—Pepsi-Dieta.
Se volvió hacia los quincayús.
—Limonada en polvo.
Tiró la colilla de su puro al río.
—Se os hace la boca agua, ¿verdad?
—Ya verá Sevilla, Padre —dijo Francis, pedaleando más deprisa, la camisa «La Rosa» negra de sudor.
—Quiero ver un pueblo totalmente arruinado y sin nombre, donde lleven dos mil años matando mosquitos y comiendo wabul rancio.
Padre señaló a las montañas.
—¡Al otro lado de esos tapones, donde todo es como el infierno y se están asando vivos!
—Una pena que no estemos detrás de la laguna de Brewer —dijo Mr. Haddy—. Allí hay pueblos que son basura.
Nos habíamos puesto en camino antes del alba, tan temprano que los mosquitos nocturnos todavía estaban fuera y nos picaban. Pero al mediodía, aunque habíamos recorrido millas, todavía estábamos a considerable distancia de los montes de Olancho que marcaban el final del río, donde estaba Sevilla. Amarramos la barca a una orilla para almorzar. La vegetación era tan frondosa que no pudimos salir de la barca. La orilla estaba oculta bajo abanicos de arbustos y metros de lianas. Madre nos había preparado un cesto de fruta, pan de mandioca, tomates nuevos y una bebida de Jerónimo que Padre llamaba «Jugo de Jungla», hecho de guayaba y mango. Clover dijo que el jugo no estaba bien frío.
—Está frío de sobra —dijo Padre—. Escucha, nadie va a tocar ese hielo.
Inspeccionó la bóveda de la embarcación para asegurarse de que el hielo aún aguantaba. El hielo estaba envuelto en hojas de banano, y la bóveda forrada con la goma que habíamos sacado de los zapotes. Nunca llegó a hacernos botas de goma.
—Siempre se pierde un poco —dijo. El hielo se había encogido en su envoltura de hojas de banano—. Filtraciones. Gasto natural. Fricción —lo ahuecaba con las manos— debida a la excesiva agitación. ¿Verdad, Francis?
Francis Lungley estaba pelando un plátano. Lo hacía delicadamente, con las puntas de los dedos, como si estuviera abriendo un regalo.
—Quiero decir que cuánto nos falta.
Francis dijo que el pueblo de Sevilla estaba aún a cierta distancia. No sabía exactamente a cuánta. Cuando Padre le preguntó a cuántas millas, arrugó el rostro.
—¿Cuántos hombres remaban en el cayuco la otra vez que estuviste allí?
—No cayuco —dijo Francis—. Sólo pies.
Nos enseñó sus pies agrietados. Tenía los tobillos manchados de aceite de los pedales de la barca. Padre estalló:
—¡Y nos lo dice ahora! ¡Fue andando! Ahora resulta que a lo mejor no llegamos hasta mañana.
Soltó la amarra de popa de la rama dando un tirón y dijo que la pausa del almuerzo se había terminado.
—Si quieres quedarte aquí, puedes hacerlo —me dijo—. Pero no nos quedaremos mirándote mientras te pones morado.
Me embutí en el bolsillo el sándwich que me había preparado y nos pusimos en marcha.
—¿Por qué pones esos morros?
—Quería coger unos aguacates ahí atrás —dije.
—Ves visiones —dijo Padre—. Por aquí no hay aguacates.
Pero sí los había, pequeños aguacates silvestres. Los comíamos en El Acre. Alice Maywit los había identificado. El zambu John le había hablado de ellos. Los pelábamos y los aplastábamos con sal y plantábamos las semillas. Miré a Francis, pero sus ojos estaban fijos en Padre.
—No son verdaderas peras de mantequilla —dijo Francis—. Sólo de arbusto.
—Con tantos eruditos a bordo, ¿cómo es que avanzamos tan despacio?
Ningún río es recto. Siempre giran y se cruzan y a veces te llevan para atrás, con la proa de la barca apuntando hacia donde empezaste el viaje. Viajar por un río es como si siempre te echaran atrás y nunca llegases. El sol va de un lado a otro, de la proa a estribor, donde oscila hasta que una curva del río lo pone a babor. No tarda en deslizarse hasta la popa. Sabes que estás avanzando, pero el sol ya no está delante tuyo: te está calentando la nuca. Unos minutos más tarde, se ensaña con tus nudillos. Después, vuelve a estribor. Avanzas más y arde en torno a la barca, inservible como guía para la navegación. Todo lo que te dice es cuánto tiempo ha pasado. El sol es un buen guía para la navegación costera, pero, en el río, te confunde.
En la jungla todos los ríos son laberintos, y aquél era más laberinto que la mayoría, algo donde, en ocasiones, sólo un pequeño cayuco o una piragua ingeniosa como la nuestra podía pasar. Lo peor del asunto no era que fuéramos hacia atrás, sino que parecía que no íbamos a parte alguna. Llegábamos a una orilla repleta de lirios fluviales y jacintos y hojas verdes arrugadas, y veíamos una curva de amplias aguas. Girábamos y seguíamos en esa dirección. Media hora más tarde, mientras los jacintos se apilaban y las ramas de la orilla se cernían sobre la barca y nos pegaban en la cara y le ponían a Padre la gorra de béisbol de lado, nos apercibíamos de que nos habíamos equivocado de camino. O llegábamos a una ciénaga sólida como la tierra firme, o a una laguna rodeada de árboles negros, o chocábamos con estacas. Entonces, teníamos que retroceder y atravesar chapoteando la espesura de flores y ramas que habíamos tomado por una orilla del río. Pasada esa barrera, nos encontrábamos en lo que parecía ser un nuevo río o un afluente, a veces estrecho, a veces tan ancho como un estanque y sin salida. Y el sol giraba y giraba, y Padre maldecía y preguntaba por qué había que hacer cincuenta millas de río para avanzar cinco millas de tierra.
Iba haciendo un mapa del río a medida que avanzábamos, marcando las zonas de poca profundidad y las curvas y las falsas revueltas, los crecientes de arena en los recodos, los pantanos y las lagunas, todos los engaños de su errático curso. Era más que una forma arrugada. Era un montón de nudos enredados como las lombrices en invierno, sin el menor sentido. Hasta Padre, que gozaba con las complicaciones, decía que era un maldito laberinto y que, si tuviera una draga y una barcaza llena de dinamita, le iba a volar los recodos y ponerlo tan recto que se iba a ver la luz del día de un extremo al otro.
Este era el tema de sus discursos. Cuando la tentación de aguas abiertas nos llevaba a una ciénaga, Padre decía «voy a hacer algo con esto». De las islas, «las voy a hundir en cuanto tenga ocasión». De los estanques, «hacer un canal por aquí, dirigirlo... sólo necesito dinamita y unas cuantas manos voluntariosas».
Padre estaba ahora en proa con Clover, mientras Mr. Haddy consumía su turno en los pedales.
—Limpiar todas estas obstrucciones, fabricar una especie de pala que corte todos estos sargazos de raíz y los recoja. Dar forma a este desorden. Muy norteamericano, dirán ustedes: ¡el hombre que quiere hacer cambios permanentes en esta pacífica jungla! Pero yo no he hablado de venenos, y desde luego no tengo intención de abrirlo al comercio. ¡Rediez, cómo me gustaría meterle mano a esto!
Hacía muecas a los enmarañamientos y los recodos.
—¡Me saca de quicio!
La cara se le iba enrojeciendo, y por su gran estatura parecía encontrarse incómodo acuclillado en la nariz puntiaguda de su estrecha embarcación. Mantenía las manos en las caderas y oscilaba como alguien montado sin manos en bicicleta. A cada rato metía la cabeza en la bóveda y decía:
—Al menos el hielo está aguantando, cosa que no puede decirse de la tripulación. ¡Pedalee, Mr. Haddy! Deje ya de pescar cangrejos. ¿También usted anda buscando aguacates?
Pasamos cerca de un semicírculo de chozas. Francis Lungley lo llamó poblado.
—Veo señales de corrupción —dijo Padre—. ¡Veo una lata!
Es otro grupo de chozas ribereñas, dijo:
—¡Está lleno de envolturas de chicle!
Sólo encontramos un poblado más, y apenas era un poblado: unas pocas chozas abiertas por un lado y una fila de bananos. Padre recobró la esperanza. Había dos hombres sentados a la orilla del río golpeando las piedras sumergidas con otras piedras. Francis Lungley dijo que estaban pescando, atontando a las criaturas de debajo de las piedras. Cuando terminaron de golpear las piedras les dieron la vuelta y sacaron anguilas, renacuajos y ranas aplastadas.
—Me parece que nos estamos acercando —dijo Padre.
Francis se palmoteo la cabeza.
—¡Me olvidaba! ¡Esas caobas! —sonrió a los árboles como si esperara que le devolvieran la sonrisa—. Es aquí cerca.
Padre pareció satisfecho.
—No las han cortado. No tienen con qué cortarlas. Herramientas primitivas. Los árboles no les sirven para nada. Sólo se sientan a verlos crecer. Eso es muy buena señal.
Había tallos de hierba que salían del agua, y algunos charcos de donde sobresalían trozos cortos de árboles. Unos manojos de espinacas se mecían en el río, y las lianas eran negras y oscilantes, como cables de alta tensión arrancados por una tormenta. Todo era una ruina verde, y podía ser perfectamente el desorden provocado por una reciente inundación. Era supuestamente un río, había brotes de hojas rebosantes, y en la tierra humeaban cráteres de agua espumosa. Barro y mosquitos; era difícil determinar dónde acababa el río y dónde empezaba la tierra. No había una orilla definida y, de no haber sido por los grandes árboles de atrás, creo que habríamos dado la vuelta y nos habríamos marchado. Desde luego no habríamos seguido adelante. Muchos de los árboles menores estaban muertos, y en los más muertos había vainas marrones estremeciéndose bajo las ramas.
—Murciélagos —dijo Mr. Haddy—. Son murciélagos.
Le contó a Clover su historia de sangre chupada, pero ella dijo «no me da miedo».
Al mirar a unos arbustos, vi rostros humanos. Estaban completamente inmóviles y me miraban con ojos blancos que no parpadeaban. No me asusté hasta recordar que debían estar ahí desde el principio, observando cómo hacíamos pasar la barca entre espinacas y hierbas.
Padre los vio.
—Tengo una pequeña sorpresa para ustedes —dijo.
Al sonido de su voz, y mientras aún los mirábamos, los rostros desaparecieron. No se movieron, sólo desaparecieron; primero nos miraban con los ojos como platos, un instante después ya no estaban. Se habían convertido en hojas, pero ni siquiera las hojas se movieron.
—A comer —dijo Padre—. Saquen los trampolines. Vamos tras ellos. Tú primero, Charlie.
—¿Por qué yo? —pero supe que no tenía que haberlo preguntado.
—Porque eres el más valiente de todos, hijito —dijo Padre.
No era cierto. Pero los riesgos que Padre me hacía correr eran su forma de demostrarme que no había riesgo. En la roca de Baltimore, en el pendolón del
Unicorn
, trepando por «Niño Gordo», todo ello había sido una especie de entrenamiento para ocasiones como ésa. Padre quería que fuera fuerte. Sabía desde el principio que me estaba preparando para algo peor, para caminar de puntillas sobre unos tablones por el pantano lleno de espinacas, balanceándome entre los charcos espumosos y los tallos de las enredaderas.
—Patea el suelo, Charlie.
Lo hice, y una serpiente, que pendía como un séxtuple brazalete de una rama, se enderezó para dejarse caer al agua y alejarse a nado.
A partir de entonces, pateaba el suelo a la menor oportunidad, y, más adelante, una víbora corta y gruesa, sorprendida por mi vigoroso taconazo, reptó hasta introducirse en un agujero de estaca de donde solo asomaba la punta de su cola gris.
—Con esa gente nunca se sabe —estaba diciendo Padre—. A lo mejor son hambrones. ¡Ja!
Cruzamos treinta yardas de ese terreno pasando el último tablón hacia adelante y repitiendo el proceso para hacer un camino transitable sobre el cieno. Resultaba difícil creer que antes hubiera gente ahí mismo, de pie en el pantano. ¿Cómo habrían desaparecido sin hacer el menor ruido?
Llegamos a unos arbustos con aspecto de setos. Al otro lado, los árboles eran más grandes y tenían troncos que parecían gruesas faldas plisadas. Unos pájaros con aspecto de loros y otros tan pequeños que bien podían ser insectos chillaban por encima de nuestras cabezas. Sobre las copas de las caobas había pájaros más grandes, posados o volando sombríamente, como pavos en el aire. Sus alas rozaban lentamente las copas de los árboles, como escobas. Quizá eran pavos silvestres —oí compases, de contrabajo—, pero Padre dijo que eran buitres y que tenía ganas de retorcerles sus huesudos cuellos carroñeros.
—Sevilla —dijo Francis, señalando un claro situado unas yardas más allá: más jungla, sólo que oscura en algunos puntos y soleada en otros. Los jejenes y las moscas volaban en espiral, punteando la luz.
—Este sitio no me gusta para empezar —dijo Mr. Haddy.
—¿Qué son esas casas, Papá? —preguntó Clover.
—Ese tipo de vivienda, naturalmente...
Nunca admitía que no sabía algo, pero aquellas chozas no eran fáciles de explicar. Eran pequeñas jorobas empenachadas, construidas con la hierba picuda sobre la que habíamos pasado en los tablones. Una estructura de ramas escuálidas sostenía las madejas de hierba muerta apiladas encima. Más que chozas eran colmenas que necesitaban un corte de pelo.
—Probablemente guardan ahí los animales, Bollito —dijo Padre.
—Aquí no tienen animales —dijo Francis—. No veo ninguno.
—Mejor que mejor —dijo Padre—. Si de verdad viven en esas cosas, hemos venido al lugar adecuado.
Mr. Haddy soltó una risita y me dijo:
—El lugar adecuado para Padre es siempre el peor sitio para mí.
Padre miró complacido el lamentable poblado.
Sin embargo, sólo las chozas eran lamentables. La jungla, el inicio de la gran selva, era alta y ordenada. Todos los árboles habían encontrado espacio para crecer separados de los demás. Estaban dispuestos de diferentes formas, según su grosor o el tamaño de sus hojas: los de hoja grande, cerca del suelo de la jungla; los elevados, con hojas diminutas alcanzando grandes alturas; y los helechos, en medio. Yo siempre me había imaginado la jungla como una maraña de sofocantes espagueti, colgantes y entrecruzados, una masa de cuerda verde y peluda y tallos como ligaduras, una maligna ensalada que te apestaba en la cara y te rodeaba con sus tallos.
Aquello se parecía más a una iglesia, con sus pilares y rosetones y flores colgantes y ligerísimas manchas de cielo blanco sobre un techo curvo de ramas. No tenía nada de asfixiante y, aunque los pájaros eran ruidosos, permanecía inmóvil; ni un soplo de viento, ni siquiera una brisa en la humedad y las sombras verdes y los troncos azules y marrones. Y ninguna maraña; sólo una floresta vertical, inmensamente paciente y protectora. Era como estar dentro de casa, con un hermoso techo sobre la cabeza. Y el orden y el tamaño de todo aquello hacía que las chozas de abajo parecieran aún más despreciables.