El barco blanco se bamboleaba y cabeceaba todo entero en un mar negro y escarpado. Sentí que no podía seguir subiendo. Me agarré fuertemente y temí otra cosa: no ser capaz de bajar. Sólo podía caerme. Muchas millas más allá, sobre el agua blanqueada, una nube encapuchada y oscura atravesó como un demonio otras nubes de un amarillo andrajoso. Ya no sabía si los salivazos de agua que me golpeaban eran lluvia o espuma, pero sus impactos me asustaban y me helaban las manos.
—¡Atención! —era la voz del capitán por el megáfono. Me sorprendió oírla por encima del viento—. ¡Rodríguez y Santos, a cubierta de popal ¡Lleven sus chalecos salvavidas y un cabo! ¡Mister Fox, quédese donde está!
Pensé que se refería a mí y me aferré a los cables. Mi siguiente sensación fue ver a un negro subiendo por los obonques debajo de mí. Llevaba un chaleco salvavidas amarillo e iba arrastrando una cuerda. Hubo una cosa que me gustó: trepaba como yo lo había hecho, primero apoyándose con las espinillas y después sujetándose a los cables como una araña. Tenía los ojos abiertos de par en par y respiraba ruidosamente. Apareció justamente debajo de mí, me rodeó la cintura con los brazos y me sacó de donde estaba, sin decir una palabra. Después, pasó las piernas alrededor del obonque y se deslizó hacia abajo, transportándome colgado sobre el agua como si fuera un saco de pienso. La fuerza de su brazo y su olor a perro eran peores que la visión del mar espumeante debajo de nosotros. El negro me entregó a otro hombre que nos esperaba en cubierta, y éste me depositó cuidadosamente a los pies de Padre.
Mientras tanto, el capitán increpaba a Padre sin esperar respuesta. «¿Quién se cree que es?» y «¿Es que pretende matar al chico?» y «¡No hay derecho a...!».
Pero Padre se había cruzado de brazos. Desafiaba al capitán con una especie de sonrisa de sordo.
—¡Le falta un tornillo! —chilló el capitán.
Padre descruzó los brazos y adoptó un aspecto despreocupado.
—Si le apetece divertirse, ya tendrá tiempo, porque nos espera muy mala mar. Pero, si me vuelve a causar un problema como éste, le dejaré en San Juan. No lo olvide, Mister Fox —se volvió hacia mí y dijo—. Ha sido una verdadera tontería, Charlie. Creía que tenías más sentido común.
Padre no abrió la boca hasta que el capitán se hubo alejado. Entonces dijo:
—Si hubieras subido un poco más aprisa, no te habría visto. Por cierto, no llegaste hasta arriba.
—Cochino —susurró Jerry.
Entonces deseé haberme caído de los obonques al mar y haberme ahogado. Lo habrían sentido. A punto estuve de tirarme por la borda, pero una mirada al agua me asustó.
Aunque sólo eran las tres de la tarde, el cielo estaba gris como una manta, y las olas cubiertas de las virutas que se convertían en salivazos, moviéndose lenta y pastosamente por las cúspides rodantes. Me tambaleé, pero no se debía al miedo que pasé en los obonques. También Jerry y las gemelas se estaban tambaleando.
—A esta embarcación le ocurre algo —dijo Padre—. Mirad.
Cogió uno de los discos del tejo y lo depositó en cubierta boca abajo, sobre su lado brillante. Atravesó tembloroso la cubierta, golpeó un pescante y terminó estrellándose contra uno de los postes de la barandilla del costado.
—El barco sube y baja —dijo Jerry.
—Sólo baja —dijo Padre—. Está guiñando. Si se bambolease correctamente, el disco del tejo se deslizaría de vuelta. Pero se queda donde está.
—La cubierta está muy inclinada —dijo Clover.
—Se está escorando —dijo Padre. Levantó la vista hacia el puente y sonrió— Por eso está tan acalorado. ¿No quieres subir y preguntarle a tu amigo qué pasa?
Me hablaba a mí. Sacudí la cabeza. No me atrevía a enfrentarme al capitán después de lo que éste le había dicho a Padre sobre mi subida por los obonques. El capitán no comprendía que era un juego al que jugábamos con frecuencia Y, si lo hubiera hecho mejor, no habrían descubierto a Padre ni le habrían gritado.
—No quiere preguntarle al capitán —dijo Padre—. ¿Y vosotros, chavales? ¿Queréis subir y oír lo que tenga que decir?
—Prefiero preguntártelo a ti —dijo Clover.
—Buena chica.
Madre se acercaba por cubierta con un chubasquero amarillo, la mano en la barandilla.
—Un tripulante me acaba de decir que viene una tormenta —dijo—. Será mejor que entréis... ya hay bastante mar —me miró—. ¡Charlie, estás cubierto de grasa!
—Ha estado trepando por los obonques, por orden mía, y ha bajado por orden del capitán.
Madre miró a Padre, impotente y profundamente acongojada. Pensé que se iba a echar a llorar.
—No la tomes conmigo, Madre.
—Llévales adentro.
—El problema —dijo Padre— no es la tormenta, sino el barco. Me figuro que selló el compartimiento cuando se llenó. No pudo bombear el agua. ¿Sabes tú cuánto pesa un galón de agua, April?
—Ocho coma tres tres siete libras —chirrió April.
Clover esbozó un puchero.
—Estaba a punto de decirlo.
—Entre el peso de un compartimiento lleno y la mala mar, parte de la carga se ha desplazado. Si la bomba de babor se ha ido al garete, el capitán no puede equilibrar llenando o vaciando los depósitos de lastre. Es sobre todo un problema de bombeo. En definitiva, estamos escorados unos veinte grados. ¿Veis la cubierta? Está toda ella cuesta arriba. Serviría para esquiar —Padre me miró—. ¡Menudo capitán, no sabe ni llevar su barco derecho!
Los Spellgood estaban arrodillados cerca de la plataforma del torno que se había convertido en una iglesia al aire libre. Llevaban gorros de lluvia puntiagudos y, vistos en fila, parecían una cerca de estacas.
—¡Venid, hermanos y hermanas! —gritó el Reverendo Spellgood. Su cabello mojado se pegaba como una tira a su rostro atravesándole la nariz—. Orad un instante con nosotros. Orad para que se calmen las aguas.
—Esto no es nada —dijo Padre—. Se va a poner mucho peor. ¿Tan al sur? Probablemente un huracán, probablemente ya con nombre, como Mable o Jimmy.
—Orad entonces por el huracán —dijo el Reverendo Spellgood—. La respuesta es la oración.
Padre le pegó un bocinazo. Le dijo que hiciera algo práctico. Dijo que el barco estaba escorando veinte grados y guiñando.
—¡La oración es algo práctico! ¡La oración es un sello de correo aéreo en vuestra carta de amor a Jesús!
Pero Padre siguió soltando bocinazos y nos hizo traspasar a empujones la puerta de los camarotes.
—Gurney —dijo— es un hombre asustado. Su Biblia de pantalón vaquero tiene un siete en la culera. No sabe qué pasa, así que reza como si todo fuera irremediable.
Yo
sé qué pasa: un compartimiento lleno, la carga desplazada, escora a babor, guiñadas. Es un problema soluble si se sabe cómo hacerlo. Nada por qué
rezar
. Pero yo no mando aquí. Ya oísteis al caballero. Soy un pasajero de pago y pienso dedicarme a jugar al gin rummy hasta que toque el timbre de la cena, si es que no se ha roto también.
Parecía muy complacido por haber averiguado qué le ocurría al barco. Durante las horas que precedieron a la comida fue el único miembro de la familia cuyo rostro no estaba verde. Incluso sugirió un partido de ping-pong, pero la mesa estaba tan marcadamente inclinada que resultó imposible.
Por la noche, a la hora de la cena y tras el himno de acción de gracias («Bendecid, Señor, los alimentos que vamos a tomar...», para entonces ya me lo sabía de memoria), el Reverendo Spellgood pronunció un discurso. Se levantó escorado, como un hombre con dolor de espalda, debido a la inclinación del cuarto. Aunque miraba a su familia y a ella se dirigía, hablaba en voz bien alta, y yo sabía que su intención era que le oyéramos todos.
Esto fue lo que dijo. Hubo una vez una tormenta en el mar, y los pasajeros de un barco atrapado por la temible tormenta estaban tan mareados que echaron por la borda la mitad del estofado. Rodaban por el suelo como cerdos, chillando y llorando. La tormenta azotó el barco todo el día, y ya pensaban que la Muerte llamaba a su puerta. Entonces, uno de aquellos individuos mareados vio a un chavalito que no estaba mareado y preguntó al chavalito: «Chavalito, ¿por qué no estás mareado, si todos los demás están vomitando las tripas y el mar es tan poderoso y temible?». El chavalito se levanta y dice simple e inocentemente: «Soy el hijo del capitán». Ese chavalito creía, ese chavalito confiaba, ese chavalito era distinto a todos aquellos vomitadores y devolvedores. Los demás rodaban por el suelo desesperados, gimiendo y dudando y enfermos como perros, mientras que el chavalito estaba tan contento como un grillo. Aquel chavalito tenía algo valioso en el corazón. Tenía fe. «Mi padre es el capitán.»
Tal era el camino cristiano, dijo Spellgood, pero las palabras se le atragantaron. Se puso verde, se sujetó a la silla y no tardó en desaparecer, creo que a arrojarlo todo. Para entonces, ya se le había salido la sopa del plato a todo el mundo, y el comedor estaba en silencio, sólo roto por el entrechocar de la vajilla.
—Bonita historia —dijo Padre—. Pero tú has vomitado, Charlie, por lo que supongo que no te fías del capitán. Hablando del rey de Roma...
Era el capitán Smalls. Parecía irritado, como si se hubiera equivocado de puerta, y no se sentó. El Reverendo Spellgood se introdujo sigilosamente en la habitación tras él y posó la mirada pesarosa sobre su comida.
El capitán pronunció un pequeño discurso. Probablemente nos habíamos apercibido de que el tiempo había cambiado. Pero saldríamos adelante y esperaba que nadie fuera tan tonto como para salir a cubierta, por no hablar de las subidas al aparejo. En ese momento, fijó en Padre sus ojos de pez. Sí, dijo, la tormenta se movía hacia el nordeste y nosotros bajábamos hacia el sudoeste por el camino de la tormenta. Si nos movíamos suficientemente rápidos, pasaríamos por ella antes de que se hiciera demasiado fuerte. Si fuéramos lentos, nos encontraríamos en el centro mismo. El mal tiempo no era nada fuera de lo común, pero convenía tomar precauciones sensatas, como mantenerse alejados del aparejo y no hacer malditas tonterías en cubierta. Y había que guardar todas las botellas y los objetos de cristal. Terminó diciendo:
—Como saben, no tengo más control sobre el tiempo que un pez.
Le sorprendimos riéndonos con ganas, porque, tras pronunciar aquellas palabras, puso su mejor cara de pez y abrió la boca de par en par como una merluza.
Mr. Bummick le dijo que guardaría sus botellas sueltas. Explicó que eran simplemente lociones para el pelo y tarros de mermelada y tónicos.
—Y yo vaciaré las mías —dijo Padre—. Pero, mientras tanto, ¿qué pasa con el barco? ¿Puede controlarlo, verdad?
Todos los ojos se movieron en el comedor dirigiéndose de Padre al capitán.
—Tengo el barco bajo control, Mr. Fox —dijo el capitán.
La atención se centró en Padre. Se volvió hacia nosotros y dijo:
—Necesito un objeto redondo.
Acercó la mano al rostro de Jerry. Manipulando descuidadamente, Padre hizo como si sacara una pelota de ping-pong de la boca de Jerry. Los niños Spellgood se quedaron asombrados, y Mr. Bummick, estupefacto, sacó un palmo de lengua de la boca. Pero nosotros ya conocíamos la magia casera de Padre, los trucos de baraja, el anillo que desaparece, la forma en que ganaba al Up Jenkins. Al prohibirnos todo entretenimiento, Padre había tenido que convertirse él mismo en todo tipo de personajes entretenidos.
—Gracias, Jerry —dijo—. Pero lo que quería decir, capitán, es... ¿cómo explica usted esto?
Depositó la pelota de plástico en la mesa se puso en movimiento,
poc-poc-poc
, entre los cuencos de sopa, recorrió el tablero,
pac-pac-pac
, cayó al suelo,
pip-pip-pip-pipip-pipip
, pasó entre las piernas del capitán, y
plaf
, golpeó la pared cerca de los Bummick, quedándose inmóvil.
—Alguien podría romperse la columna si pisara eso —dijo el capitán—. Inválido para toda la vida.
—Esa pelota de ping-pong está donde no hará ningún daño, y va a quedarse ahí. ¿Por qué? Porque su barco está escorado, veinte grados o más. ¿Está lleno de agua el compartimiento? ¿Se ha desplazado la carga? ¿Bomba averiada? ¿Tiene problemas para llenar los depósitos de lastre y equilibrar el peso desigual? No lo sé. Solo estoy pensando en voz alta. Pero, si tiene el barco bajo control, ¿por qué no lo lleva recto? Llevamos toda la tarde andando cuesta arriba, capitán, y si alguien se rompe la columna no será por culpa de esa pelota de ping-pong, no, será porque se ha dado una costalada en su cubierta inclinada, y me gustaría saber cuál es la situación legal si termino paralizado por culpa de su forma de navegar.
El capitán miró a otras mesas en vez de a la nuestra.
—Se equilibrará —dijo—. Tengo a dos hombres trabajando en ello.
—Pero ¡si está tan escorado —dijo Padre— que me ha puesto la raya del pelo en mal sitio! Hace desafinar a los Spellgood, y el Reverendo inicia sus oraciones con el amén. Mis chicos son incapaces de tragar, y la sangre se les sube a la cabeza cuando están sentados. ¡Está tan inclinado que mi mujer se ha rascado un tobillo creyendo que se rascaba la oreja!
Mr. Bummick se llevó las manos a las orejas y rió tan fuerte que le dio un ataque de tos.
—¿Cree que bromeo? —dijo Padre, frunciendo el ceño—. No hago más que decir la verdad. Tengo que hacerlo todo cabeza abajo, o no me sale. Se me cayó un café y regresó y me pegó en la cara. Me siento como si fuera un astronauta. Mi estómago cree que estoy en Australia.
—Basta ya, Mr. Fox —dijo el capitán, pero Mr. Bummick seguía riendo y tosiendo.
—Y fíjese —dijo Padre, exhibiendo el muñón del dedo—. Su barco está tan patas arriba que, afeitándome, me he cortado medio dedo. Es broma —dijo enseguida (por los gritos sofocados de horror, era un dedo muy feo).
El capitán le volvió la espalda y dijo:
—No se preocupen, señores. Todo está fijo en su lugar.
Caminó hacia la puerta. Su andar probó lo que Padre había dicho. Tenía un hombro más alto que el otro.
—Yo no estoy fijo en mi lugar, capitán —dijo Padre.
—Puedo disponer que no se mueva ni una maldita pulgada, Mr. Fox.
—Se lo agradezco, capitán. Pero he estado estudiando el grado de escora de su barco, y mis observaciones me llevan a la conclusión de que está guiñando.
—Y eso ¿por qué?
—Bueno, porque el centro de resistencia lateral de la quilla está más cerca de la proa que el centro de gravedad del barco. Porque está virando, por no mencionar el tira y afloja. Porque no creo que nos fuera muy bien si la mar se pone mala de verdad.