La Costa de los Mosquitos (22 page)

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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Cada vez que hacía algo nuevo, Padre decía:

—Para esto estoy aquí.

La política de Padre era que no hubiera nadie ocioso. «Si me veis sentado, podéis hacer lo mismo», decía. Pero hasta comía de pie. Parte del campo de frijoles se dividió en terrenos, uno para cada niño, que tenía que mantener su parte limpia de malas hierbas. También se nos asignaron otras labores, como recoger leña y mantener limpia la trampa de los peces. Y, una vez terminada nuestra labor, teníamos que recoger piedras del tamaño de un huevo de gallina y usarlas para empedrar los senderos. Así que siempre había algo que hacer, lo que probablemente nos favorecía, porque nos hacía olvidar el calor y los insectos. Y también la incertidumbre, pues, aunque Padre decía confiado «para esto estoy aquí», nosotros no sabíamos para qué estábamos allí, y nos daba demasiado miedo preguntarlo.

El trabajo de las primeras semanas fue en su mayor parte de limpieza del terreno. Al quitar los arbustos y los arbolitos, descubrimos más actividades de Weerwilly y destapamos algunos aperos que había abandonado. Encontramos un arado y balas de tela metálica y numerosas herramientas pequeñas, una linterna que funcionaba bastante bien y un barril de petróleo con combustible suficiente para varios meses. Estos descubrimientos entusiasmaron a Padre y le convencieron de que Weerwilly había fracasado porque era descuidado, como esa gente de Norteamérica que tira madera y alambre en perfectas condiciones. Y dijo que, si los Maywit llegan a ser un poco más listos, habrían encontrado el material y lo habrían usado ellos mismos para mejorar el lugar en vez de jugar al Señor de las Moscas.

Un día, siguiendo a algunos zambus que limpiaban terreno, me tropecé con un pájaro atrapado en un ovillo de hierba. Pero no era la hierba lo que le sujetaba, sino una tela de araña, gruesa y húmeda, como una madeja de lana, me arrodillé, lo desenredé y lo solté antes de pensar en buscar la araña. Entonces la vi... del tamaño de mi mano, marrón y peluda, del mismo color que las raíces de los hierbajos. El zambu Bucky dijo que era una araña Hanancy, y que no sólo cazaba pájaros, sino que también se los comía y también me comería a mí si no me andaba con cuidado. El pájaro, de color gris melocotón, era, según Bucky, de una especie que sólo aparecía unas semanas al año. Supuse que era un ave migratoria, demasiado inocente para cuidarse de las arañas en la hierba de la jungla. Me preocupó pensar que nosotros éramos un poco como aquel pájaro.

En aquella hierba había de todo: escorpiones, serpientes, alambre, huesos de pollo, ratones, pacas, botellas de vino, nidos de hormigas y cabezas de palas. Cortábamos la hierba para que los mosquitos no tuvieran dónde criar, pero, al hacerlo, encontrábamos de paso otras cosas útiles. Por ejemplo, mientras la limpieza seguía su curso (supervisada por Madre, contagiada del deseo de Padre de afeitar todo Jerónimo y limpiarlo de bichos), Mr. Maywit y Padre cavaban agujeros para los pilares de nuestra nueva casa. Padre decía con frecuencia que lo que necesitaban era un aparato de cavar agujeros para postes. Ese mismo día, Francis Lungley golpeó con el machete un objeto metálico. Se lo llevó a Padre, que dijo que se trataba del lado interesante de un cavador de agujeros para postes.

Le arregló las cuchillas, que eran como mandíbulas, y dijo:

—Todo lo que necesita es un par de mangos.

Le tomó menos de una hora ponerlo en funcionamiento.

—Necesitaba un cavador de agujeros para postes y se encontró un cavador de agujeros para postes. Y yo os pregunto ¿fue por casualidad o fue parte de un designio más amplio?

El mejor hallazgo de la limpieza del terreno fue una pila de madera cortada en tablones. Padre dijo que era caoba de la mejor calidad, tan buena, dijo, que estaba pensando en transformarla en un piano. Era demasiado pesada para la casa, pero dijo que sabía perfectamente qué hacer con ella. La apartaron a un lado, la limpiaron de serpientes y la pusieron a secar.

—A ver si me encuentran más madera de ésa por ahí —dijo Padre, y ese mismo día se encontró más madera. Los zambus reían porque estaba justamente donde Padre había dicho que iba a estar.

Madre trabajaba al lado de los zambus, vestida con una camisa de Padre y con el pelo recogido en un pañuelo. Era idea de Padre; decía que ninguno de los zambus dejaría de trabajar mientras hubiera una mujer en pie cortando la vegetación. Pronto la mayor parte de Jerónimo estuvo cortada y quemada. Parecía como si se hubiera celebrado una batalla: tierra negra, estacas negras, vapor y humo saliendo de las grietas del suelo. La mohosa cabaña de Mr. Maywit seguía cubierta de dondiego de día en su propio islote de bananos. Lo que después sería nuestra casa era un corral rectangular de treinta postes que sobresalían seis pies del suelo. Una vez instalado el piso sobre los postes, trasladaron allí los utensilios de cocina instalados bajo el conacaste. Este sótano de la casa se convirtió en nuestra cocina.

Limpiando el terreno, se descubrieron varias chapas de hierro acanalado. Pero a Padre no le gustó su aspecto, y durante varios días remontó el río con tres de los zambus para cortar bambú. Se iba por la mañana temprano, y aproximadamente una hora más tarde aparecía el bambú, cortado en piezas de ocho pies, flotando río abajo hasta Jerónimo. Los demás zambus recogían las piezas con los Maywit y Madre. Pero la mayor parte del transporte la hacía el río, decía Padre. Tenía un gran ingenio para simplificar cualquier trabajo.

Los bambúes, de un diámetro de unas cinco pulgadas, se cortaban cuidadosamente por la mitad y se alisaban por dentro para hacer acanaladuras. Poniéndolos sobre las vigas del techo y ordenándolos como tejas —amarrándolos entre sí a lo largo y cubriendo la línea de surcos con otra línea colocada al revés— fabricaron un tejado perfectamente estanco. Padre estaba tan contento que cantó:

¡Bajo el bam!

¡Bajo el bú!

Hizo las paredes con el mismo sistema. Teníamos cuatro habitaciones y un porche que Padre llamaba la Galería. Todo ello con saledizos, como una enorme jaula para pájaros.

Padre estaba tan ocupado con la casa y el trabajo de Jerónimo que se suspendieron nuestras clases. Madre decía que no se ocupaban de nosotros. Decía que debían pasar algo de tiempo con los chicos, ¿qué pasaba con su educación?

—Esta es la verdadera educación que necesitan —decía Padre—. Deberían dársela a todo el mundo en Norteamérica. Cuando Norteamérica esté devastada y baldía, esta destreza salvará a los chavales. No la poesía, ni pintar con los dedos, ni cuál es la capital de Texas, sino la supervivencia, reconstruir una civilización partiendo de las ruinas humeantes.

Era su viejo discurso, Guerra-en-América, pero ahora sentía que tenía la solución.

Los Maywit y los zambus consideraban la casa como un milagro.

—No pintan cuadros —decía Padre—, no tejen cestos, ni esculpen rostros en cocos ni ahuecan cuencos para ensalada. No cantan, ni bailan ni escriben poemas. No son capaces de pintar una raya recta. Por eso me gustan. Esto es inocencia. Están un poco tocados por la religión, pero ya se les pasará. Madre, aquí hay esperanza.

Durante la construcción de la casa, Padre nos estimulaba a observarle acompañados por los chicos Maywit. Clover y April se llevaban bien con las niñas Maywit —aunque Clover las mangoneaba haciéndolas recitar el alfabeto una y otra vez— y Jerry jugaba con el niño llamado Drainy, que también tenía diez años. Ninguno de ellos era de mi edad, lo que me daba libertad para ayudar a Padre o jugar por mi cuenta.

Drainy era un niño con ojos de insecto, la cabeza rapada y los dientes separados. Tenía una colección de cochecitos y bicicletas de juguete fabricados con alambre de percha. En una ocasión en que jugaba con Jerry encontré unos cuantos de aquellos juguetes de alambre y los arrastré ruidosamente por el suelo. Padre me preguntó qué eran.

Se los enseñé. Estaban ingeniosamente hechos. Tenían partes móviles y uno de ellos parecía hasta en sus menores detalles un triciclo, con sus pedales y sus ruedas.

A Padre le fascinaba todo lo mecánico. Se sentó y los estudió. Tras meditar sobre ellos varios minutos y probarlos, dijo:

—Están hechos con instrumentos muy sofisticados. Fíjate cómo han retorcido y unido este alambre. No hay ninguna soldadura, y los ángulos y curvas están perfectamente formados.

Me miró y me guiñó un ojo.

—Charlie —dijo—, creo que alguien nos está ocultando herramientas. No he juzgado bien a esta gente. Las herramientas de precisión que han hecho estas cosas me serían muy útiles.

Se las enseñó a Mr. Maywit, quien dijo que en efecto eran de Drainy. Drainy fue convocado a la Galería.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Padre.

—Los hago yo.

—Tómate tu tiempo, hijo —dijo Padre—. Quiero que me enseñes exactamente cómo lo haces. Te daré un poco de alambre. Ahora vete a buscar tus herramientas y hazme uno de éstos.

Padre entregó a Drainy unos pedazos de alambre fino, pero Drainy no se movió de donde estaba. Los cogió inexpresivamente con su sucia mano y se chupó los dientes.

—¿No quieres enseñarme tus herramientas?

Mr. Maywit golpeó el hombro del niño con un dedo.

—No tengo herramientas.

—Así que, después de todo, no puedes hacerlos —dijo Padre.

—Sí puedo —dijo Drainy. Se puso en cuclillas, cogió el alambre entre los dientes y, mordiendo y pasándolo entre los intersticios como si fuera seda dental, masticándolo como la médula de un hueso, lo convirtió en un piñón dentado y lo exhibió para que Padre lo admirase.

Mr. Maywit se puso tan nervioso que habló a trompicones:

—¡Lo hace con los dientes!

—Cuídate esos trituradores y lávatelos todos los días —dijo Padre a Drainy—. Más adelante te voy a necesitar.

13

Las primeras semanas, la vida no fue fácil en Jerónimo. Aquello no era un reino de cocoteros, comida gratuita, cabañas de paja y días soleados, bajo el bam, bajo el bú. La selva era fea e inútil, ¿y dónde estaban los animales peligrosos? Los árboles de la jungla tenían algo de obstinado, empujándose unos a otros y sin proporcionar sombra alguna. Yo veía crueldad en las enredaderas colgantes y egoísmo en sus sistemas de raíces. Había trabajo, y más trabajo, y una rutina que ocupaba todas las horas del día. En el
Unicorn
y en La Ceiba, e incluso en Hatfield, hacíamos más o menos lo que queríamos. Padre nos dejaba en paz y se dedicaba a sus cosas. Yo solía ayudarle, pero no siempre. En Jerónimo, era otra cosa.

Al levantarse el sol sonaba una campana, y para entonces Padre ya había encendido el fuego y tenía el café en marcha. Los Maywit siempre se unían a nosotros. Habían dejado de cocinar para ellos mismos la primera semana de nuestra estancia en Jerónimo. Tras comer piña y gachas, Padre llamaba a gritos a los zambus y nos comunicaba nuestros «objetivos» del día. Los lunes nos comunicaba nuestros objetivos de la semana: terminar la casa, o llenar tantas medidas de piedras, o limpiar una determinada superficie de tierra, o cortar estacas para frijoles, o cavar trincheras para alcantarillas. Los Maywit eran principalmente jardineros, los zambus sobre todo limpiadores de terreno y constructores, y los niños —los Maywit y otros— trabajábamos como recolectores y limpiadores.

Trabajábamos toda la mañana, hasta la hora de comer, cuando el calor era terrible. Era el mes de julio, la comida consistía siempre en sopa caliente, porque Padre tenía la idea de que necesitábamos sudar como pollos: nos mantenía frescos, sistema natural. El trabajo de la tarde era a menudo interrumpido por la lluvia, pero los chaparrones no duraban mucho y enseguida reemprendíamos el trabajo. Todo tipo de trabajo cesaba a finales de la tarde, cuando aparecían las moscas negras y los mosquitos, cuyas picaduras eran un verdadero tormento.

Justo antes de la puesta de sol entrábamos por turnos en la casa de baños para lavarnos. Una de las reglas era una ducha diaria. En Hatfield nunca nos habíamos lavado tanto, pero, en Jerónimo, Padre se convirtió en un verdadero maníaco de la limpieza. También nos hacía cambiarnos de ropa diariamente. La ropa para lavar se dejaba en una bañera, y uno de los olores de Jerónimo era aquel guiso de zorrillo de ropas hirvientes. La Señora Maywit siempre había lavado la ropa de su familia en el río, pero ahora usaba la bañera de latón. Padre se quedó encantado de ver que los Maywit empezaban a seguir nuestro ejemplo de la ducha diaria. Sólo los zambus siguieron como siempre, destilando vapores de gatos machos, como Padre cuando se enfadaba mucho.

En los primeros tiempos pasábamos las oscuras horas de los mosquitos entre la cena y la cama en el mirador a prueba de insectos. Una vez terminada la casa, nos sentábamos en la Galería (también a prueba de insectos) hasta la hora de acostarnos. Los Maywit venían frecuentemente a vernos. Mr. Maywit nos contaba cosas de los indios de las montañas y del alto río. Le gustaba dar información. Según él, lo que Mr. Haddy nos había dicho sobre los indios con rabo largo era cierto. Decía que había una tribu de indios, donde todos eran gigantes y otra donde todos eran pigmeos.

La historia más rara de Mr. Maywit era la referente a unos indios a los que él llamaba «hambrones». Decía que los hambrones vivían en una determinada parte de Mosquitia, y confesó que al vernos por primera vez pensó que podíamos ser hambrones. Los hambrones se ocultaban en ciudades secretas en la jungla. Llevaban allí más tiempo que los indios miskitos, o payas, o twahkas, o zambus. Pero no había nada que temer de los hambrones, porque eran pacíficos y virtuosos. Eran también muy altos, y construían pirámides, y eran desde todos los puntos de vista un pueblo noble.

—Se olvida de la parte más importante, Mr. Maywit —dijo Padre—. Son indios blancos. Más blancos que yo, más blancos incluso que usted.

Los Maywit eran de color café soluble en polvo y tenían pelo renegrido y ojos verdes.

—¿Los ha visto? —preguntó Mr. Maywit.

—Papá lo sabe todo —dijo Clover.

—He oído hablar de esos hambrones —dijo Padre—. Hábleme del oro que tienen, Mr. Maywit.

—No sé nada de ningún oro.

—Tienen minas de oro —dijo Padre—. Pepitas del tamaño de una nuez. Lo aplastan a martillazos y escriben en él. Lo enrollan y hacen ajorcas. Polvo de oro y planchas de oro, lingotes de una yarda de ancho.

—¿Se lo ha dicho Haddy?

—No —dijo Padre—. Pero ahorre saliva, Mr. Maywit. No quiero oír hablar de indios blancos que son ángeles. Quiero hablar de los diablos que vienen de Nicaragua.

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