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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, #filosofía

La conquista de la felicidad (15 page)

BOOK: La conquista de la felicidad
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En el párrafo anterior he mencionado también lo que yo llamo interés amistoso por las cosas. Puede que esta frase parezca forzada; se podría decir que es imposible sentir amistad por las cosas. No obstante, existe algo análogo a la amistad en el tipo de interés que un geólogo siente por las rocas o un arqueólogo por las ruinas, y este interés debería formar parte de nuestra actitud hacia los individuos o las sociedades. Uno puede sentir por ciertas cosas un interés que no es amistoso sino hostil. Es posible que un hombre se dedique a reunir datos sobre los hábitats de las arañas porque odia a las arañas y querría vivir donde no las hubiera. Este tipo de interés no proporciona la misma satisfacción que el que obtiene el geólogo de sus rocas. El interés por cosas impersonales, aunque pueda tener menos valor como ingrediente de la felicidad cotidiana que la actitud amistosa hacia el prójimo, es, no obstante, muy importante. El mundo es muy grande y nuestras facultades son limitadas. Si toda nuestra felicidad depende exclusivamente de nuestras circunstancias personales, lo más probable es que le pidamos a la vida más de lo que puede darnos. Y pedir demasiado es el método más seguro de conseguir menos de lo que sería posible. La persona capaz de olvidar sus preocupaciones gracias a un interés genuino por, pongamos por ejemplo, el Concilio de Trento o el ciclo vital de las estrellas, descubrirá que al regresar de su excursión al mundo impersonal ha adquirido un aplomo y una calma que le permiten afrontar sus problemas de la mejor manera, y mientras tanto habrá experimentado una felicidad auténtica, aunque pasajera.

El secreto de la felicidad es este: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles.

En los capítulos siguientes ampliaremos este examen preliminar de las posibilidades de felicidad, y propondremos maneras de escapar de las fuentes psicológicas de infelicidad.

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Entusiasmo

En este capítulo me propongo hablar de lo que a mí me parece el rasgo más universal y distintivo de las personas felices: el entusiasmo.

Tal vez la mejor manera de comprender lo que se entiende por entusiasmo sea considerar los diferentes comportamientos de las personas cuando se sientan a comer. Para algunos, la comida no es más que un aburrimiento; por muy buena que esté, a ellos no les parece interesante. Han comido platos excelentes con anterioridad, posiblemente en casi todas las comidas de su vida. Jamás han sabido lo que es pasarse sin comer hasta que el hambre se convierte en una pasión turbulenta, y han llegado a considerar que las comidas son simples actos convencionales, dictados por las costumbres de la sociedad en que viven. Como cualquier otra cosa, las comidas pueden ser un fastidio, pero no sirve de nada quejarse de ello, porque todo lo demás será aún más fastidioso. Están también los inválidos que comen por puro sentido del deber, porque el médico les ha dicho que es necesario tomar un poco de alimento para conservar la energía. Tenemos, por otra parte, a los epicúreos, que empiezan muy animados y van descubriendo que nada está tan bien cocinado como debería. Otra categoría es la de los glotones, que se lanzan sobre la comida con voracidad, comen demasiado y se quedan hinchados y llenos de gases. Por último, están los que empiezan a comer con buen apetito, disfrutan de la comida y dejan de comer cuando consideran que ya han tenido bastante. Los que participan del banquete de la vida adoptan actitudes similares ante las cosas buenas que la vida les ofrece. El hombre feliz corresponde a nuestro último tipo de comensales. Lo que es el apetito en relación con la comida, es el entusiasmo en relación con la vida. El hombre al que le aburren las comidas es el equivalente de la víctima de infelicidad byroniana. El inválido que come por sentido del deber corresponde al ascético; el glotón equivale al voluptuoso. El epicúreo es ese tipo de persona tan fastidioso que condena la mitad de los placeres de la vida por motivos estéticos. Lo más curioso es que todos estos tipos, con la posible excepción del glotón, sienten desprecio por el hombre de apetito sano y se consideran superiores a él. Les parece una vulgaridad disfrutar de la comida porque se tiene hambre, o disfrutar de la vida porque esta ofrece toda una variedad de espectáculos interesantes y experiencias sorprendentes. Desde las alturas de su falta de ilusión contemplan con desprecio a los que consideran almas simples. No siento ninguna simpatía por este punto de vista. Para mí, todo desencanto es una enfermedad que, desde luego, puede ser inevitable debido a las circunstancias, pero que, aun así, cuando se presenta hay que curarla tan pronto como sea posible, y no considerarla como una forma superior de sabiduría. Supongamos que a una persona le gustan las fresas y a otra no; ¿en qué sentido es superior la segunda? No existe ninguna prueba abstracta e impersonal de que las fresas sean buenas ni de que sean malas. Para el que le gustan, son buenas; para el que no le gustan, no lo son. Pero el hombre al que le gustan las fresas tiene un placer que el otro no tiene; en este aspecto, su vida es más agradable y está mejor adaptado al mundo en que ambos deben vivir. Y lo que es cierto en este sencillo ejemplo lo es también en cuestiones más importantes. En ese aspecto, el que disfruta viendo fútbol es superior al no aficionado. El que disfruta con la lectura es aún más superior que el que no, porque hay más oportunidades de leer que de ver fútbol. Cuantas más cosas le interesen a un hombre, más oportunidades de felicidad tendrá, y menos expuesto estará a los caprichos del destino, ya que si le falla una de las cosas siempre puede recurrir a otra. La vida es demasiado corta para que podamos interesarnos por todo, pero conviene interesarse en tantas cosas como sean necesarias para llenar nuestra vida. Todos somos propensos a la enfermedad del introvertido, que al ver desplegarse ante él los múltiples espectáculos del mundo, desvía la mirada y solo se fija en su vacío interior. Pero no vayamos a imaginar que existe algo de grandeza en la infelicidad del introvertido.

Érase una vez dos máquinas de hacer salchichas, exquisitamente construidas para la función de transformar un cerdo en las más deliciosas salchichas. Una de ellas conservó su entusiasmo por el cerdo y produjo innumerables salchichas; la otra dijo: «¿A mí qué me importa el cerdo? Mi propio mecanismo es mucho más interesante y maravilloso que cualquier cerdo». Rechazó el cerdo y se dedicó a estudiar su propio interior. Pero al quedar desprovisto de su alimento natural, su mecanismo dejó de funcionar, y cuanto más lo estudiaba, más vacío y estúpido le parecía. Toda la maquinaria de precisión que hasta entonces había llevado a cabo la deliciosa transformación quedó inmóvil, y la máquina era incapaz de adivinar para qué servía cada pieza. Esta segunda máquina de hacer salchichas es como el hombre que ha perdido el entusiasmo, mientras que la primera es como el hombre que lo conserva. La mente es una extraña máquina capaz de combinar de las maneras más asombrosas los materiales que se le ofrecen, pero sin materiales procedentes del mundo exterior se queda impotente; y a diferencia de la máquina de hacer salchichas, tiene que conseguirse ella misma los materiales, porque los sucesos solo se convierten en experiencias gracias al interés que ponemos en ellos. Si no nos interesan, no sacamos de ellos nada en limpio. Así pues, el hombre cuya atención se dirige hacia dentro no encuentra nada digno de su interés, mientras que el que dirige su atención hacia fuera puede encontrar en su interior, en esos raros momentos en que uno examina su alma, los ingredientes más variados e interesantes, desmontándose y recombinándose en patrones hermosos o instructivos.

El entusiasmo adopta innumerables formas. Recordemos, por ejemplo, que Sherlock Holmes recogió un sombrero que encontró tirado en la calle. Tras mirarlo un momento, comentó que su propietario había venido a menos a causa de la bebida y que su mujer ya no le quería como antes. La vida jamás puede ser aburrida para un hombre al que los objetos triviales ofrecen tal abundancia de interés. Pensemos en las diferentes cosas que pueden llamarnos la atención durante un paseo por el campo. A uno le pueden interesar los pájaros, a otro la vegetación, a otro la agricultura, a otro la geología, etc. Cualquiera de estas cosas es interesante si a uno le interesa; y siendo iguales todas las demás condiciones, el hombre interesado en cualquiera de ellas está mejor adaptado al mundo que el no interesado.

Qué extraordinariamente diferentes son las actitudes de las distintas personas hacia su prójimo. Durante un largo viaje en tren, un hombre puede no fijarse en ninguno de sus compañeros de viaje, mientras que otro los tendrá a todos estudiados, habrá analizado el carácter de cada uno, habrá deducido sagazmente su situación en la vida, y puede que hasta haya averiguado asuntos secretísimos de varios de ellos. Las personas se diferencian tanto en lo que sienten por los demás como en lo que llegan a saber de ellos. Hay gente que casi todo lo encuentra aburrido; a otros no les cuesta nada desarrollar rápidamente sentimientos amistosos para con la gente que entra en contacto con ellos, a menos que exista una razón concreta para sentir de otro modo. Consideremos otra vez la cuestión del viaje: algunas personas viajan por muchos países, alojándose siempre en los mejores hoteles, comiendo exactamente la misma comida que comerían en su casa, encontrándose con los mismos ricos ociosos que se encontrarían en casa, hablando de los mismos tópicos de los que hablarían en el comedor de su casa. Cuando regresan, lo único que sienten es alivio por haber acabado ya con el fastidio de los viajes caros. Otras personas, vayan donde vayan, ven lo característico de cada lugar, conocen a gente típica, observan todo lo que tenga interés histórico o social, comen la comida del país, aprenden sus costumbres y su idioma, y regresan a casa con un nuevo acopio de pensamientos agradables para las noches de invierno. En todas estas diferentes situaciones, el hombre con entusiasmo por la vida tiene ventaja sobre el hombre sin entusiasmo. Incluso las experiencias desagradables le resultan útiles. Yo me alegro de haber olfateado una multitud china y una aldea siciliana, aunque no puedo decir que experimentara mucho placer en el momento. Los aventureros disfrutan con los naufragios, los motines, los terremotos, los incendios y toda clase de experiencias desagradables, siempre que no lleguen al extremo de perjudicar gravemente su salud. Si hay un terremoto, por ejemplo, se dicen: «Vaya, de modo que así son los terremotos», y les produce placer este nuevo añadido a su conocimiento del mundo. No sería cierto decir que estos hombres no están a merced del destino, porque si perdieran la salud lo más probable sería que perdieran también su entusiasmo, aunque esto no es seguro, ni mucho menos. He conocido hombres que murieron después de años de lenta agonía, y aun así conservaron su entusiasmo casi hasta el último momento. Algunas enfermedades destruyen el entusiasmo y otras no. Yo no sé si los bioquímicos son capaces de distinguir un tipo de otro. Puede que cuando la bioquímica haya avanzado más, podamos tomar pastillas que nos hagan sentir interés por todo, pero hasta que llegue ese día estaremos obligados a depender del sentido común para observar la vida y distinguir cuáles son las causas que permiten a algunas personas sentir interés por todo, mientras que a otras no les interesa nada.

A veces, el entusiasmo es general; otras veces, es especializado. De hecho, puede estar muy especializado. Los lectores de Borrow recordarán un personaje que aparece en
Romany Rye
. Ha perdido a su esposa, a la que adoraba, y durante algún tiempo siente que la vida ya no tiene ningún sentido. Pero empieza a interesarse por las inscripciones chinas de las teteras y las cajas de té y, con ayuda de un diccionario francés-chino, para lo cual tiene antes que aprender francés, se dedica a descifrarlas poco a poco, adquiriendo así un nuevo interés en la vida, aunque nunca llega a utilizar sus conocimientos de chino para otros propósitos. He conocido hombres que estaban completamente absortos en la tarea de aprenderlo todo sobre la herejía gnóstica, y otros cuyo principal interés consistía en cotejar los manuscritos de Hobbes con las primeras ediciones. Es totalmente imposible saber de antemano qué le va a interesar a un hombre, pero casi todos son capaces de interesarse mucho en una u otra cosa, y cuando se despierta ese interés la vida deja de ser tediosa. Sin embargo, las aficiones muy especializadas son una fuente de felicidad menos satisfactoria que el entusiasmo general por la vida, ya que difícilmente pueden llenar toda la vida de un hombre y siempre se corre el peligro de llegar a saber todo lo que se puede saber sobre el asunto concreto que uno ha convertido en su afición.

Hay que recordar que entre los diferentes tipos de comensales en el banquete incluíamos al glotón, al que no dedicábamos ningún elogio. El lector podría pensar que el hombre con entusiasmo al que tanto hemos elogiado no se diferencia del glotón en ningún aspecto definible. Ha llegado el momento de establecer distinciones más concretas entre los dos tipos.

Los antiguos, como todo el mundo sabe, consideraban que la moderación era una de las virtudes fundamentales. Bajo la influencia del Romanticismo y la Revolución francesa, este punto de vista fue rechazado por muchos, y las pasiones arrolladoras despertaban admiración aunque fueran, como las de los héroes de Byron, de tipo destructivo y antisocial. Sin embargo, está claro que los antiguos tenían razón. En la buena vida debe existir equilibrio entre las diferentes actividades, y ninguna de ellas debe llevarse tan lejos que haga imposibles las demás. El glotón sacrifica todos los demás placeres al de comer, y de este modo disminuye la felicidad total de su vida. Hay otras muchas pasiones, además de la gula, que pueden llegar a excesos similares. La emperatriz Josefina era una glotona en lo referente a la ropa. Al principio, Napoleón pagaba las facturas de su modista, aunque protestando cada vez más. Por fin, le dijo que tenía que aprender a moderarse y que en el futuro solo pagaría las facturas cuando la cantidad le pareciera razonable. Cuando llegó la siguiente factura del modista, Josefina no supo qué hacer al principio, pero finalmente se le ocurrió una estratagema. Se dirigió al ministro de la Guerra y le exigió que pagara la factura con fondos de guerra. Como el ministro sabía que ella podía hacer que le destituyeran, pagó la factura y, como consecuencia, los franceses perdieron Génova. Al menos, eso dicen algunos libros, aunque no puedo garantizar que la historia sea absolutamente verídica. Para nuestros propósitos da lo mismo que sea verdadera o exagerada, ya que sirve para demostrar hasta dónde puede llevar la pasión por la ropa a una mujer que tiene posibilidades de entregarse a ella. Los dipsómanos y las ninfómanas son ejemplos obvios de lo mismo. También es obvio el principio que hay que aplicar en estos casos. Todos nuestros gustos y deseos tienen que encajar en el marco general de la vida. Para que sean una fuente de felicidad tienen que ser compatibles con la salud, con el cariño de nuestros seres queridos y con el respeto de la sociedad en que vivimos. Algunas pasiones se pueden satisfacer casi en cualquier grado sin traspasar estos límites; otras, no. Supongamos que a un hombre le gusta el ajedrez; si es soltero y económicamente independiente, no tiene por qué reprimir su pasión en grado alguno, pero si tiene esposa e hijos y carece de medios económicos, tendrá que reprimirla considerablemente. El dipsómano y el glotón, aunque carezcan de ataduras sociales, actúan en contra de sus propios intereses, ya que su vicio perjudica la salud y les proporciona horas de sufrimiento a cambio de minutos de placer. Hay ciertas cosas que forman una estructura a la que deben adaptarse todas las pasiones si no queremos que se conviertan en una fuente de sufrimientos. Dichas cosas son la salud, el dominio general de nuestras facultades, unos ingresos suficientes para cubrir las necesidades y los deberes sociales más básicos, como los que se refieren a la esposa y los hijos. El hombre que sacrifica estas cosas por el ajedrez es en realidad tan censurable como el dipsómano. Si no le condenamos tan severamente es solo porque es mucho menos corriente y porque hay que poseer facultades especiales para dejarse absorber por un juego tan intelectual. La fórmula griega de la moderación se aplica perfectamente a estos casos. Si a un hombre le gusta tanto el ajedrez que se pasa toda su jornada de trabajo anticipando la partida que jugará por la noche, es afortunado; pero si deja el trabajo para jugar todo el día al ajedrez, ha perdido la virtud de la moderación. Se dice que Tolstói, en sus años de locuras juveniles, ganó una medalla militar por su valor en el campo de batalla, pero cuando llegó el momento de ser condecorado, estaba tan absorto en una partida de ajedrez que decidió no ir. No es que critiquemos la conducta de Tolstói, ya que probablemente le daba igual ganar condecoraciones militares o no, pero en un hombre de menos talento un acto similar habría sido una estupidez.

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