Éramos felices y estábamos ocultos. Desde el río, lo único que se veía de Jerónimo eran la cabeza cuadrada de «Niño Gordo», su sombrero de latón y su chimenea humeante.
—¡Poca visibilidad! —decía Padre—. No quiero que me asedien misioneros ridículos en lanchas motoras, dispuestos a subir hasta aquí para rezumarnos Escrituras por encima.
Estábamos en noviembre, y el tiempo era como en Hatfield en julio, y Jerónimo era nuestro hogar. Y, para conseguirlo, decía Padre, nadie había tenido que decir una oración ni rendir su alma ni jurar fidelidad ni marcar una Biblia ni izar una bandera. No habíamos contaminado el río. Habíamos preservado la ecología de la Costa de los Mosquitos. Y todo, porque habíamos depositado nuestra confianza en «un yanqui con la manía de terminar las cosas él mismo». Decía a menudo que, de no ser por la criminalidad de corbata y la estupidez y el dólar que valía veinte centavos, habría hecho lo mismo en Hatfield, Massachusetts.
Todo ello se veía claro desde la Galería, que acababa de bambolearse con el temblor de tierra y donde Padre decía «si tuviera la ferretería, ¿saben ustedes lo que haría?».
Los otros seguían grises de miedo y no respondieron.
—¿Qué harías, Allie? —preguntó Madre.
—Perforaría.
Eligió a los Maywit y a la Señora Kennywick como destinatarios de sus palabras, porque eran los que habían rezado más intensamente y, en cierto modo, seguían temblando.
—Un agujero como los que hacen en el Canal de Santa Barbara o en el Mar del Norte. Los barrenos de diamante, la plataforma gigante, todo el aparejo de perforación. Perforaría... ¿cuánto?... cuatro o cinco mil pies y aprovecharía los recursos energéticos que tenemos ahí abajo —pateó el suelo de la Galería—. Igual que sus chicleros aprovechan el chicozapote. El mismo principio.
—Y me hará un bonito gorro de lluvia, Padre —dijo la Señora Kennywick, pero su voz delataba que seguía pensando en el temblor de tierra.
—El retumbo me lo recordó. ¿Por qué no hay ningún otro que saque las consecuencias? Miren, el error que cometen al perforar es que pierden una oportunidad de oro. Tienen toda la ferretería, pero, en cuanto el petróleo empieza a salir, lo bombean hasta que no queda nada y hacen otro agujero. ¡Y luego hablan de tontos y de miopes!
—Pero Padre no hace esa tontería —dijo Mr. Maywit a Madre, como si supiera lo que se le venía encima.
Parecía asustado, o quizá sólo me lo pareció a mí, porque sabía que su verdadero nombre era Roper.
—Yo lo dejaría derramarse —dijo Padre— y seguiría perforando. Pasaría la pizarra, alargaría el barreno, pasaría el granito, lo alargaría más, y penetraría en los intestinos de la Tierra.
—¡Uf! —exclamó Mr. Haddy—. Eso sí que es sperimento, eso seguro.
—Ese temblor de tierra que acabamos de tener es una crepitación geológica, un pedo subterráneo de los intestinos de la Tierra ¡Ahí abajo hay gas! Agua supercalentada, vapor a presión... ¡todo el calor necesario!
—¿No hace ya bastante calor, Padre? —preguntó Mr. Peaselee.
Y Mr. Harkins dijo que hacía tanto calor que se salían las cagarrutas, aunque yo no comprendí en absoluto qué significaba eso.
—Papá no está hablando del tiempo —dijo Clover.
—Oigan a esa nenita —dijo Padre.
Todo el mundo miró a Clover. Ella se regodeó un buen rato bajo la mirada de los ojos acuosos.
—¡Energía geotérmica! No se rían. Sólo hay unos cuantos lugares en el mundo donde es practicable, y ustedes tienen la suerte de vivir en uno de ellos. Toda Centroamérica es un depósito de alta energía. Están en una falla... corteza fina, estratos sueltos. Oigan los volcanes. Están gritando, diciendo, ¡geotérmica ¡geotérmica!, pero nadie hace nada al respecto. Nadie parece comprender cómo el mundo moderno llegó a ser lo que es, nadie, excepto yo, y yo lo comprendo porque he contribuido a ello. Todos los demás se escapan, o persiguen una energía ruinosa y sucia, o rezan.
—Ya no estamos rezando —dijo la Señora Kennywick.
—¡Tienen la tierra prometida en el patio de atrás! Todo cuanto tienen que hacer es atravesar el parterre y barrenar la corteza y aprovechar el calor. Hemos llegado a la luna, pero no a la caldera del sótano. Escuchen, ¡aquí abajo hay energía suficiente para cocinar hasta el Día del juicio!
Tuve que sonreír. Sólo a Padre se le ocurriría pensar en cocinar perforando hasta el núcleo de la Tierra. «No costará ni cinco centavos», solía jactarse, «y piensen en los beneficios... un gran invento es una renta anual perpetua».
Padre estaba excitado por el temblor de tierra y por su idea, y contagiaba a los demás de la Galería con su entusiasmo y su optimismo, simplemente con esas dos cosas, porque estoy seguro de que no habían entendido una sola palabra de lo que había dicho.
—Veo una especie de conducto, una perforación —dijo—. Los barrenos descienden, la energía calorífica asciende. Ya he demostrado que puedo hacer hielo simplemente con tuberías conectadas y compuestos químicos y unas cuantas ramitas. Se necesitaba cerebro. Pero, oigan, cualquier tarugo puede cavar un agujero. ¿Por qué no lo hacemos nosotros? Hay una buena razón. No tenemos la ferretería. Todavía no. Hay ciertas cosas en el mundo que no se pueden hacer con bambú y tela metálica. Pero les diré algo más. Absorbiendo la energía geotérmica —quiero decir a escala gigantesca— podría acabar con estos temblores de tierra, o al menos robarles algo de fuerza. ¡Ya ven, estoy hablando simplemente de dominar un volcán!
Hacían muecas al oírle, y parecían ansiosos y dispuestos a coger cada uno una pala y ponerse a cavar donde él les dijera.
Todos menos Mr. Haddy. Este se levantó, se aclaró la voz y dijo:
—Es un buen sperimento pero gasta un montón de sesos. Mientras tanto, Lungley y yo queremos transportar algo de hielo por el Bonito abajo y Cubo-de-Pescado.
—Se mueren de ganas de impresionar a sus amigos, ¿no?
—No tengo amigos ahí abajo —dijo Mr. Haddy—. Pero puedo usar mi lancha como en los viejos tiempos, cargando y navegando. Este es mi trabajo, Padre.
—Me parece comprender que no le interesa la energía geotérmica.
—Interesarme sí, eso seguro. Pero, hombre, ese sperimento es cosa muy grande. ¡No tenemos tantos agujeros ni tantos palos!
—Todavía no —dijo Padre.
Mr. Haddy sacó los dientes y parpadeó como un conejo.
—¿Cuánto hielo quiere llevar río abajo?
—Par de cientos de libras. Dos-tres sacos.
—Casi no vale la pena —dijo Padre—. ¿Por qué no llevar una tonelada?
Mr. Haddy rió a carcajadas, sorprendido y aliviado.
—¡Hundiría mi vieja lancha!
—El hielo flota, Meloncete —Mr. Haddy se rió al oír la palabra—. Puede remolcarlo.
—¿Cómo hacemos eso?
—Llévese un iceberg.
—Icebergs y bola-canes —me dijo Mr. Maywit, pero lo bastante alto como para que Padre le oyera—. ¡Padre es hombre-milagro, sí señor! —Mr. Maywit parecía muy asustado.
Era el tipo de reto que divertía a Padre, algo grandioso y bien visible, una labor que era también un record. Estaba en contra de que Mr. Haddy llevara unos cuantos sacos de hielo a la costa, pero remolcar un iceberg, eso era otra historia.
Yo me había imaginado una pirámide con los lados sumergidos y la punta hacia arriba remolcada por la
Little Haddy
. Pero el iceberg de Padre tenía forma de huevo, tan alto como él mismo, para concentrar el frío y limitar la fusión. Calculaba que un solo bloque hecho de muchos bloques pequeños sólo se reduciría una tercera parte si lo llevaban flotando hasta Bonito Oriental, y en Cubo-de-Pescado todavía tendría aspecto de iceberg. No llegaría a la costa.
—Pero solo se trata de demostrar algo, no de cambiarle la vida a nadie. Veremos qué tal se le da.
Dijo a Madre que lo hacía fundamentalmente para remontar la moral.
—Me gusta concebir una idea y que nadie se ría. Se merecen un iceberg.
Mr. Haddy estaba muy orgulloso. El iceberg era su baladronada, y él capitanearía a los criollos en su transporte río abajo.
—Sólo obedezco órdenes —decía Padre—. Si Meloncete quiere un iceberg, lo tendrá.
Todos los otros trabajos se suspendieron. Se alimentó a «Niño Gordo» y se cebaron todas las bombas. Manteníamos a «Niño Gordo» ronroneando, pero sólo sacábamos hielo cuando lo necesitábamos para el almacén refrigerado donde conservábamos las gallinas muertas y los vegetales. «Somos una colonia perfectamente refrigerada», decía Padre. Pero la verdad era que hasta el momento el hielo no era necesario. Era una novedad, igual que la idea de la energía geotérmica. ¿Para qué perforar hasta una profundidad de cinco mil pies para llegar a los intestinos del volcán? Para proporcionar a «Niño Gordo» un suministro interminable de calor. Un proyecto justificaba al otro. Podíamos habernos arreglado sin ninguno de los dos, pero, como decía Padre, ¿por qué vivir como salvajes? «Robinson Crusoe terminó por regresar. ¡Pero nosotros nos quedamos!»
—Algún día —decía—, habrá aquí un conducto, autosellante y perenne, y toda esta planta refrigeradora funcionará por energía geotérmica. El hielo nos saldrá hasta por las orejas y no tendremos que cortar ni un pedazo de madera más. ¡Piensen en el futuro!
Eso fue el día en que hicimos el iceberg. Bombeamos agua dentro de «Niño Gordo» y mantuvimos el fogón lleno y escuchamos el silbido y el burbujeo de las tuberías. Padre corría arriba y abajo por el sendero de la orilla, donde los ladrillos de hielo iban tomando la forma de un iceberg ovalado.
—Es bonito y es gratis. A ver dónde encontraréis semejante combinación de virtudes.
Cada media hora congelábamos una hornada nueva de ladrillos, y a mediodía habíamos terminado; un gran iceberg blanco azulado yacía humeando y sudando en el barro, con un cabo de arrastre congelado en el centro. Tenía aproximadamente la forma de un Volkswagen Escarabajo, sólo que más grande, en una plataforma de troncos de bambú que primero se usó como trineo y después como balsa. No tuvimos dificultad alguna para botarlo. Se amarró el cabo de arrastre a la
Little Haddy
y el ruidoso motor bajó el hielo de la orilla al río. Los criollos —Harkins, Peaselee y Maywit— iban a proa y Mr. Haddy en la cabina; el hielo crujía, el bambú gemía y el agua cenagosa lo salpicaba todo.
De todos los objetos extraños que flotaron por aquel río selvático, aquél fue con mucho el más raro.
—Nuestro mensaje al mundo —dijo Padre—. Me encantaría ver la cara que ponen cuando esté al alcance de sus ojos, saliendo de la jungla más cálida, insalubre, abrasada y atestada de bichos de todo el hemisferio. Levantan la cabeza de su lavado de ropa. «¿Qué es eso?» «Eso es un bicho-de-hielo, Madre, ¡y viene paquí!»
—Creerán que es el fin del mundo —dijo Madre.
—Pero es el principio, Madre. Es la creación.
El iceberg, jorobado y tambaleante, dobló el recodo y desapareció. Los niños corrieron a Boca-del-Pantano para verlo una vez más. Madre se metió en la casa, y yo me encontré a solas con Padre en la orilla del río.
—Podía haber ido con ellos —dijo—, pero no quería aguarles la fiesta. Pueden quedarse con la gloria —miró atrás, a «Niño Gordo»—. Además, tengo que echarle un vistazo. Podría haberse sobrecalentado. Está lleno de veneno y de gas inflamable. Amoniaco e hidrógeno, Charlie. ¡Esos son sus jugos vitales! —se miró el muñón del dedo y añadió—: Pero todo gran invento conlleva algún peligro.
Vi que era mi oportunidad para contarle lo de El Acre. Allí no había peligro, aparte de las trampas que habíamos montado. Teníamos agua y comida y refugio. Pero temí lo que diría del árbol religioso y la escuela del colgadizo. Podía llegar a hacerme confesar que un día nos desnudamos todos y comparamos nuestros instrumentos. Se habría puesto más que furioso, o nos habría gritado y llamado salvajes. Así que no dije nada.
—Uno se siente un poco como Dios —susurró, mirando en derredor.
Llevaba la ropa empapada de sudor y hielo derretido. Tenía los dedos enrojecidos de manejar el hielo. Su pelo era largo, su rostro afilado como un hacha. Volvió sus ojos inyectados en sangre hacia mí y añadió, con el mismo susurro cansado e interrogante:
—Dios se divirtió haciendo cosas como icebergs y volcanes. Una pena que no terminase el trabajo. ¡Ja!
La
Little Haddy
regresó a Jerónimo al caer la noche. Mr. Haddy no cabía en sí de orgullo, pero terminó por confesar que el iceberg había empezado a romperse en Bonito Oriental. Lo habían soltado y dejado que la corriente arrastrara los fragmentos río abajo hasta la costa. Estaba un poco bebido porque en el colmado chino de Bonito habían cambiado algo de hielo por una calabaza de mishla.
Pero Padre sonreía al río, quizá imaginándose los ladrillos de hielo flotando hasta Santa Rosa y la gente señalando y pescándolos, presos de terror de sólo pensar que salían trozos de hielo de la jungla.
—Hoy ha sido un día de campo —dijo. No había costado nada y finalmente todos estábamos más satisfechos. Nos dijo que había abandonado los Estados Unidos para que pudiéramos pasar días como éste, trabajando juntos y poniendo en práctica nuestras ideas. Era algo en lo que siempre había soñado.
Esa noche, fuera de la Galería, los pájaros se callaron con el cenagoso crepúsculo, y los murciélagos empezaron a chirriar. Nos rodeaba un muro circular de aullidos de insectos. Una ligera brisa tomó fuerza en la oscuridad, rozando los árboles. Jugamos al Up Jenkins en el suelo de la Galería, iluminados por los relámpagos de calor que separaban las montañas del cielo nocturno.
—Ahora viene eso. Territorio indio. Vamos a llevarles una tonelada.
Pero, cuando señaló, los criollos y los zambus se aferraron a la barandilla de la Galería, temiendo otro temblor de tierra. Y Mr. Haddy, preocupado, sacó más que nunca sus dientes de conejo.
Padre no se fijó en ellos. Miraba fijamente las montañas en espera de otro relámpago. Llegó. Le iluminó el rostro.
—Uno se siente un poco como si fuera Dios —dijo.
De día, Jerónimo era nuestro: nuestro diseño, nuestros jardines, el traqueteo de nuestras bombas, la fragancia de almendras dulces de nuestros bambúes cortados, nuestras flores y nuestra mecánica. Hacía calor, pero el calor y la luz abrasaban los malos olores. Y siempre era de día cuando Padre decía:
—Declaro este lugar un éxito.
Jerónimo alcanzaba su temperatura más baja una hora antes del amanecer, como en esta ocasión, cuando estaba negro como el carbón y pegajoso, y tan silencioso que se oía el goteo de los árboles en el claro. Era extraño y completamente salvaje. Los olores de la jungla eran también más fuertes: el picante de las peludas enredaderas y los troncos retorcidos, el hedor de hojas llenas de savia y del río pudriéndose al pasar junto a nosotros.