A lo largo de la costa había pequeñas cabañas que parpadeaban como linternas bajo las altas palmeras. Después, más oscuridad y luces más diminutas, y nada de costa; sólo un plano inclinado de tierra y mar cada vez más negros y unas pocas llamas en la creciente negrura.
—Ya sé qué miras, Charlie —dijo Mr. Haddy—. No hay almejas.
Me abstuve de decir que estaba mirando los pequeños puntos de luz de la costa.
—Cuando yo era pequeño —dijo, mirando hacia la costa con la misma insistencia que yo—, vivíamos en la Laguna de Brewer. Allí fue donde aprendí zambu, los indios negros me lo enseñaron. Una vez por la noche hubo un gran jaleo en mi habitación, una locomoción, algo que volaba y aleteaba Me despierto y llamo a Mamá: «¡Mamá, ven aprisa! ¡Pasa algo!». Ella entra con una linterna y dice: «¡Marionetas! No me hagas perder el tiempo soñando con Dobles». Un doble es tu propio fantasma. Entonces se pone toda gris. «¿Qué es esa sangre en tu almohada?», dice y se pone a chillar como una loca. Yo miro la almohada y está roja. ¡Sangre! Me pregunta cómo tengo la cabeza. Sangraba, pero no lo sentía.
—¿Por qué sangraba? —pregunté.
—«¡Ajá!», dice mi Mamá y da una patada al suelo, y un murciélago del tamaño de un hombre se estampa contra la pared. Después de espantarlo me mira otra vez la cabeza. Ese murciélago gigante me había estado chupando la oreja y me había hecho agujeros. Y la sangre salía a chorros. Y había cagadas de murciélago por toda la habitación. Y la cagada de murciélago huele a mierda.
Me miró, abriendo mucho sus ojos punteados de marrón.
—Ya sé qué estás mirando. Murciélagos.
No miraba eso, pero empecé a hacerlo.
Padre estaba en silencio, fumando, con aspecto de estar deseando arrancar las manos de Mr. Haddy de la rueda del timón.
—Conozco a un tipo —prosiguió Mr. Haddy—, un murciélago le chupó un dedo del pie mientras dormía. Oh, los murciélagos van a por ti. Ahí fuera algunos de ellos son como columnas. Abajo en Bluefields son del tamaño de un oso hormiguero, te muerden a través de la ropa.
En la oscuridad de la cabina veía sus dientes secos, blancos como la cal, y oía cómo intentaba silbar a través de ellos.
—Murciélagos fruteros —dijo Padre.
—Sí, señor, murciélagos fruteros —dijo Mr. Haddy—. Y todas las otras clases.
—Comen plátanos —dijo Padre.
—Pero si no consiguen plátanos, van a por ti.
—Cuéntenos algo de los tiburones —dijo Padre.
—He visto algunos tiburones —dijo Mr. Haddy.
—¿Del tamaño de un perro?
—Mayores.
Padre señaló con el muñón del dedo y dijo:
—Ahí está el norte, Mr. Haddy.
—Se lo podía haber dicho yo también. Conozco el norte como mi propio nombre.
—En este mismo momento —dijo Padre ensoñadoramente—, allí en Norteamérica, alguien está pintando líneas amarillas en una carretera, y alguien está envolviendo media cebolla en un jirón de celofán de supermercado, o echando un exprimidor eléctrico a la basura y diciendo «está inservible». Alguien acaba de abrir una lata de sopa que sabe a chocolate en una hermosa cocina porque no le arranca el coche y no puede irse a comer fuera de casa. Lo que realmente quería es una hamburguesa con queso. Alguien acaba de envenenarse con una salchicha de nitrato rojo, y sonríe porque le ha sabido a gloria. Y todos maldicen al Presidente. Quieren que les renueven la maquinaria.
Padre se calló un instante.
—Ahí está el norte, sí, señor —dijo Mr. Haddy.
—Allá —dijo Padre, encarándose con la oscuridad— hay un decorador de interiores, probablemente mariquita, en el recibidor de un banco. Le han contratado para redecorarlo. El banco no va bien. Necesita más cuentas corrientes. Quizá un nuevo recibidor sirva de algo. Pero el decorador no sabe de qué color pintarlo, ni dónde poner los geranios. Pregunta al banquero: «¿Qué quiere usted que comunique este espacio?».
—De eso no estoy muy seguro —dijo Mr. Haddy.
—Alguien está pensando un nombre nuevo para los copos de maíz —dijo Padre—. Algún otro acaba de morir por comérselos.
—Eso no está bien —dijo Mr. Haddy.
—Pero nosotros vamos a casa —dijo Padre.
—¿Le he contado alguna vez lo del tigre y mi Mamá y el yampi?
—Cuénteme, Mr. Haddy. Pero antes deme ese timón.
—Jamás le daré el timón —dijo Mr. Haddy—. Yo soy el capitán, yo soy el piloto, ésta es mi lancha.
Padre guardó silencio. A veces, cuando estaba enfadado, emitía cierto olor, y ahora me llegó un soplo, un ligero aroma de vapor de gato macho.
—Usted es un pasajero.
Pero la voz de Mr. Haddy había perdido su anterior arrojo.
—Si yo fuera de la clase de los pasajeros, estaría allí —dijo Padre, apuntando hacia el norte, hacia los Estados Unidos—. Charlie, vete a la cama.
Desplegué mi saco de dormir cerca de Madre y me introduje en él. El motor me vibraba en la espalda. La masa de estrellas de arriba era como una ola de fosforescencia marina, un millón de diminutas estrellas fundidas derivando muertas en la marea celeste.
Cuando desperté, estaba más oscuro que cuando me fui a dormir. La lancha petardeaba, rodeada por una negrura espesa, y no había estrellas. El montón de sacos de dormir a mi alrededor me informó de que Jerry y las gemelas aún dormían. En la cabina de pilotaje brillaba una pequeña luz.
Padre estaba al timón. Madre estaba a su lado, con un mapa, y no se veía a Mr. Haddy por ninguna parte. Con las manos en la rueda del timón y la linterna distorsionándole el rostro, Padre parecía ansioso e impaciente. Le pregunté dónde estaba Mr. Haddy.
—Le tiré al agua —dijo Padre—. No soportaba la tensión.
¿Hasta qué punto confiaba yo en Padre? Completamente. Creía todo cuanto me decía. Llegué incluso a mirar a popa, a nuestra estela espumosa, esperando ver los dientes del rostro ahogado de Mr. Haddy.
—Te está tomando el pelo, Charlie —dijo Madre—. Mr. Haddy está durmiendo.
—Le mandé a la cama —dijo Padre—. ¡Rediez, cuánto me gustaría tener una barca como ésta!
Llevaba un puro apagado en la boca y manejaba la rueda con los dedos extendidos, apoyando su rostro iluminado en la ventanilla de la cabina.
A sus espaldas, Madre se apoyaba ligeramente en su hombro, manteniéndole erguido con su blanca mano de la misma manera que sujetaba a Jerry y las gemelas en la barandilla del
Unicorn
. Su rostro estaba pálido, enmarcado por el cabello suave y liso y carente por completo de expresión. Sus ojos oscuros reflejaban la oscuridad que nos rodeaba y parecían absorber la llama de la linterna. Estaba en calma, pero Padre se inclinaba hacia delante como si se esforzara por liberarse de la mano que le sujetaba. Tenía sombras de nudos musculosos en la mandíbula, y su rostro se retorcía por el esfuerzo de ver algo en la oscuridad. Sus ojos brillaban seguros, como destellos de laca. Estaba activo y vigilante. No movía los ojos; cuando quería ver de lado, movía toda la cabeza.
Padre y Madre permanecieron un buen rato en esta postura, sin hablar, y, cuanto más les miraba, más me parecían un hombre salvaje y un ángel, y la barca un ejemplo del tipo de vida que llevábamos, labrando el agua oscura con la jungla negra a un lado y el mar profundo al otro, y la noche sin luna por encima.
Pero no vi la jungla hasta más tarde, cuando Mr. Haddy despertó y me dijo que estábamos pasando por delante de la barra de la laguna de Guayamoreto, poco después de Trujillo.
Después, la oscuridad, que parecía hecha de muchas brazas de tinta, se suavizó, tomó un delicado color gris
y
, sin revelar nada más del mar, se convirtió en polvo. A nuestro alrededor, el amanecer polvoriento se espesó hasta que, ya más grueso y ceniciento, en un nacimiento de sol sin sol, nos permitió vislumbrar el mar jabonoso y la línea de la costa y la jungla apelmazada como un alga negra y harapienta. Al poco rato el sol había subido una hora sobre la costa desnuda y llana.
—Padre pilota mi lancha —decía Mr. Haddy, sin salir de su asombro. Pero era el único a bordo a quien sorprendía que Padre se hubiera hecho cargo—. Se nombró él solo capitán anoche. Protesté que era contra reglamento, pero, maldita sea, no me sirvió de nada.
Creo que todos nos alegramos secretamente, y el hecho de que Padre pilotara la barca de otro en un mar desconocido hasta una costa extraña probaba que era capaz de todo.
—Oh, Dios mío —dijo Mr. Haddy, mientras un relámpago se imprimía brevemente en la bruma.
Unas nubes barbudas se inundaron de luz para después desvanecerse. Hubo una pausa silenciosa, después un trueno, lo más parecido a una bomba que había oído nunca, y el mar a nuestro alrededor empezó a recibir los aguijonazos de unas gotas de lluvia tan grandes como canicas. Las cintas del alba y las nubes de tormenta se unían en el amplio cielo que cubría el mar tropical a medida que el sol empujaba la tormenta escorada hacia la costa. La lluvia no era regular. Nos abrimos camino en la lancha costeando hacia el este entre los contornos retorcidos de la caudalosa lluvia, que tan pronto batía sobre la ferretería de Padre, lavando toda la cubierta, como dejaba de caer, permitiendo que los tablones se tiñeran de nuevo de negro.
Salvo una pequeña ondulación, el mar estaba tan en calma como cuando salimos de La Ceiba. Las nubes se abrieron: todo el cielo lleno sobre el mar plano, moviéndose de lado y cambiando de forma, columnas de nubes, y vigas de techumbre derrumbándose y abriéndose camino hacia la costa. El sol se asomó y nos deslumbró. Brillaba como el fuego y era muy caliente, aunque el borde inferior de su forma de plato estaba aún sumergido en el fregadero de las nubes, y, cuando reventó sobre nosotros, extrajo vapor y hedores de todos los tablones de la empapada lancha.
—Estaremos en Santa Rosa a la hora del desayuno —dijo Mr. Haddy—. No está lejos, como media hora. Casi se ve.
—Tengo noticias para usted, señor mío —dijo Padre—. Vamos a desayunar aquí mismo. Mire lo que hemos pescado Madre y yo, mientras todos los demás estaban muertos para el mundo.
Se inclinó hacia atrás y sacó de un cesto una fila de peces rayados. Mr. Haddy dijo que se llamaban peces cabeza de oveja. Estaban ensartados por las agallas, cinco peces rollizos.
—Ahora limpie esos peces, Mr. Haddy, mientras Madre enciende el infiernillo. Los chavales ordenarán la cubierta, y vamos a comer algo de verdad. ¿O prefiere que entremos en Santa Rosa y comamos frijoles del mes pasado?
Mr. Haddy cogió los peces y empezó a cortarlos. Más a proa, Jerry y las gemelas habían salido de sus sacos de dormir y se estaban frotando los ojos. Madre puso una palangana de agua dulce para que nos laváramos, encendió el infiernillo (era un tubo de acero cortado por la mitad con una rejilla en la parte superior) y puso el café encima.
—Le diré más —dijo Padre—. No vamos a parar en Santa Rosa.
Mr. Haddy estaba abriendo los cabeza de oveja como si fueran sobres, sacando a pellizcos montoncillos de tubos de entrañas grises. Con algunos de aquellos viscosos spaghetti en los dedos, dijo:
—Primero dice que no quiere ir a Trujillo porque no quiere ver a misioneros. Ahora quiere convertirme en pescadero y dice que no vamos a Santa Rosa. Santa Rosa no tiene nada de malo, demonios.
—He estado mirando el mapa —dijo Padre.
—Padre y su mapa —dijo Mr. Haddy.
Rascó los peces como si los estuviera castigando, a ellos y a su dedo gordo, lanzando las pulidas escamas plateadas al otro extremo de la cubierta.
—Yo no he dicho que no vamos allí —dijo Padre—. He dicho que no vamos a parar.
Comimos el pescado bajo el toldo de la cubierta de proa, debido a los posibles chaparrones. Mr. Haddy abrió la cabeza de un pez y encontró en el cerebro un fragmento de una sustancia clara, como cristal, del tamaño de un nudillo. Padre decidió colgársela del cuello.
—Como uno de esos zambu —dijo Mr. Haddy, y después nos dijo que levantáramos la vista.
A lo lejos, bajo largas cascadas de agua, había un muelle y unos cuantos edificios amarillos y una línea verde de jungla costera.
—Eso de ahí es Rosita —dijo Mr. Haddy.
Era, dijo Padre, un oscuro insulto a la verde Costa de los Mosquitos, no más de diez edificios bajos y la aguja de una iglesia. Vapor y humo, tejados de tejas rojas y media docena de chavales en el muelle.
—¿Paramos en Rosita? —preguntó Mr. Haddy.
—Yo nunca me paro hasta llegar a mi punto de destino —respondió Padre.
—Cuando yo piloto esta lancha, me paro ahí, Padre —dijo Mr. Haddy.
Me miró tristemente. El blanco de sus ojos enrojecidos estaba manchado de puntos marrones. Habíamos pasado ya el muelle y la playa. Madre le dijo que no se preocupara. Él respondió que no estaba preocupado, pero estaba bastante confuso.
—¡No os quitéis la camisa! —gritó Padre desde la cabina.
Las gemelas estaban a proa.
—Se ve el fondo —dijo April.
Y Jerry corrió a proa a mirar.
—Ni siquiera sé por qué no piloto —dijo Mr. Haddy—. Hasta ahora siempre lo había hecho. Mira ese agua marrón espumosa, ésa es la desembocadura del río. Pero ¿qué hace ahora este hombre?
Había una abertura en la costa, y, en la amplia entrada, una corriente fluvial chocaba con la marea creciente. La espuma se derramaba por los costados depositando sedimentos en las barras de arena. Más adelante, vi palos y ramas agitándose camino del mar.
Padre aproó la lancha hacia la marea marrón de tierra adentro. Un pescador, metido hasta la rodilla en la rompiente verde, lanzó su red al agua y nos saludó. La
Little Haddy
empezó a remontar la corriente, lanzando chorros por las amuras.
—¡No es por aquí, Padre! —gritó Mr. Haddy.
Seguía sentado, el ceño fruncido, junto a los restos de nuestro desayuno, espinas y mendrugos de pan y tazas de café.
—No me oye —murmuró—. No hace caso.
Se levantó y se acercó a la cabina para protestar.
—Por favor, Mister. Esto no es un cayuco. ¡Es una lancha!
—Siéntese —dijo Padre.
—Yo soy el piloto —dijo Mr. Haddy—. Yo no piloto río arriba.
—Eso no es un río normal, es una inundación —dijo Padre—. Es curioso. La primera vez que vi Santa Rosa en el mapa no me fijé en el río y, cuando me fijé, me pareció pequeño. Hasta que la lluvia me dio la idea. Está crecido. Este río tiene agua suficiente para llevarnos casi hasta Jerónimo.
—¡No es para lanchas! ¡Chocaremos con una roca-piedra!