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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, #filosofía

La conquista de la felicidad (8 page)

BOOK: La conquista de la felicidad
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Esto forma parte de una técnica más general para evitar el miedo. La preocupación es una modalidad de miedo, y todas las modalidades de miedo provocan fatiga. Al hombre que ha aprendido a no sentir miedo le disminuye enormemente la fatiga de la vida cotidiana. Ahora bien, el miedo, en su forma más dañina, surge cuando existe cierto peligro que no queremos afrontar. Hay momentos en que nuestras mentes son invadidas por pensamientos horribles; la clase varía con las personas, pero casi todo el mundo tiene algún tipo de miedo oculto. Para uno puede ser el cáncer, para otro la ruina económica, para un tercero el descubrimiento de un secreto vergonzoso, a un cuarto le atormentan los celos, un quinto pasa las noches en vela pensando que tal vez sean ciertas las historias que le contaban de niño sobre el fuego del infierno. Probablemente, todas estas personas utilizan una técnica errónea para combatir su miedo; cada vez que este se apodera de su mente, procuran pensar en otra cosa; se distraen con diversiones, con el trabajo o con lo que sea. Pero todas las variedades de miedo empeoran si no se les hace frente. El esfuerzo invertido en desviar los pensamientos da la medida de lo horrible que es el espectro que nos negamos a mirar. El mejor procedimiento con cualquier tipo de miedo consiste en pensar en el asunto racionalmente y con calma, pero con gran concentración, hasta familiarizarse por completo con él. Al final, la familiaridad embota los terrores, todo el asunto nos parece anodino y nuestros pensamientos se alejan de él, no como antes, por un esfuerzo de la voluntad, sino por pura falta de interés en el asunto. Cuando se sienta usted inclinado a preocuparse por algo, sea lo que fuere, lo mejor es siempre pensar en ello aún más de lo que haría normalmente, hasta que por fin pierda su morbosa fascinación.

Una de las cuestiones en las que más falla la moral moderna es esta del miedo. Es cierto que se espera que los hombres tengan valentía física, sobre todo en la guerra, pero no se espera de ellos ninguna otra forma de valor, y de las mujeres no se espera que muestren valor de ningún tipo. Una mujer que sea valerosa tiene que ocultar que lo es si quiere gustar a los hombres. También se tiene mala opinión del hombre valeroso en cualquier aspecto que no sea ante el peligro físico. La indiferencia ante la opinión pública, por ejemplo, se considera un desafío, y el público hará todo lo que pueda por castigar al hombre que se atreve a burlarse de su autoridad. Todo esto es lo contrario de lo que debería ser. Toda forma de valor, tanto en hombres como en mujeres, debería ser tan admirada como lo es la valentía física en un soldado. El hecho de que el valor físico sea tan corriente entre los varones jóvenes demuestra que el valor se puede desarrollar en respuesta a la opinión pública que lo exige. Si hubiera más valor, habría menos preocupaciones y, por tanto, menos fatiga; y es que una gran proporción de las fatigas nerviosas que sufren en la actualidad hombres y mujeres se debe a los miedos, conscientes o inconscientes.

Una causa muy frecuente de fatiga es el afán de excitación. Si un hombre pudiera pasarse su tiempo libre durmiendo, se mantendría en buena forma; pero las horas de trabajo son espantosas y siente necesidad de placer durante sus horas de libertad. El problema es que los placeres más fáciles de obtener y más superficialmente atractivos son casi todos de los que agotan los nervios. El deseo de excitación, cuando pasa de cierto punto, indica un carácter retorcido o alguna insatisfacción instintiva. En los primeros días de un matrimonio feliz, casi ningún hombre siente necesidad de excitación, pero en el mundo moderno muchos matrimonios tienen que aplazarse tanto tiempo que, cuando por fin resultan económicamente posibles, la excitación se ha convertido en un hábito que solo se puede dominar durante un corto tiempo. Si la opinión pública permitiera a los hombres casarse a los veintiún años sin asumir las cargas económicas que actualmente conlleva el matrimonio, muchos hombres nunca irían en busca de placeres agotadores, tan fatigosos como su trabajo. Sin embargo, sugerir esta posibilidad se considera inmoral, como se ha visto en el caso del juez Lindsey, que ha quedado deshonrado, a pesar de su larga y honorable carrera, por el único crimen de querer salvar a los jóvenes de las desgracias que les caen encima como consecuencia de la intolerancia de sus mayores. Pero de momento no voy a seguir hablando de esta cuestión, que corresponde al apartado de la envidia, del que nos ocuparemos en el siguiente capítulo.

Al individuo particular, que no puede alterar las leyes y las instituciones que regulan su vida, le resulta difícil estar a la altura de la situación creada y perpetuada por moralistas opresores. Sin embargo, vale la pena darse cuenta de que los placeres excitantes no conducen a la felicidad, aunque, mientras sigan siendo inalcanzables otras alegrías más satisfactorias, a algunos la vida puede resultarles imposible de soportar si no es con la ayuda de la excitación. En semejante situación, lo único que puede hacer un hombre prudente es dosificarse, y no permitirse una cantidad de placeres fatigosos que perjudique su salud o interfiera con su trabajo. La cura radical para los problemas de los jóvenes consiste en un cambio de la moral pública. Mientras tanto, lo mejor que puede hacer un joven es pensar que acabará llegando el momento en que pueda casarse, y que sería una tontería vivir de un modo que haga imposible un matrimonio feliz, como es fácil que suceda con los nervios alterados y una incapacidad adquirida para los placeres más suaves.

Uno de los peores aspectos de la fatiga nerviosa es que actúa como una especie de cortina que separa al hombre del mundo exterior. Las impresiones le llegan como amortiguadas y apagadas; ya no se fija en la gente más que para irritarse por sus pequeños vicios y manías; no saca ningún placer de la comida ni del sol, sino que tiende a concentrarse tensamente en unas pocas cosas, indiferente a todo lo demás. Esta situación le impide descansar, y la fatiga va aumentando constantemente hasta llegar a un punto en que se hace necesario el tratamiento médico. En el fondo, todo esto es un castigo por haber perdido ese contacto con la tierra de que hablábamos en el capítulo anterior. Pero no es fácil encontrar la manera de mantener ese contacto en las grandes aglomeraciones de nuestras ciudades modernas. No obstante, otra vez hemos llegado al borde de importantes cuestiones sociales que no es mi intención tratar en este libro.

6

Envidia

Después de la preocupación, una de las causas más poderosas de infelicidad es, probablemente, la envidia. Yo diría que la envidia es una de las pasiones humanas más universales y arraigadas. Es muy aparente en los niños antes de que cumplan un año, y todo educador debe tratarla con muchísimo respeto y cuidado. La más ligera apariencia de que se favorece a un niño a expensas de otro es notada al instante y causa resentimiento. Todo el que trata con niños debe observar una justicia distributiva absoluta, rígida e invariable. Pero los niños son solo un poco más claros que las personas mayores en sus manifestaciones de envidia y de celos (que es una forma especial de la envidia). La emoción tiene tanta fuerza en los adultos como en los niños. Fijémonos, por ejemplo, en las sirvientas; recuerdo que una de las sirvientas de nuestra casa, que estaba casada, quedó embarazada y le dijimos que no debía llevar cargas pesadas; el resultado instantáneo fue que ninguna de las otras quiso ya levantar pesos, y todo el trabajo de este tipo tuvimos que hacerlo nosotros mismos. La envidia es la base de la democracia. Heráclito afirma que habría que ahorcar a todos los habitantes de Éfeso por haber dicho «ninguno de nosotros estará antes que los demás». El movimiento democrático en los estados griegos debió de inspirarse casi por completo en esta pasión. Y lo mismo se puede decir de la democracia moderna. Es cierto que hay una teoría idealista, según la cual la democracia es la mejor forma de gobierno. Yo mismo creo que esta teoría es cierta. Pero no existe ningún aspecto de la política práctica en el que las teorías idealistas tengan fuerza suficiente para provocar grandes cambios; cuando se producen grandes cambios, las teorías que los justifican son siempre un camuflaje de la pasión. Y la pasión que ha dado impulso a las teorías democráticas es, sin duda, la pasión de la envidia. Lean ustedes las memorias de madame Roland, a quien se representa con frecuencia como una noble mujer inspirada por el amor al pueblo. Descubrirán que lo que la convirtió en una demócrata tan vehemente fue que la hicieran entrar por la puerta de servicio cada vez que visitaba una mansión aristocrática.

Entre las mujeres respetables normales, la envidia desempeña un papel extraordinariamente importante. Si va usted sentado en el metro y entra en el vagón una mujer elegantemente vestida, fíjese cómo la miran las demás mujeres. Verá que todas ellas, con la posible excepción de las que van mejor vestidas, le dirigen miradas malévolas y se esfuerzan por sacar conclusiones denigrantes. La afición al escándalo es una manifestación de esta malevolencia general: cualquier chisme acerca de cualquier otra mujer es creído al instante, aun con las pruebas más nimias. La moralidad elevada cumple el mismo propósito: los que tienen ocasión de pecar contra ella son envidiados, y se considera virtuoso castigarlos por sus pecados. Esta modalidad particular de virtud resulta, desde luego, gratificante por sí misma.

Sin embargo, en los hombres se observa exactamente lo mismo, con la única diferencia de que las mujeres consideran a todas las demás mujeres como competidoras, mientras que los hombres, por regla general, solo experimentan este sentimiento hacia los hombres de su misma profesión. ¿Alguna vez el lector ha cometido la imprudencia de alabar a un artista delante de otro artista? ¿Ha elogiado a un político ante otro político del mismo partido? ¿Ha hablado bien de un egiptólogo delante de otro egiptólogo? Si lo ha hecho, apuesto cien contra uno a que provocó una explosión de celos. En la correspondencia entre Leibniz y Huyghens hay numerosas cartas en que se lamenta el supuesto hecho de que Newton se había vuelto loco. «¿No es triste», se decían uno a otro, «que el genio incomparable del señor Newton haya quedado nublado por la pérdida de la razón?». Y aquellos dos hombres eminentes, en una carta tras otra, lloraban lágrimas de cocodrilo con evidente regodeo. Lo cierto es que la desgracia que tan hipócritamente lamentaban no había ocurrido, aunque unas cuantas muestras de comportamiento excéntrico habían dado origen al rumor.

Entre todas las características de la condición humana normal, la envidia es la más lamentable; la persona envidiosa no solo desea hacer daño, y lo hace siempre que puede con impunidad; además, la envidia la hace desgraciada. En lugar de obtener placer de lo que tiene, sufre por lo que tienen los demás. Si puede, privará a los demás de sus ventajas, lo que para él es tan deseable como conseguir esas mismas ventajas para sí mismo. Si se deja rienda suelta a esta pasión, se vuelve fatal para todo lo que sea excelente, e incluso para las aplicaciones más útiles de las aptitudes excepcionales. ¿Por qué un médico ha de ir en coche a visitar a sus pacientes, cuando un obrero tiene que ir andando a trabajar? ¿Por qué se ha de permitir que un investigador científico trabaje en un cuarto con calefacción, cuando otros tienen que padecer la inclemencia de los elementos? ¿Por qué un hombre que posee algún raro talento, de gran importancia para el mundo, ha de librarse de las tareas domésticas más fastidiosas? La envidia no encuentra respuesta a estas preguntas. Sin embargo, y por fortuna, existe en la condición humana una pasión que compensa esto: la admiración. Quien desee aumentar la felicidad humana debe procurar aumentar la admiración y reducir la envidia.

¿Existe algún remedio para la envidia? Para el santo, el remedio es la abnegación, aunque entre los mismos santos no es imposible tener envidia de otros santos. Dudo mucho de que a san Simeón el Estilita le hubiera alegrado de verdad saber que había otro santo que había aguantado aún más tiempo sobre una columna aún más delgada. Pero, dejando aparte a los santos, la única cura contra la envidia en el caso de hombres y mujeres normales es la felicidad, y el problema es que la envidia constituye un terrible obstáculo para la felicidad. Yo creo que la envidia se ve enormemente acentuada por los contratiempos sufridos en la infancia. El niño que advierte que prefieren a su hermano o a su hermana adquiere el hábito de la envidia, y cuando sale al mundo va buscando injusticias de las que proclamarse víctima; si ocurren, las percibe al instante, y si no ocurren, se las imagina. Inevitablemente, un hombre así es desdichado, y se convierte en una molestia para sus amigos, que no pueden estar siempre atentos para evitar desaires imaginarios. Habiendo empezado por creer que nadie le quiere, su conducta acaba por hacer realidad su creencia. Otro contratiempo de la infancia que produce el mismo resultado es tener padres sin mucho espíritu paternal. Aunque no haya hermanos injustamente favorecidos, el niño puede percibir que los niños de otras familias son más queridos por sus padres que él por los suyos. Esto le hará odiar a los otros niños y a sus propios padres, y cuando crezca se sentirá como Ismael. Hay ciertos tipos de felicidad a los que todos tienen derecho por nacimiento, y los que se ven privados de ellos casi siempre se vuelven retorcidos y amargados.

Pero el envidioso puede decir: «¿De qué sirve decirme que el remedio de la envidia es la felicidad? Yo no puedo ser feliz mientras siga sintiendo envidia, y viene usted a decirme que no puedo dejar de ser envidioso hasta que sea feliz». Pero la vida real nunca es tan lógica. Solo con darse cuenta de las causas de los sentimientos envidiosos ya se ha dado un paso gigantesco hacia su curación. El hábito de pensar por medio de comparaciones es fatal. Cuando nos ocurre algo agradable, hay que disfrutarlo plenamente, sin pararse a pensar que no es tan agradable como alguna otra cosa que le puede ocurrir a algún otro. «Sí», dirá el envidioso, «hace un día espléndido y es primavera y los pájaros cantan y las flores se abren, pero tengo entendido que la primavera en Sicilia es mil veces más bella, que los pájaros cantan mucho mejor en las arboledas del Helicón y que las rosas de Sharon son mucho más bonitas que las de mi jardín». Y solo por pensar esto, el sol se le nubla y el canto de los pájaros se convierte en un chirrido estúpido y las flores no vale la pena ni mirarlas. Del mismo modo trata todas las demás alegrías de la vida. «Sí», se dirá, «la mujer de mi corazón es encantadora, y yo la quiero y ella me quiere, pero ¡cuánto más exquisita debió de ser la reina de Saba! ¡Ah, si yo hubiera tenido las oportunidades que tuvo Salomón!». Todas estas comparaciones son absurdas y tontas; lo mismo da que la causa de nuestro descontento sea la reina de Saba o que lo sea el vecino de al lado. Para el sabio, lo que se tiene no deja de ser agradable porque otros tengan otras cosas. En realidad, la envidia es un tipo de vicio en parte moral y en parte intelectual, que consiste en no ver nunca las cosas tal como son, sino en relación con otras. Supongamos que yo gano un salario suficiente para mis necesidades. Debería estar satisfecho, pero me entero de que algún otro, que no es mejor que yo en ningún aspecto, gana el doble. Al instante, si soy de condición envidiosa, la satisfacción que debería producirme lo que tengo se esfuma, y empiezo a ser devorado por una sensación de injusticia. La cura adecuada para todo esto es la disciplina mental, el hábito de no pensar pensamientos inútiles. Al fin y al cabo, ¿qué es más envidiable que la felicidad? Y si puedo curarme de la envidia, puedo lograr la felicidad y convertirme en envidiable. Seguro que al hombre que gana el doble que yo le tortura pensar que algún otro gana el doble que él, y así sucesivamente. Si lo que deseas es la gloria, puedes envidiar a Napoleón. Pero Napoleón envidiaba a César, César envidiaba a Alejandro y Alejandro, me atrevería a decir, envidiaba a Hércules, que nunca existió. Por tanto, no es posible librarse de la envidia solo por medio del éxito, porque siempre habrá en la historia o en la leyenda alguien con más éxito aún que tú. Podemos librarnos de la envidia disfrutando de los placeres que salen a nuestro paso, haciendo el trabajo que uno tiene que hacer y evitando las comparaciones con los que suponemos, quizá muy equivocadamente, que tienen mejor suerte que uno.

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