La conquista de la felicidad (9 page)

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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, #filosofía

BOOK: La conquista de la felicidad
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La modestia innecesaria tiene mucho que ver con la envidia. La modestia se considera una virtud, pero personalmente dudo mucho de que, en sus formas más extremas, se deba considerar tal cosa. La gente modesta necesita tener mucha seguridad, y a menudo no se atreve a intentar tareas que es perfectamente capaz de realizar. La gente modesta se cree eclipsada por las personas con que trata habitualmente. En consecuencia, es especialmente propensa a la envidia y, por la vía de la envidia, a la infelicidad y la mala voluntad. Por mi parte, creo que no tiene nada de malo educar a un niño de manera que se crea un tipo estupendo. No creo que ningún pavo real envidie la cola de otro pavo real, porque todo pavo real está convencido de que su cola es la mejor del mundo. La consecuencia es que los pavos reales son aves apacibles. Imagínense lo desdichada que sería la vida de un pavo real si se le hubiera enseñado que está mal tener buena opinión de sí mismo. Cada vez que viera a otro pavo real desplegar su cola, se diría: «No debo ni pensar que mi cola es mejor que esa, porque eso sería de presumidos, pero ¡cómo me gustaría que lo fuera! ¡Ese odioso pavo está convencido de que es magnífico! ¿Le arranco unas cuantas plumas? Así ya no tendría que preocuparme de que me compararan con él». Hasta puede que le tendiera una trampa para demostrar que era un mal pavo real, de conducta indigna de un pavo real, y denunciarlo a las autoridades. Poco a poco, establecería el principio de que los pavos reales con colas especialmente bellas son casi siempre malos, y que los buenos gobernantes del reino de los pavos reales deberían favorecer a las aves humildes, con solo unas cuantas plumas fláccidas en la cola. Una vez establecido este principio, haría condenar a muerte a los pavos más bellos, y al final las colas espléndidas serían solo un borroso recuerdo del pasado. Así es la victoria de la envidia disfrazada de moralidad. Pero cuando todo pavo real se cree más espléndido que los demás, toda esa represión es innecesaria. Cada pavo real espera ganar el primer premio en el concurso, y cada uno, viendo la pava que le ha tocado en suerte, está convencido de haberlo ganado.

La envidia, por supuesto, está muy relacionada con la competencia. No envidiamos la buena suerte que consideramos totalmente fuera de nuestro alcance. En las épocas en que la jerarquía social es fija, las clases bajas no envidian a las clases altas, ya que se cree que la división en pobres y ricos ha sido ordenada por Dios. Los mendigos no envidian a los millonarios, aunque desde luego envidiarán a otros mendigos con más suerte que ellos. La inestabilidad de la posición social en el mundo moderno y la doctrina igualitaria de la democracia y el socialismo han ampliado enormemente la esfera de la envidia. Por el momento, esto es malo, pero se trata de un mal que es preciso soportar para llegar a un sistema social más justo. En cuanto se piensa racionalmente en las desigualdades, se comprueba que son injustas a menos que se basen en algún mérito superior. Y en cuanto se ve que son injustas, la envidia resultante no tiene otro remedio que la eliminación de la injusticia. Por eso en nuestra época la envidia desempeña un papel tan importante. Los pobres envidian a los ricos, las naciones pobres envidian a las ricas, las mujeres envidian a los hombres, las mujeres virtuosas envidian a las que, sin serlo, quedan sin castigo. Aunque es cierto que la envidia es la principal fuerza motriz que conduce a la justicia entre las diferentes clases, naciones y sexos, también es cierto que la clase de justicia que se puede esperar como consecuencia de la envidia será, probablemente, del peor tipo posible, consistente más bien en reducir los placeres de los afortunados y no en aumentar los de los desfavorecidos. Las pasiones que hacen estragos en la vida privada también hacen estragos en la vida pública. No hay que suponer que algo tan malo como la envidia pueda producir buenos resultados. Así pues, los que por razones idealistas desean cambios profundos en nuestro sistema social y un gran aumento de la justicia social, deben confiar en que sean otras fuerzas distintas de la envidia las que provoquen los cambios.

Todas las cosas malas están relacionadas entre sí, y cualquiera de ellas puede ser la causa de cualquiera de las otras; la fatiga, en concreto, es una causa muy frecuente de envidia. Cuando un hombre se siente incapacitado para el trabajo que tiene que hacer, siente un descontento general que tiene muchísimas probabilidades de adoptar la forma de envidia hacia los que tienen un trabajo menos exigente. Así pues, una de las maneras de reducir la envidia consiste en reducir la fatiga. Pero lo más importante, con gran diferencia, es procurarse una vida que sea satisfactoria para los instintos. Muchas envidias que parecen puramente profesionales tienen, en realidad, un motivo sexual. Un hombre que sea feliz en su matrimonio y con sus hijos no es probable que sienta mucha envidia de otros por su riqueza o por sus éxitos, siempre que él tenga lo suficiente para criar a sus hijos del modo que considera adecuado. Los elementos esenciales de la felicidad humana son simples, tan simples que las personas sofisticadas no son capaces de admitir qué es lo que realmente les falta. Las mujeres de las que hablábamos antes, que miran con envidia a toda mujer bien vestida, no son felices en su vida instintiva, de eso podemos estar seguros. La felicidad instintiva es rara en el mundo anglófono, y sobre todo entre las mujeres. En este aspecto, la civilización parece haber equivocado el camino. Si se quiere que haya menos envidia, habrá que encontrar la manera de remediar esta situación; y si no se encuentra esa manera, nuestra civilización corre el peligro de acabar destruida en una orgía de odio. En la Antigüedad, la gente solo envidiaba a sus vecinos, porque sabía muy poco del resto del mundo. Ahora, gracias a la educación y a la prensa, todos saben mucho, aunque de un modo abstracto, sobre grandes sectores de la humanidad de los que no conocen ni a un solo individuo. Gracias al cine, creen que saben cómo viven los ricos; gracias a los periódicos, saben mucho de la maldad de las naciones extranjeras; gracias a la propaganda, se enteran de los hábitos nefastos de los que tienen la piel con una pigmentación distinta de la suya. Los amarillos odian a los blancos, los blancos odian a los negros, y así sucesivamente. Habrá quien diga que todo este odio está incitado por la propaganda, pero esta es una explicación bastante superficial. ¿Por qué la propaganda es mucho más efectiva cuando incita al odio que cuando intenta promover sentimientos amistosos? La razón, evidentemente, es que el corazón humano, tal como lo ha moldeado la civilización moderna, es más propenso al odio que a la amistad. Y es propenso al odio porque está insatisfecho, porque siente en el fondo de su ser, tal vez incluso subconscientemente, que de algún modo se le ha escapado el sentido de la vida, que seguramente otros que no somos nosotros han acaparado las cosas buenas que la naturaleza ofrece para disfrute de los hombres. La suma positiva de placeres en la vida de un hombre moderno es, sin duda, mayor que en las comunidades más primitivas, pero la conciencia de lo que podría ser ha aumentado mucho más. La próxima vez que lleve a sus hijos al parque zoológico, fíjese en los ojos de los monos: cuando no están haciendo ejercicios gimnásticos o partiendo nueces, muestran una extraña tristeza cansada. Casi se podría pensar que querrían convertirse en hombres, pero no pueden descubrir el procedimiento secreto para lograrlo. En el curso de la evolución se equivocaron de camino; sus primos siguieron avanzando y ellos se quedaron atrás. En el alma del hombre civilizado parece haber penetrado parte de esa misma tensión y angustia. Sabe que existe algo mejor que él y que está casi a su alcance; pero no sabe dónde buscarlo ni cómo encontrarlo. Desesperado, se lanza furioso contra el prójimo, que está igual de perdido y es igual de desdichado. Hemos alcanzado una fase de la evolución que no es la fase final. Hay que atravesarla rápidamente, porque, si no, casi todos pereceremos por el camino y los demás quedarán perdidos en un bosque de dudas y miedos. Así pues, la envidia, por mala que sea y por terribles que sean sus efectos, no es algo totalmente diabólico. En parte, es la manifestación de un dolor heroico, el dolor de los que caminan a ciegas por la noche, puede que hacia un refugio mejor, puede que hacia la muerte y la destrucción. Para encontrar el camino que le permita salir de esta desesperación, el hombre civilizado debe desarrollar su corazón, tal como ha desarrollado su cerebro. Debe aprender a trascender de sí mismo, y de este modo adquirirá la libertad del universo.

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El sentimiento de pecado

Ya hemos tenido ocasión de decir algo sobre el sentimiento de pecado en el Capítulo 1, pero ahora tenemos que penetrar más a fondo en el tema, porque es una de las más importantes causas psicológicas de la infelicidad en la vida adulta.

Existe una psicología religiosa tradicional del pecado que ningún psicólogo moderno puede aceptar. Se suponía, especialmente entre los protestantes, que la conciencia revela a cada hombre si un acto al que se siente tentado es pecaminoso, y que después de cometer dicho acto puede experimentar una de estas dos dolorosas sensaciones: la llamada remordimiento, que no tiene ningún mérito, o la llamada arrepentimiento, que es capaz de borrar su culpa. En los países protestantes, incluso muchas personas que habían perdido la fe seguían aceptando durante algún tiempo, con mayores o menores modificaciones, el concepto ortodoxo de pecado. En nuestros tiempos, debido en parte al psicoanálisis, la situación es la contraria: la vieja doctrina del pecado no solo es rechazada por los heterodoxos, sino también por muchos que se consideran ortodoxos. La conciencia ha dejado de ser algo misterioso que, solo por ser misterioso, podía considerarse como la voz de Dios. Sabemos que la conciencia ordena actuar de diferentes maneras en diferentes partes del mundo, y que, en términos generales, en todas partes coincide con las costumbres tribales. Así pues, ¿qué sucede realmente cuando a un hombre le remuerde la conciencia?

La palabra «conciencia» abarca, en realidad, varios sentimientos diferentes; el más simple de todos es el miedo a ser descubierto. Estoy seguro de que usted, lector, ha llevado una vida completamente intachable, pero si le pregunta a alguien que alguna vez haya hecho algo por lo que sería castigado si le descubrieran, comprobará que, cuando el descubrimiento es inminente, la persona en cuestión se arrepiente de su delito. No digo que esto se aplique al ladrón profesional, que cuenta con ir alguna vez a la cárcel y lo considera un riesgo laboral, pero sí que se aplica a lo que podríamos llamar el delincuente respetable, como el director de banco que comete un desfalco en un momento de apuro, o el sacerdote que se ha dejado arrastrar por la pasión a alguna irregularidad carnal. Estos hombres pueden olvidarse de su delito mientras parece que hay poco riesgo de que los descubran, pero cuando son descubiertos o corren grave peligro de serlo, desean haber sido más virtuosos, y este deseo puede darles una viva sensación de la enormidad de su pecado. Estrechamente relacionado con este sentimiento está el miedo a ser excluido del rebaño. Un hombre que hace trampas jugando a las cartas o que no paga sus deudas de honor no tiene ningún argumento para hacer frente a la desaprobación del colectivo cuando es descubierto. En esto se diferencia del innovador religioso, el anarquista y el revolucionario, todos los cuales están convencidos de que, sea cual fuere su suerte actual, el futuro está con ellos y les honrará tanto como se les denigra en el presente. Estos hombres, a pesar de la hostilidad del rebaño, no se sienten pecadores, pero el hombre que acepta por completo la moral del colectivo y aun así actúa contra ella, sufre muchísimo cuando es excluido, y el miedo a este desastre, o el dolor que ocasiona cuando sucede, puede fácilmente hacer que considere sus actos como pecaminosos.

Pero el sentimiento de pecado, en sus formas más importantes, es algo aún más profundo. Es algo que tiene sus raíces en el subconsciente y no aparece en la mente consciente por miedo a la desaprobación de los demás. En la mente consciente hay ciertos actos que llevan la etiqueta de «pecado» sin ninguna razón que pueda descubrirse por introspección. Cuando un hombre comete esos actos, se siente molesto sin saber muy bien por qué. Desearía ser la clase de persona capaz de abstenerse de lo que considera pecado. Solo siente admiración moral por los que cree que son puros de corazón. Reconoce, con mayor o menor grado de pesar, que no tiene madera de santo; de hecho, su concepto de la santidad es, probablemente, imposible de mantener en la vida cotidiana normal. En consecuencia, se pasa toda la vida con una sensación de culpa, convencido de que las cosas buenas no se han hecho para él y de que sus mejores momentos son los de llorosa penitencia.

En casi todos los casos, el origen de todo esto es la educación moral que uno recibió antes de cumplir seis años, impartida por su madre o su niñera. Antes de esa edad ya aprendió que está mal decir palabrotas y que lo correcto es usar siempre un lenguaje muy delicado, que solo los hombres malos beben y que el tabaco es incompatible con las virtudes más elevadas. Aprendió que jamás se deben decir mentiras. Y, sobre todo, aprendió que todo interés por los órganos sexuales es una abominación. Sabía que esto era lo que opinaba su madre, y lo creyó como si fuera la palabra de Dios. El mayor placer de su vida era ser tratado con cariño por su madre o, si esta no le hacía caso, por su niñera, y este placer solo podía obtenerlo cuando no había constancia de que hubiera pecado contra el código moral. Y así llegó a asociar algo vagamente horrible a toda conducta que su madre o su niñera desaprobaran. Poco a poco, al hacerse mayor, olvidó de dónde procedía su código moral y cuál había sido en un principio el castigo por desobedecerlo, pero no prescindió del código moral ni dejó de sentir que algo espantoso le ocurriría si lo infringía.

Ahora bien, una parte muy grande de esta educación moral de los niños carece de toda base racional, y no se debería aplicar a la conducta normal de los hombres normales. Desde el punto de vista racional, por ejemplo, un hombre que dice «palabrotas» no es peor que el que no las dice. No obstante, cuando se trata de imaginar a un santo, prácticamente todo el mundo considera imprescindible que se abstenga de decir tacos. Considerado a la luz de la razón, eso es una auténtica tontería. Lo mismo se puede decir del alcohol y el tabaco. En lo referente al alcohol, esa actitud no existe en los países del sur, e incluso se considera algo impía, ya que se sabe que Nuestro Señor y los apóstoles bebían vino. Respecto al tabaco, es más fácil mantener una postura negativa, ya que todos los grandes santos vivieron antes de que el tabaco fuera conocido. Pero tampoco es posible aplicar ningún argumento racional. Quien opina que ningún santo debería fumar se basa, en último término, en la opinión de que ningún santo haría algo solo porque le produce placer. Este elemento ascético de la moral corriente es ya casi subconsciente, pero actúa en todos los aspectos que hacen irracional nuestro código moral. Una ética racional consideraría loable proporcionar placer a todos, incluso a uno mismo, siempre que no exista la contrapartida de algún daño para uno mismo o para los demás. Si prescindiéramos del ascetismo, el hombre virtuoso ideal sería el que permitiera el disfrute de todas las cosas buenas, siempre que no tengan malas consecuencias que pesen más que el goce. Volvamos a considerar la cuestión de la mentira. No niego que hay demasiada mentira en el mundo, ni que todos estaríamos mejor si aumentara la sinceridad, pero sí niego que, como creo que haría toda persona razonable, mentir no esté justificado en ninguna circunstancia. Una vez, paseando por el campo, vi un zorro cansado, al borde del agotamiento total, pero que aún se esforzaba por seguir corriendo. Pocos minutos después vi a los cazadores. Me preguntaron si había visto al zorro y yo dije que sí. Me preguntaron por dónde había ido y yo les mentí. No creo que hubiera sido mejor persona si les hubiera dicho la verdad.

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