas. Os habríais disgregado en átomos, con la sonrisa en la cara.

—Gracias, hermano —dijo Madre.

—No te preocupes. Todo está sellado. De hecho, voy a encenderlo esta tarde. —Padre me vio escuchando en la puerta—. Deja de sonreír y extiende la noticia, Charlie. Quiero que venga a verlo todo el mundo.

—Por eso estoy aquí —dijo Padre después del almuerzo—. Por eso vine.

Estaba en pie junto al fogón de «Niño Gordo», con un puñado de cerillas en la mano. Mr. Haddy estaba a su lado, y los Maywit cerca, con sus niños de rostro gris. Clover y April estaban sentadas en el suelo con los zambus, Harkins y Peaselee en unos barrilitos, la Señora Kennywick en el sillón que había arrastrado desde Boca de Pantano. Había también unos cuantos extraños, mirando desde el otro lado de los campos de frijoles.

—Apuesto a que todavía no saben para qué sirve esto —dijo Padre.

—Para cocinar —dijo Mr. Haddy, sacando los dientes.

—Nada de adivinanzas —dijo Padre—. Ya vieron a Lungley y Dixon meter esas cubetas de agua en el estante de dentro del monstruo. Ahora vamos a encender aquí un pequeño fuego con esta cerillita.

—Máquina de vapor. Sala de calderas —bromeó Mr. Haddy para apaciguar a los nerviosos.

—¡Cierre el pico! Pero no se aleje. No se lo va a creer.

Indicó a Peewee que se acercase y dijo que, puesto que era la más joven, le tocaba encender el primer fuego.

—Cuando los demás nos hayamos muerto, tú seguirás por aquí, Peewee. Podrás contarles a tus nietos que estabas aquí este día histórico. Diles que tú encendiste el fuego.

Padre encendió una cerilla frotándola contra el fondillo de los pantalones y mostró a Peewee dónde ponerla. En el fogón había unas ramitas. Peewee acercó la cerilla y se encendieron.

Los zambus se taparon las orejas con las manos, Mamá Kennywick hinchó los mofletes y Mr. Maywit dijo «no importa». Durante varios minutos no se oyó más ruido que el crepitar del fuego. Los pájaros e insectos de Jerónimo estaban callados. La gente retenía el aliento, y sus rostros se cubrieron del brillante sudor de la espera.

Se oyó un simple
glup
dentro de «Niño Gordo», como si entrara líquido en la rolliza burbuja de una tubería, y todos nos movimos, volviéndonos del fuego al lugar donde se escuchó el
glup
en la zona central de «Niño Gordo». Oíamos la respiración de los demás.

—¡Uf! —Mr. Haddy se lamió los labios.

—Ya va llegando —dijo Padre.

Más chapoteos, y temblor de tubos, y crujidos de depósitos inflamándose la impresión, anunciada por apagadas infiltraciones de que el vientre de «Niño Gordo» se soltaba. No era un sonido claro, sino más bien una vibración en la planta y en torno a ella. El suelo zumbaba bajo nuestros pies. El líquido se movía, siempre en ascenso; hubo un impulso final que desaceleró las vibraciones, y la planta entera pareció agitarse. La jungla circundante murmuraba al mismo ritmo, como el palpitar de una vena en la cabeza a medida que progresa un poderoso movimiento intestinal.

—Sale una rareza de la chimenea —dijo Mr. Maywit.

—Humo —dijo Padre.

—Ya no le duele la barriga —susurró Drainy.

—Esto va a tomar cierto tiempo —dijo Padre—. Que todo el mundo se ponga cómodo. Siéntense donde están y dejen correr sus pensamientos. Pero no piensen ni en guerras ni en locuras.

—En eso precisamente estoy pensando —dijo Mamá Kennywick.

La Señora Maywit dirigió sus ojos hacia Padre y dijo:

—¿Podemos rezar?

—Si sienten necesidad, adelante. Pero, sinceramente, preferiría que no lo hicieran, porque entonces tomarían esto por un milagro, cosa que no es, en lugar de tomarlo por un ejemplo, muchas veces ampliado, de termodinámica, lo que sí es.

Pero vi por la expresión de sus rostros y por sus posturas que todos rezaban. Se sentaban encogidos, con los cuellos hundidos en los hombros, como pájaros en la lluvia.

Padre cebaba el fuego de vez en cuando. Pero no había que echar mucho combustible; era un fuego pequeño, y, desde que empezaron los silbidos y las chupadas, lo mantenía bajo.

—Aquí es donde pasa todo —decía Padre—. ¡Este es el centro del mundo! No tienen que ir a ninguna parte, ¡están donde ocurren las cosas!

Así transcurrió media hora. Entonces Padre se calló y subió por la escalera de mano. Observó el termómetro que sobresalía y pareció bastante satisfecho. Quince minutos más, dijo, y cuando pasaron, subió otra vez por la escalera y se metió por la escotilla.

—Espero que no haya que sacarle a pedazos —dijo Mr. Haddy.

Algunos sisearon, y Mr. Haddy y otros miraron a Madre.

—Allie sabe lo que hace —dijo ella—. Y ahí sale.

La cabeza de Padre asomaba por la escotilla. Hizo una mueca, difícil de juzgar por lo alto que estaba. Saludó agitando una mano. Llevaba en ella una bola blanca, como un manojo de algodón.

—¿Qué tiene Padre en la mano?

Padre estaba gritando.

—¿Es que no han visto en su vida una bola de nieve?

La lanzó y se aplastó sobre la hierba, más blanca que las plumas de una garza.

Corrimos a tocarla y, cuando la tocamos, sintiendo el pinchazo de sus cristales, empezó a desaparecer. Pero para entonces Padre, triunfante, empezaba a sacar pasteles de hielo.

15

En aquella sección del río, más estrecha y menos profunda que cualquier otra de las que había conocido —veinte millas de río, antes de que las montañas y la selva lo retorcieran hasta convertirlo en un arroyuelo—, la gente se arrodillaba en las orillas y nos saludaba y rezaba. Para entonces, ya sabían quiénes éramos y qué llevábamos. Las noticias sobre «Niño Gordo» se habían extendido por todo el valle del río.

—¿Alguno de ustedes desea un refresco? —gritaba Padre a las gentes de la orilla que nos tomaban por misioneros.

A Mr. Haddy aquella pregunta le hacía mucha gracia y se reía entre dientes cada vez que Padre la hacía. Así que, pasado el tiempo, incluso en las regiones deshabitadas del río, Padre cruzaba su mirada con la de Mr. Haddy y chillaba «¿Alguno de ustedes desea un refresco?», y el hombre se reía.

Pero tanto arrodillarse y tanto respeto acabaron por entristecer a Padre.

—¡Los muy idiotas creen que hemos hecho todo este camino para enchufarles la Biblia!

Éramos cinco en la barca: aparte de Padre, Mr. Haddy y yo, venían Clover y Francis Lungley. No era la
Little Haddy
. Nuestra nueva barca, construida en las semanas posteriores al inicio de la producción de hielo de «Niño Gordo», era una adaptación de una piragua pipanto, puntiaguda como una aguja, ancha de vientre y de fondo casi plano. Estaba propulsada por un mecanismo a pedales que movía una rueda a popa, como las Barcas Cisne del jardín Público de Boston. Debido a su forma y a su cargamento, Padre la bautizó con el nombre de
Carámbano
.

Con excepción de los pedales y los piñones, y parte de la cadena (pertenecientes a la bicicleta de Mr. Harkins —«¡He canibalizado su Raleigh!», decía Padre—), el mecanismo de propulsión estaba construido en la forja de Jerónimo, y determinadas piezas pequeñas eran obra de los dientes muerde-alambres de Drainy Maywit. «¡Este crío es un micrómetro humano!» En mitad de la embarcación, Padre había instalado una bóveda con balancines laterales para almacenaje de hielo. Había dos asientos delante y dos a popa, uno detrás de otro, frente a la cabina del encargado de pedalear, cabina que Padre llamaba «El Pozo de los Deseos», porque todo el que ocupaba ese lugar deseaba estar en otra parte. Francis pedaleaba río arriba. Era una barca perfecta para la zona alta del río. Padre se jactaba constantemente de que flotaba tan bien que podía ir incluso por tierra con tal de que hubiera un poco de rocío en la hierba.

—Esta gente no ha visto en su vida una lancha como ésta —dijo Mr. Haddy.

—Bromea —dijo Padre—. Han visto de todo. Viajar por el río es fácil. Esto parece una autopista. Los misioneros llevan años subiendo y bajando por aquí en canoas. Francamente, este aparato no me parece gran cosa.

—Le diré algo —gritó Mr. Haddy desde popa, donde estaba sentado detrás de Clover—. ¡Ellos no llevan hielo!

—Eso es una simple conjetura...

Francis Lungley chilló de risa al oír la palabra.

—... el caso es que pasaron por aquí.

Mr. Haddy se encogió de hombros. Llevaba puesto uno de los sacos de harina «La Rosa» que Madre había convertido en camisa. En su espalda decía «Enriquecida con vitaminas».

—Quiero penetrar hasta donde nunca hayan llegado —dijo Padre.

Había mariposas azules danzando entre las ramas parecidas a los helechos que pendían sobre el río. El ruido que hacíamos las sobresaltaban. El murmullo y el chapoteo de nuestra rueda a pedales sonaba como una lavadora enjabonando la ropa. Yo reconocía algunos de los pájaros que se veían en los árboles, el arrendajo y el carpintero de pico de marfil, las cacatúas y los crascos, y conocía el canto de los que se ocultaban, el repentino bocinazo del pequeño pava, los gritos de la codorniz de bosque y el trueno de contrabajo del pavo silvestre. Esos mismos pájaros vivían cerca de nuestro campamento de El Acre, que seguía siendo el lugar secreto donde nos escondíamos de Padre, su trabajo y sus parlanchinas ambiciones.

—Quiero llevar un cargamento de hielo al rincón más caliente, más oscuro y más desagradable de Honduras, donde rezan por el agua y nunca ven hielo y jamás han oído hablar de latas, por no mencionar las latas de aerosol.

—Pues Sevilla es así —dijo Francis Lungley, meneando la cabeza mientras pedaleaba.

También él llevaba una camisa «La Rosa». La suya decía «Molino Harinero» y «45.36 Kgs Netos».

—Sevilla es una porquería, eso seguro.

Nos estaba prometiendo Sevilla desde el momento mismo en que oyó a Padre pedir el lugar más pobre que pudiera imaginarse. Aquel asunto había dado pie a una de las primeras discusiones de Jerónimo. Mr. Haddy, Mr. Harkins y Mr. Peaselee querían llevar el hielo río abajo a Santa Rosa o a Trujillo. Padre preguntaba qué sentido tenía eso. A esos puertos llegaban barcos grandes, y los pueblos tenían más electricidad de las que les convenía.

—Ustedes sólo quieren impresionar a sus amigos. No, vamos río arriba.

Entonces fue cuando Francis Lungley dijo que había estado una vez en Sevilla, lo más río arriba que podía llegarse. Mr. Haddy y los otros dijeron que ellos no iban a un lugar apestoso y lleno de cagadas de murciélago, donde la gente no respetaba nada y probablemente tenía rabo. Pero a Padre le interesó. Francis dijo que había estado a punto de morir dos veces allí, primero de miedo y después de hambre. Era un pueblo que se caía a pedazos, donde la gente comía tierra y parecían monos; al menos eran tan feos como los monos. Tenían pelo de rata y en su mayor parte iban desnudos. Ni siquiera eran cristianos.

—Eso suena al lugar que yo quiero —dijo Padre.

Entonces, Mr. Haddy declaró que estaba de acuerdo y dijo que sí, que los paganos eran los mejores pescadores y los remeros más fuertes, y «esos chicos saben lo que es trabajar, eso seguro».

Pero a medida que chapoteábamos río arriba (monos a la derecha, quincayús a la izquierda), Padre iba diciendo:

—Me cuesta creer que no haya aparecido nunca un misionero para comprarles las almas con Bimbo y queso para untar en latas de spray y cajas de Arroz-que-no-se-pasa.

Observó a un mono subido a una rama.

—Tigretones.

Pasamos de largo. Volvió la cabeza para mirar al mono.

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