—¿Y para qué sirve eso?
—Es mejor que rezar —dije yo.
—Eso es pecado —dijo Emily—. Dios te castigará por eso. Te irás al infierno.
—Nosotros no creemos en Dios.
Aquello la escandalizó.
—¡Dios te ha oído! —chilló—. Entonces, ¿quién hizo el mundo?
—Padre dice que quienquiera que fuese hizo un mal trabajo y que por qué vamos a adorarle por liarlo todo.
—¡Jesús nos dijo que lo hiciéramos!
—Mi padre dice que Jesús era un profeta judío tonto.
—Judío no era —dijo Emily—, eso sí que no. Si piensas así es que debes ir a un colegio cantidad de malo.
Yo no quería hablar del colegio —ni de Dios— porque sólo recordaba a medias lo que me había dicho Padre.
—En nuestro colegio —dijo Emily—, estudiamos comunicaciones. La profesora es la Señorita Barsotti. Tiene un Impala nuevo. Cantidad de bonito... blanco, tapizado en rojo, y con aire acondicionado. Hace dieciocho millas por galón. Me llevó a dar una vuelta, en el asiento de delante. Nuestro colegio de Baltimore tiene dos piscinas, una de ellas de tamaño olímpico. Tengo la chapa intermedia. Ese día, el de la vuelta en coche, la Señorita Barsotti me convidó a un Whopper y a una Coca-Cola. Dice que su novio es biónico.
El discurso la dejó sin aliento. Yo no tenía ni escuela, ni piscina, ni Señorita Barsotti. Miré por encima de la barandilla hacia la verde extensión oceánica y pensé «si éste es el tipo de monstruito que va a la escuela, Padre tiene razón». Pero ella sabía cosas que yo no sabía, se movía en un mundo mayor y más complicado, hablaba otro idioma. No podía competir con ella. Quiso saber quiénes eran mis estrellas de cine y mi cantante favorito, y, aunque había oído a Padre despreciar a esa gente como bufones y payasos, mi voz no sonaba convencida cuando repetí lo que él decía. Ella quiso saber cuál era mi cereal de desayuno preferido —el suyo era Froot Loops— y a mí me dio demasiada vergüenza decir que Madre preparaba nuestro cereal con nueces y avena, porque parecía chapucero y ordinario. Cuando dijo: «Sé bailar disco», me sentí perdido.
—Tu padre es misionero —dije—. En realidad, no vivís en Baltimore.
—Sí que vivimos. Mi padre tiene dos iglesias. Una está en Guampu, Honduras, y la otra en Baltimore. La de Baltimore es autoiglesia.
—¿Qué clase de autoiglesia?
—Sólo hay una clase, con coches, al aire libre. La gente llega con su coche y reza desde él, salvo los domingos por la mañana, cuando no hay autocine. Jolín, qué estúpido eres. Pareces un Zambu.
Emily Spellgood pertenecía a ese otro mundo cuya entrada nos había prohibido Padre. Y, no obstante, a mí me parecía fascinante. Era algo de lo que uno podía presumir. A su lado, nuestra vida parecía oscura y doméstica, como los remiendos de nuestra ropa. Pero, puesto que no podíamos tener esa vida, me alegraba de marchar lejos, donde nadie nos vería.
Me salvó el capitán Smalls. Asomándose a un balcón de la cubierta superior, dijo:
—Sube aquí, Charlie, quiero enseñarte algo.
—Voy a ayudarle a pilotar el barco —dije, y me alejé de Emily Spellgood.
En el puente, el capitán Smalls me enseñó la brújula y los mapas. Me dejó coger la rueda del timón y accionó el sonar; las escuelas de peces salían como sombras y bip-bips. Dos cubiertas más abajo, todavía en popa, Emily estaba plantada junto a la barandilla. Cerca de ella había dos tripulantes, uno de los cuales regaba con una manguera un escotillón de bodega mientras el otro pasaba una fregona.
—Mi padre inventó una fregona mecánica. Parece como si se bailara con ella, pero hace todo el trabajo sola.
—Tu padre parece todo un tipo.
—Es un genio —dije yo.
—Más le vale —dijo el capitán—. ¿Sabes adónde os está llevando?
—Sí, señor.
—¿Ves a aquel hombre subido al pendolón de la cubierta de proa?
El hombre estaba en la punta de un pilar anaranjado, pintándolo a brocha de blanco.
—La razón de que pueda hacerlo así de bien es porque es medio mono. En su lugar de origen viven prácticamente en los árboles. Algunos de ellos tienen rabo. ¿Verdad que sí, Mr. Eubie?
Mr. Eubie estaba junto a la rueda del timón, pero no la movía.
—Desde luego que sí, capitán —dijo.
—Allí vais vosotros. A su lugar de origen.
Miré atentamente al hombre colgante y capté su parecido con los hombres de la granja de Polski.
—La jungla de los Mosquitos —dijo el capitán—. Allí hay gente que en su vida ha visto un hombre blanco y no sabe lo que es una rueda. Pregúntaselo al Reverendo Spellgood. Si les entran ganas de comer, se suben a un árbol y agarran un coco. Viven de nada. Todo cuanto necesitan lo tienen allí, gratis. La mayoría de ellos va sin ropa. Es una vida libre y fácil.
—Por eso vamos —dije.
—Pero no es sitio para vosotros —dijo el capitán—. Imagínate un zoológico donde los animales estén fuera y los humanos enjaulados, casas y almacenes y misiones. Miras por la valla y ves a todas las criaturas con los ojos fijos en ti. Ellas son libres, pero tú no. Así es aquello.
—Mi padre sabrá que hacer.
—Teguci está bastante mal —dijo el capitán—, pero al menos es una ciudad. Yo no mandaría a mi familia sola a la jungla para que se la coman viva los insectos y se rían de ella y le griten.
—No estaremos solos —dije yo.
—No soporto los bichejos. No verás una sola sabandija en este barco. No las tolero. Pero a tu padre le deben encantar. Serpientes, escarabajos, chinches, moscas, barro, ratas... —sacudió la cabeza—. Y encima apesta.
Sonó el cascabel del teléfono. El capitán Smalls lo atendió, y una voz inhumana chapurreó desde el otro extremo de la línea. El capitán dijo «sí», colgó y, dirigiéndose a Mr. Eubie, dijo:
—Tenemos mal tiempo por delante. Puede que sople el viento. Ahora más vale que te vayas, pero vuelve a verme en otra ocasión —añadió, hablándome a mí.
A la hora de comer, Padre me preguntó que había dicho de él el capitán.
—Apuesto a que se ha metido conmigo, ¿no?
—No —dije—. Sólo me ha enseñado el sonar.
—Me pregunto qué más le habrán regalado por Navidad. Jerry dijo que uno de los Spellgood más pequeños le había hablado de los escorpiones. Te morías si te picaban. Clover y April habían hablado con uno de los tripulantes.
—Nos enseñó a decir «gra-si-ass» —dijo Clover.
—A mí me picó una vez un escorpión —dijo Padre— y todavía estoy vivo. Y hablo español como los nativos. Y en lo que toca al sonar, Charlie, he leído bastante sobre él y podría darle a ese capitán más lecciones de las que puede aprender.
—Estás paranoico —dijo Madre, y se fue de la mesa.
—Está enfadada por algo —dijo Padre. Nos miró—. ¿Vosotros pensáis que estoy paranoico?
Le dijimos que no.
—Entonces seguidme.
Nos condujo a la cubierta de popa. El Reverendo Spellgood acababa de ponerse a predicar desde su lugar habitual, la plataforma de un torno. Allí se plantaba, bajo el cielo encapotado, con el cabello volando hacia un lado, para graznar a su familia reunida. Pero, al ver a Padre, bajó de un salto y le dio la bienvenida. Padre dijo que estábamos ocupados. El Reverendo Spellgood dijo que tenía un regalo para él, una Biblia.
—No la necesito —dijo Padre.
A Spellgood le hizo gracia. Cacareó y miró por encima del hombro a su familia.
—Necesita una de éstas, hermano —dijo, mostrándole un libro forrado de tela basta de algodón.
—Quédesela.
—Es la última novedad —dijo Spellgood—. La Biblia de tela de vaqueros. La tradujo un equipo completo de especialistas bíblicos de Memphis. Diseñada por un psicólogo.
Padre la cogió y le dio la vuelta en la mano. Después la sujetó con dos dedos, como si estuviera empapada.
—También hay una versión española. La usamos en nuestra parroquia. Esa gente lo aprecia. Las otras, las de márgenes dorados y cintas y adornos les dan un miedo mortal. Esta es para usted, hermano.
Padre nos la enseñó. La tela basta de algodón era real, cosida a la cubierta, y en la parte posterior había un pequeño bolsillo.
—Mirad bien, chavales —dijo Padre—. Esto es el tipo de cosa contra la que os he estado previniendo. —Se la entregó al Reverendo Spellgood—. Su reino no es de este mundo, Reverendo. El mío sí.
—Que Dios le perdone.
—El hombre es Dios.
Pasamos junto a los escotillones de la cubierta de popa y llegamos hasta el largo pilar de acero. Las botavaras que subieron ante nuestros ojos la carga del muelle de Baltimore estaban aseguradas cada una por seis gruesos cables. Padre dijo que se llamaban obenques. Sujetaban las botavaras en su lugar, dijo, y estaban unidos por montones a la parte superior de la grúa.
—El pendolón —dije yo.
—Perdón, Charlie, el pendolón.
—Así lo llamó el capitán.
—Pues bien, si así lo llamó, ése debe ser su nombre —dijo Padre—. Eso de ahí es un pescante y aquello, como ya os he dicho, son obenques. Me pregunto hasta dónde podríais trepar por los obenques. ¿Creéis que llegaríais hasta arriba?
Tres partes del cielo eran ya de color púrpura y amarillo pálido y ahumado. El viento llegaba lleno de salivazos voladores. Las nubes habían derivado hasta transformarse en grupos de sombreros pasados de moda, con picos y plumas, y el mar ya no parecía tropical. Tenía color de puerto, estaba plagado de recortes de escarcha y parecía empujado desde abajo por formas parecidas a hombros de ballenas y aletas de tiburones.
—¿Crees que podrías, Charlie?
En el lento bamboleo del barco, vi el poste y las botavaras y los obonques que las sujetaban cortando el aire de atrás adelante. Pero, al mirar así hacia arriba, me daban nauseas. Dije a Padre que me estaba mareando. Me dijo que mirara un rato al horizonte y se me pasaría.
—El mareo no es más que un malentendido del oído interno.
—¡Je-sús! —el viento nos traía en pesados retazos la voz del Reverendo Spellgood—. Amad... la misericordia divina... —y el viento gemía entre los obonques, igual que en las cercas de Polski las noches de invierno, el sonido más solitario del mundo, el aire cortante forzando un grito transparente del alambre.
—Podría empezar a llover —dije yo.
—La lluvia nunca ha hecho daño a nadie.
—Charlie tiene miedo —dijo Jerry.
—Charlie no tiene miedo —dijo Padre—. Está buscando agarres en los obonques, ¿verdad, hijo?
—Hay una escalera en el poste —dijo Clover.
—Cualquier idiota puede subir una escalera —dijo Padre—. Pero esos obonques..., si subís por ellos os encontraréis colgados sobre el agua.
—¿Ahí arriba? —pregunté, señalando hacia donde cruzaban la cubierta.
—No —dijo—, por fuera —hizo un gesto hacia el viento, que seguía escupiendo—. Ahí está la gracia. Había niños de tu edad que lo hacían todo el tiempo en los grandes veleros.
Me estaba poniendo a prueba, como en la playa cercana a Baltimore, donde me había retado a quedarme en la roca. El pendolón no era más alto que los elmos del prado de Polski donde ya había subido, pero el cabeceo del buque y el mar inquieto y tachonado de blanco me oprimían las entrañas.
—Me duele el pie —dije.
—Usa las manos.
—Tengo miedo, papá —dije en un susurro.
—Entonces tendrás que hacerlo —dijo él—, porque hacerlo es la única manera de perderle el miedo. Salvo que prefieras unirte a esos Santos Predicadores y olvidarte de todo.
Los Spellgood habían iniciado un himno que el viento retorcía hasta transformarlo en un gruñido-lamento lento-rápido.
Los obonques no llevaban cables cruzados. Eran simples y gruesos, seis cables ascendiendo en ángulo hasta los motones de la punta del pendolón. Si trepaba ayudándome con las espinillas, oscilaría. Pero pensé en un método mejor. Trepando parte del camino apoyado en las espinillas, después podría apoyar los pies en otro de los obonques y moverme verticalmente, como si subiera por una pared utilizando una cuerda fija. Era posible.
—Te estás retrasando —dijo Padre—. Cada vez te dará más miedo.
—A lo mejor me grita el capitán.
—¡Así que tienes miedo de ese pájaro!
—Déjame probar, Papá —dijo Jerry.
—Puedes hacerlo después de Charlie.
Ése fue mi incentivo. Si quería ver a Jerry intentarlo y fracasar, tendría que hacerlo yo antes. Me despojé de los zapatos de sendas patadas y trepé hasta los motones inferiores, que sujetaban los obonques al costado del barco. Inicié la subida.
—Buen chico —dijo Padre.
Unos cuantos pies más arriba, me encontré mirando a la copa de su gorra de béisbol. El viento me oprimía y las gaviotas, cual harapos enloquecidos, me chillaban deseosas de vengar a la que había matado. Oía la voz aguda del Reverendo Spellgood dirigiendo a su familia en su interpretación del himno. Aunque no había subido más de ocho o diez pies, el viento era ya tan fuerte como en la cima de una colina, porque la cubierta estaba protegida por la lona tendida sobre la obra muerta. Esperaba que Padre viera el aleteo de mis pantalones y cómo el viento tiraba de mis piernas hacia afuera a medida que ascendía. A mitad de camino apoyé los pies en el obonque de enfrente y me sujeté en cuña para descansar los brazos, como una araña en una hendidura.
Estaba directamente encima del agua. Hervía por debajo mío, casi toda ella espuma, y algunas gotas me llegaban a los pies. Allá arriba, el viento tocaba otra melodía en los obonques, un grito más solitario, porque estaban más juntos. El cabeceo del barco me columpiaba. Por primera vez tuve frío en aquel barco. Como el movimiento y el frío me mareaban, miré un rato fijamente al mar. El tiempo había empeorado tanto que era imposible determinar dónde se unían el agua y el cielo, lo que me mareaba aún más. Todo tenía aspecto de mantas viejas desde lo alto del poste, las gaviotas seguían chillándome mientras acuchillaban con el pico la bruma de algodón.
Fuertemente sujeto entre los obonques y tratando de caminar horizontalmente, me puse de nuevo en movimiento. Los cables estaban grasientos y mis manos y pies resbalaban si me movía demasiado aprisa. Cuando miré otra vez hacia abajo, Padre era diminuto. ¡Aquella figurilla que se veía en cubierta me obligaba a hacer lo que estaba haciendo! ¡Y ni siquiera miraba! Peleé con los resbaladizos cables empujado por el fuerte viento y vi que sólo me quedaban seis pies para llegar. Pero era la parte más difícil, porque los obonques estaban muy cerca unos de otros y no podía meterme entre ellos. Veía con claridad las ruedas de los motones y la placa de bronce del fabricante, tachonada de sal y remachada a la cima del pendolón.