La conquista de la felicidad (12 page)

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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, #filosofía

BOOK: La conquista de la felicidad
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La segunda de nuestras cuatro máximas, la que dice que no conviene sobreestimar nuestros propios méritos, ha quedado comentada, en lo tocante a los méritos morales, con lo que ya hemos dicho. Pero tampoco hay que sobreestimar otros méritos que no son del tipo moral. El dramaturgo cuyas obras nunca tienen éxito debería considerar con calma la hipótesis de que sus obras son malas; no debería rechazarla de antemano por ser evidentemente insostenible. Si descubre que encaja con los hechos, debería adoptarla, como haría un filósofo inductivo. Es cierto que en la historia se han dado casos de mérito no reconocido, pero son mucho menos numerosos que los casos de mediocridad reconocida. Si un hombre es un genio a quien su época no quiere reconocer como tal, hará bien en persistir en su camino aunque no reconozcan su mérito. Pero si se trata de una persona sin talento, hinchada de vanidad, hará bien en no persistir. No hay manera de saber a cuál de estas dos categorías pertenece uno cuando le domina el impulso de crear obras maestras desconocidas. Si perteneces a la primera categoría, tu persistencia es heroica; si perteneces a la segunda, es ridícula. Cuando lleves muerto cien años, será posible saber a qué categoría pertenecías. Mientras tanto, si usted sospecha que es un genio pero sus amigos sospechan que no lo es, existe una prueba, que tal vez no sea infalible, y que consiste en lo siguiente: ¿produce usted porque siente la necesidad urgente de expresar ciertas ideas o sentimientos, o lo hace motivado por el deseo de aplauso? En el auténtico artista, el deseo de aplauso, aunque suele existir y ser muy fuerte, es secundario, en el sentido de que el artista desea crear cierto tipo de obra y tiene la esperanza de que dicha obra sea aplaudida, pero no alterará su estilo aunque no obtenga ningún aplauso. En cambio, el hombre cuyo motivo primario es el deseo de aplauso carece de una fuerza interior que le impulse a un modo particular de expresión, y lo mismo podría hacer un tipo de trabajo totalmente diferente. Esta clase de hombre, si no consigue que se aplauda su arte, lo mejor que podría hacer es renunciar. Y hablando en términos más generales, cualquiera que sea su actividad en la vida, si descubre usted que los demás no valoran sus cualidades tanto como las valora usted, no esté tan seguro de que son ellos los que se equivocan. Si se permite usted pensar eso, puede caer fácilmente en la creencia de que existe una conspiración para impedir que se reconozcan sus méritos, y creer eso le hará desgraciado con toda seguridad. Reconocer que nuestros méritos no son tan grandes como habíamos pensado puede ser muy doloroso en un primer momento, pero es un dolor que pasa, y después vuelve a ser posible vivir feliz.

Nuestra tercera máxima decía que no hay que esperar demasiado de los demás. En otros tiempos, las señoras inválidas esperaban que al menos una de sus hijas se sacrificara por completo para asumir las tareas de enfermera, llegando incluso a renunciar al matrimonio. Esto es esperar de otro un grado de altruismo contrario a la razón, ya que el altruista pierde más de lo que gana el egoísta. En todos nuestros tratos con otras personas, y en especial con las más próximas y queridas, es importante —y no siempre fácil— recordar que ellos ven la vida desde su propio punto de vista y según afecte a su propio ego, y no desde nuestro punto de vista y según afecte a nuestro ego. No debemos esperar que ninguna persona altere el curso principal de su vida en beneficio de otro individuo. En algunas ocasiones puede existir un amor tan fuerte que hasta los mayores sacrificios resultan naturales, pero si no son naturales no hay que hacerlos y a nadie se le debería reprochar que no los haga. Con mucha frecuencia, la conducta ajena que nos molesta no es más que la sana reacción del egoísmo natural contra la voraz rapacidad de una persona cuyo ego se extiende más allá de los límites correctos.

La cuarta máxima que hemos mencionado dice que hay que convencerse de que los demás pierden mucho menos tiempo pensando en nosotros que el que perdemos nosotros. El demente que padece de manía persecutoria imagina que toda clase de personas, que en realidad tienen sus propias ocupaciones e intereses, se pasan mañana, tarde y noche empeñados en maquinar maldades contra el pobre lunático. De manera similar, el individuo relativamente cuerdo que padece de manía persecutoria ve en toda clase de actos una referencia a su persona que en realidad no existe. Naturalmente, esta idea halaga su vanidad. Si fuera un hombre realmente grande, podría ser verdad. Durante muchos años, los actos del gobierno británico tuvieron como principal objetivo hundir a Napoleón. Pero cuando una persona sin especial importancia se imagina que los demás están pensando constantemente en ella, ha iniciado el camino de la locura. Supongamos que pronuncia usted un discurso en un banquete público. En los periódicos aparecen fotografías de otros oradores, pero ninguna de usted. ¿Cómo se explica esto? Evidentemente, no es porque a los otros oradores se les considere más importantes; tiene que ser porque los directores de los periódicos dieron órdenes de que usted no apareciera. ¿Y por qué han ordenado tal cosa? Evidentemente, porque le temen a usted, a causa de su gran importancia. De este modo, la omisión de su fotografía deja de ser un desaire para transformarse en un sutil elogio. Pero este tipo de autoengaño no puede dar origen a una felicidad sólida. En el fondo de su mente, usted siempre sabrá que los hechos ocurrieron de otro modo, y para mantener ese conocimiento lo más oculto posible tendrá que inventar hipótesis cada vez más fantásticas. Llegará un momento en que el esfuerzo necesario para creerlas será demasiado grande. Y como, además, llevan implícita la convicción de que es usted víctima de la hostilidad general, la única manera de salvaguardar su autoestima será fomentando la dolorosísima sensación de que está usted enfrentado al mundo. Las satisfacciones basadas en el autoengaño nunca son sólidas, y, por muy desagradable que sea la verdad, es mejor afrontarla de una vez por todas, acostumbrarse a ella y dedicarse a construir nuestra vida de acuerdo con ella.

9

Miedo a la opinión pública

Muy pocas personas pueden ser felices sin que su modo de vida y su concepto del mundo sean aprobados, en términos generales, por las personas con las que mantienen relaciones sociales y, muy especialmente, por las personas con que viven. Una peculiaridad de las comunidades modernas es que están divididas en sectores que difieren mucho en cuestiones de moral y creencias. Esta situación comenzó con la Reforma, o tal vez con el Renacimiento, y se ha ido acentuando desde entonces. Había protestantes y católicos que no solo tenían diferencias en asuntos de teología, sino en muchas cuestiones prácticas. Había aristócratas que se permitían hacer ciertas cosas que no eran toleradas entre la burguesía. Después, hubo latitudinarios y librepensadores que no aceptaban la imposición de un culto religioso. En nuestros tiempos, y a todo lo ancho del continente europeo, existe una profunda división entre socialistas y no socialistas, que no solo afecta a la política sino a casi todos los aspectos de la vida. En los países de habla inglesa, las divisiones son muy numerosas. En algunos sectores se admira el arte y en otros se lo considera diabólico, sobre todo si es moderno. En ciertos sectores, la devoción al imperio es la virtud suprema, en otros se considera un vicio y en otros una estupidez. Para las personas convencionales, el adulterio es uno de los peores delitos, pero grandes sectores de la población lo considera excusable, y hasta positivamente encomiable. El divorcio está absolutamente prohibido para los católicos, pero casi todos los no católicos lo consideran un alivio necesario del matrimonio.

Debido a todas estas diferencias de criterio, una persona con ciertos gustos y convicciones puede verse rechazada como un paria cuando vive en un ambiente, aunque en otro ambiente sería aceptada como un ser humano perfectamente normal. Así se origina una gran cantidad de infelicidad, sobre todo en los jóvenes. Un chico o una chica capta de algún modo las ideas que están en el aire, pero se encuentra con que esas ideas son anatema en el ambiente particular en que vive. Es fácil que a los jóvenes les parezca que el único entorno con el que están familiarizados es representativo del mundo entero. Les cuesta creer que, en otro lugar o en otro ambiente, las opiniones que ellos no se atreven a expresar por miedo a que se les considere totalmente perversos serían aceptadas como cosa normal de la época. Y de este modo, por ignorancia del mundo, se sufre mucha desgracia innecesaria, a veces solo en la juventud, pero muchas veces durante toda la vida. Este aislamiento no solo es una fuente de dolor, sino que además provoca un enorme gasto de energía en la innecesaria tarea de mantener la independencia mental frente a un entorno hostil, y en el 99 por ciento de los casos ocasiona cierto reparo a seguir las ideas hasta sus conclusiones lógicas. Las hermanas Brontë nunca conocieron a nadie que congeniara con ellas hasta después de publicar sus libros. Esto no afectó a Emily, que tenía un temperamento heroico y grandilocuente, pero sí que afectó a Charlotte, que, a pesar de su talento, siempre mantuvo una actitud muy similar a la de una institutriz. También Blake, como Emily Brontë, vivió en un aislamiento mental extremo, pero al igual que ella poseía la grandeza suficiente para superar sus malos efectos, ya que jamás dudó de que él tenía razón y sus críticos se equivocaban. Su actitud hacia la opinión pública está expresada en estos versos:

El único hombre que he conocido

que no me hacía casi vomitar

ha sido Fuseli: era mitad turco y mitad judío.

Así que, queridos amigos cristianos, ¿cómo os va?

Pero no hay muchas personas cuya vida interior tenga este grado de fuerza. Casi todo el mundo necesita un entorno amistoso para ser feliz. La mayoría, por supuesto, se encuentra a gusto en el ambiente en que le ha tocado vivir. Han asimilado de jóvenes los prejuicios más en boga y se adaptan instintivamente a las creencias y costumbres que encuentran a su alrededor. Pero para una gran minoría, que incluye a prácticamente todos los que tienen algún mérito intelectual o artístico, esta actitud de aquiescencia es imposible. Una persona nacida, por ejemplo, en una pequeña aldea rural se encontrará desde la infancia rodeada de hostilidad contra todo lo necesario para la excelencia mental. Si quiere leer libros serios, los demás niños se reirán de él y los maestros le dirán que esas obras pueden trastornarle. Si le interesa el arte, sus coetáneos le considerarán afeminado, y sus mayores dirán que es inmoral. Si quiere seguir una profesión, por muy respetable que sea, que no haya sido común en el círculo al que pertenece, se le dice que está siendo presuntuoso y que lo que estuvo bien para su padre también debería estar bien para él. Si muestra alguna tendencia a criticar las creencias religiosas o las opiniones políticas de sus padres, es probable que se meta en graves apuros. Por todas estas razones, la adolescencia es una época de gran infelicidad para casi todos los chicos y chicas con talentos excepcionales. Para sus compañeros más vulgares puede ser una época de alegría y diversión, pero ellos quieren algo más serio, que no pueden encontrar ni entre sus mayores ni entre sus coetáneos del entorno social concreto en que el azar les hizo nacer.

Cuando estos jóvenes van a la universidad, es muy probable que encuentren almas gemelas y disfruten de unos años de gran felicidad. Si tienen suerte, al salir de la universidad pueden encontrar algún tipo de trabajo que les siga ofreciendo la oportunidad de elegir compañeros con gustos similares; un hombre inteligente que viva en una ciudad tan grande como Londres o Nueva York casi siempre puede encontrar un entorno con el que congeniar, en el que no sea necesario reprimirse ni portarse con hipocresía. Pero si su trabajo le obliga a vivir en una población pequeña y, sobre todo, si necesita conservar el respeto de la gente corriente, como ocurre por ejemplo con los médicos y abogados, puede verse obligado durante casi toda su vida a ocultar sus verdaderos gustos y convicciones a la mayoría de las personas con que trata a lo largo del día. Esta situación se da mucho en Estados Unidos, debido a la gran extensión del país. En los lugares más improbables, al norte, al sur, al este y al oeste, uno encuentra individuos solitarios que saben, gracias a los libros, que existen lugares en los que no estarían solos, pero que no tienen ninguna oportunidad de vivir en dichos lugares, y solo muy de vez en cuando pueden hablar con alguien que piense como ellos. En estas circunstancias, la auténtica felicidad es imposible para los que no están hechos de una pasta tan extraordinaria como la de Blake y Emily Brontë. Si se quiere conseguir, hay que encontrar alguna manera de reducir o eludir la tiranía de la opinión pública, y que permita a los miembros de la minoría inteligente conocerse unos a otros y disfrutar de la compañía mutua.

En muchísimos casos, una timidez injustificada agrava el problema más de lo necesario. La opinión pública siempre es más tiránica con los que la temen obviamente que con los que se muestran indiferentes a ella. Los perros ladran más fuerte y están más dispuestos a morder a las personas que les tienen miedo que a los que los tratan con desprecio, y el rebaño humano es muy parecido en este aspecto. Si se nota que les tienes miedo, les estás prometiendo una buena cacería, pero si te muestras indiferente empiezan a dudar de su propia fuerza y por tanto tienden a dejarte en paz. Desde luego, no estoy hablando de las formas extremas de disidencia. Si defiendes en Kensington las ideas que son convencionales en Rusia, o en Rusia las ideas convencionales en Kensington, tendrás que atenerte a las consecuencias. No estoy pensando en estos casos extremos, sino en rupturas mucho más suaves con lo convencional, como no vestirse correctamente, pertenecer a cierta iglesia o abstenerse de leer libros inteligentes. Estas salidas de lo convencional, si se hacen alegremente y sin darles importancia, no en plan provocador sino con espontaneidad, acaban tolerándose incluso en las sociedades más convencionales. Poco a poco, se puede ir adquiriendo la posición de lunático con licencia, al que se le permiten cosas que en otra persona se considerarían imperdonables. En gran medida, es cuestión de simpatía y buen carácter. A las personas convencionales les enfurece lo que se sale de la norma, principalmente porque consideran estas desviaciones como una crítica contra ellas. Pero perdonarán muchas excentricidades a quien se muestre tan jovial y amistoso que deje claro, hasta para los más idiotas, que no tiene intención de criticarlos.

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