La conquista de la felicidad (16 page)

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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, #filosofía

BOOK: La conquista de la felicidad
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Existe una limitación a la doctrina que acabamos de exponer: hay que admitir que algunos comportamientos se consideran tan esencialmente nobles que justifican el sacrificio de todo lo demás. Al hombre que da la vida en defensa de su patria no se le censura, aunque su esposa y sus hijos queden en la miseria. Al que se dedica a realizar experimentos con vistas a un gran invento o descubrimiento científico no se le culpa de la pobreza en que ha mantenido a su familia, siempre que al final sus esfuerzos se vean coronados por el éxito. Sin embargo, si nunca llega a conseguir el invento o el descubrimiento que buscaba, la opinión pública le llamará chiflado, lo cual parece injusto, ya que en este tipo de empresas nunca se puede estar seguro del éxito. Durante el primer milenio de la era cristiana, se ensalzaba al hombre que abandonaba a su familia para seguir una vida de santidad, mientras que ahora se le exigiría que dejara cubiertas sus necesidades.

Creo que siempre existe una profunda diferencia psicológica entre el glotón y el hombre de apetito sano. Los que se dejan dominar por un deseo a expensas de todos los demás suelen ser personas con algún problema interior, que intentan escapar de un espectro. En el caso del dipsómano, la cosa es evidente: bebe para olvidar. Si no hubiera espectros en su vida, la embriaguez no le resultaría más agradable que la sobriedad. Como decía el chino del chiste: «Mí no bebe por beber; mí bebe para emborracharse». Esto es típico de todas las pasiones excesivas y desproporcionadas. Lo que se busca no es placer en la cosa misma, sino el olvido. Sin embargo, una cosa es buscar el olvido de un modo embrutecedor y otra muy diferente buscarlo mediante el ejercicio de facultades positivas. El personaje de Borrow que aprendía chino para soportar la pérdida de su esposa también buscaba el olvido, pero lo buscaba mediante una actividad que no tenía efectos perjudiciales; al contrario, mejoraba su inteligencia y su cultura. No hay nada que decir contra estas formas de escape; pero es muy distinto el caso de quienes buscan el olvido en la bebida, el juego o algún otro tipo de excitación no beneficiosa. Es cierto que existen casos ambiguos: ¿qué diríamos del hombre que arriesga la vida haciendo locuras en un aeroplano o escalando montañas porque la vida se ha convertido para él en un fastidio? Si el riesgo sirve para algún fin público, podemos admirarle, pero si no, le clasificaremos muy poco por encima del jugador y el borracho.

El auténtico entusiasmo, no el que en realidad es una búsqueda del olvido, forma parte de la naturaleza humana, a menos que haya sido destruido por circunstancias adversas. A los niños les interesa todo lo que ven y oyen; el mundo está lleno de sorpresas para ellos, y siempre están fervientemente empeñados en la búsqueda de conocimientos; no de conocimiento escolástico, naturalmente, sino ese tipo de conocimiento que consiste en familiarizarse con los objetos que llaman la atención. Los animales conservan su entusiasmo incluso cuando son adultos, siempre que tengan salud. Un gato que entre en una habitación desconocida no se sentará hasta que haya olfateado todos los rincones, por si acaso hay olor a ratón en alguna parte. El hombre que no haya sufrido algún trauma grave mantendrá su interés natural por el mundo exterior; y mientras lo mantenga, la vida le resultará agradable a menos que le coarten excesivamente su libertad. La pérdida de entusiasmo en la sociedad civilizada se debe en gran parte a las restricciones a la libertad, necesarias para mantener nuestro modo de vida. El salvaje caza cuando tiene hambre, y al hacerlo obedece un impulso directo. El hombre que va a trabajar cada mañana a la misma hora actúa motivado fundamentalmente por el mismo impulso, la necesidad de asegurarse la subsistencia, pero en este caso el impulso no actúa directamente ni en el momento en que se siente, sino que actúa indirectamente, a través de abstracciones, creencias y voliciones. En el momento de salir camino del trabajo, el hombre no tiene hambre, ya que acaba de desayunar. Simplemente, sabe que el hambre volverá y que ir a trabajar es un medio de satisfacer el hambre futura. Los impulsos son irregulares, mientras que los hábitos, en una sociedad civilizada, tienen que ser regulares. Entre los salvajes, hasta las empresas colectivas, cuando las hay, son espontáneas e impulsivas. Cuando la tribu va a la guerra, el tamtan despierta el ardor guerrero, y la excitación colectiva inspira a cada individuo para la actividad necesaria. Las empresas modernas no se pueden gestionar de este modo. Cuando un tren tiene que salir a cierta hora, es imposible inspirar a los mozos de equipajes, al maquinista y al encargado de las señales por medio de una música bárbara. Cada uno ha de hacer su tarea simplemente porque tiene que hacerla; es decir, su motivo es indirecto: no sienten ningún impulso que les empuje a la actividad, sino solo hacia la recompensa ulterior de dicha actividad. Gran parte de la vida social tiene el mismo defecto. Muchas personas hablan con otras, no porque deseen hacerlo, sino pensando en algún beneficio ulterior que esperan obtener de esa cooperación. A cada momento de su vida, el hombre civilizado se ve frenado por restricciones a los impulsos. Si se siente alegre no debe cantar y bailar en la calle, y si se siente triste no debe sentarse en la acera a llorar, porque obstruiría el tránsito de los viandantes. Cuando es niño, coartan su libertad en la escuela, y en la vida adulta se la coartan durante las horas de trabajo. Todo esto hace que sea más difícil mantener el entusiasmo, porque las continuas restricciones tienden a provocar fastidio y aburrimiento. No obstante, la sociedad civilizada es imposible sin un considerable grado de restricción de los impulsos espontáneos, ya que estos solo dan lugar a las formas más simples de cooperación social, y no a las complejísimas formas que exige la organización económica moderna. Para superar estos obstáculos al entusiasmo, se necesita salud y energía en abundancia, o bien tener la buena suerte de trabajar en algo que sea interesante por sí mismo. La salud, a juzgar por las estadísticas, ha mejorado de manera constante en todos los países civilizados durante los últimos cien años, pero la energía es más difícil de medir, y dudo de que ahora se tenga tanto vigor físico en momentos de salud como se tenía en otros tiempos. El problema es, en gran medida, de tipo social, y como tal no es mi intención comentarlo en este libro. Sin embargo, el problema tiene un aspecto personal y psicológico que ya hemos comentado al hablar de la fatiga. Algunas personas mantienen el entusiasmo a pesar de los impedimentos de la vida civilizada, y muchas más podrían hacerlo si se libraran de los conflictos psicológicos internos en que gastan una gran parte de su energía. El entusiasmo requiere más energía que la que se necesita para el trabajo, y para esto es necesario que la maquinaria psicológica funcione bien. En los próximos capítulos hablaremos más sobre la manera de facilitar su buen funcionamiento.

Entre las mujeres —ahora menos que antes, pero todavía en muy gran medida—, se ha perdido mucho entusiasmo por culpa de un concepto erróneo de la respetabilidad. Estaba mal visto que las mujeres se interesaran abiertamente por los hombres y que se mostraran demasiado animadas en público. En su intento de aprender a no interesarse por los hombres, aprendían con mucha frecuencia a no interesarse por nada, exceptuando ciertas normas de comportamiento correcto. Evidentemente, inculcar una actitud de inactividad y apartamiento de la vida es inculcar algo muy perjudicial para el entusiasmo, lo mismo que fomentar cierto tipo de concentración en sí mismas, característico de muchas mujeres respetables, sobre todo si no han tenido mucha educación. No les interesan los deportes como suelen interesarles a los hombres, no les importa la política, su actitud hacia los hombres es de estirada frialdad, y su actitud hacia las mujeres de velada hostilidad, basada en la convicción de que las otras mujeres son menos respetables que ellas. Presumen de no necesitar a nadie; es decir, su falta de interés por los demás les parece una virtud. Por supuesto, no hay que culparlas de esto: lo único que hacen es aceptar la doctrina moral que ha estado vigente durante miles de años para las mujeres. Sin embargo, son víctimas, dignas de compasión, de un sistema represivo cuya iniquidad no han sido capaces de percibir. A estas mujeres les parece bien todo lo que es mezquino y les parece mal todo lo que es generoso. En su propio círculo social hacen todo lo posible por aguar las fiestas, en política son partidarias de las leyes represivas. Afortunadamente, este tipo es cada vez menos común, pero todavía predomina más de lo que creen los que viven en ambientes emancipados. Si alguien duda de lo que digo, le recomiendo que haga un recorrido por las casas de huéspedes, buscando alojamiento, y que tome nota de las patronas que encuentre durante su búsqueda. Verá que estas mujeres viven fieles a un concepto de la excelencia femenina que conlleva, como elemento imprescindible, la destrucción de todo entusiasmo por la vida, y que, como consecuencia, sus corazones y sus mentes se han atrofiado y desarrollado mal. Entre la excelencia masculina y la femenina bien entendidas no existe ninguna diferencia; en cualquier caso, ninguna de las diferencias que la tradición inculca. Tanto para las mujeres como para los hombres el entusiasmo es el secreto de la felicidad y del bienestar.

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Cariño

Una de las principales causas de pérdida de entusiasmo es la sensación de que no nos quieren; y a la inversa, el sentirse amado fomenta el entusiasmo más que ninguna otra cosa. Un hombre puede tener la sensación de que no le quieren por muy diversas razones. Puede que se considere una persona tan horrible que nadie podría amarle; puede que en su infancia haya tenido que acostumbrarse a recibir menos amor que otros niños; y puede tratarse, efectivamente, de una persona a la que nadie quiere. Pero en este último caso, la causa más probable es la falta de confianza en sí mismo, debido a una infancia desgraciada. El hombre que no se siente querido puede adoptar varias actitudes como consecuencia. Puede hacer esfuerzos desesperados para ganarse el afecto de los demás, probablemente mediante actos de excepcional amabilidad. Sin embargo, es muy probable que esto no le salga bien, porque los beneficiarios perciben fácilmente el motivo de tanta bondad, y es típico de la condición humana estar más dispuesta a conceder su afecto a quienes menos lo solicitan. Así pues, el hombre que se propone comprar afecto con actos benévolos queda desilusionado al comprobar la ingratitud humana. Nunca se le ocurre que el afecto que está intentando comprar tiene mucho más valor que los beneficios materiales que ofrece como pago; y, sin embargo, sus actos se basan en esta convicción. Otro hombre, al darse cuenta de que no es amado, puede querer vengarse del mundo, provocando guerras y revoluciones o mojando su pluma en hiel, como Swift. Esta es una reacción heroica a la desgracia, que requiere mucha fuerza de carácter, la suficiente para que un hombre se atreva a enfrentarse al resto del mundo. Pocos hombres son capaces de alcanzar tales alturas; la gran mayoría, tanto hombres como mujeres, cuando no se sienten queridos se hunden en una tímida desesperación, aliviada solo por ocasionales chispazos de envidia y malicia. Como regla general, estas personas viven muy reconcentradas en sí mismas, y la falta de afecto les da una sensación de inseguridad de la que procuran instintivamente escapar dejando que los hábitos dominen por completo sus vidas. Las personas que son esclavas de una rutina invariable suelen actuar así por miedo al frío mundo exterior, y porque sienten que no tropezarán con él si siguen exactamente el mismo camino por el que han andado todos los días. Los que se enfrentan a la vida con sensación de seguridad son mucho más felices que los que la afrontan con sensación de inseguridad, siempre que esa sensación de seguridad no los conduzca al desastre. Y en muchísimos casos, aunque no en todos, la misma sensación de seguridad les ayuda a escapar de peligros en los que otros sucumbirían. Si uno camina sobre un precipicio por una tabla estrecha, tendrá muchas más probabilidades de caerse si tiene miedo que si no lo tiene. Y lo mismo se aplica a nuestro comportamiento en la vida. Por supuesto, el hombre sin miedo puede toparse de pronto con el desastre, pero es probable que salga indemne de muchas situaciones difíciles, en las que un tímido lo pasaría muy mal. Como es natural, este tipo tan útil de confianza en uno mismo adopta innumerables formas. Unos se sienten confiados en las montañas, otros en el mar y otros en el aire. Pero la confianza general en uno mismo es consecuencia, sobre todo, de estar acostumbrado a recibir todo el afecto que uno necesita. Y de este hábito mental, considerado como una fuente de entusiasmo, es de lo que quiero hablar en el presente capítulo.

Lo que causa esta sensación de seguridad es el afecto recibido, no el afecto dado, aunque en la mayor parte de los casos suele ser un cariño recíproco. Hablando en términos estrictos, no es solo el afecto, sino la admiración, lo que produce estos resultados. Las personas que por profesión tienen que ganarse la admiración del público, como los actores, predicadores, oradores y políticos, dependen cada vez más del aplauso. Cuando reciben el ansiado premio de la aprobación pública, sus vidas se llenan de entusiasmo; cuando no lo reciben, viven descontentos y reconcentrados. La simpatía difusa de una multitud es para ellos lo que para otros el cariño concentrado de unos pocos. El niño cuyos padres le quieren acepta su cariño como una ley de la naturaleza. No piensa mucho en ello, aunque sea muy importante para su felicidad. Piensa en el mundo, en las aventuras que le van ocurriendo y en las aventuras aún más maravillosas que le ocurrirán cuando sea mayor. Pero detrás de todos estos intereses exteriores está la sensación de que el amor de sus padres le protegerá contra todo desastre. El niño al que, por alguna razón, le falta el amor paterno, tiene muchas posibilidades de volverse tímido y apocado, lleno de miedos y autocompasión, y ya no es capaz de enfrentarse al mundo con espíritu de alegre exploración. Estos niños pueden ponerse a meditar sorprendentemente pronto sobre la vida, la muerte y el destino humano. Al principio, se vuelven introvertidos y melancólicos, pero a la larga buscan el consuelo irreal de algún sistema filosófico o teológico. El mundo es un lugar muy confuso que contiene cosas agradables y cosas desagradables mezcladas al azar. Y el deseo de encontrar una pauta o un sistema inteligible es, en el fondo, consecuencia del miedo; de hecho, es como una agorafobia o miedo a los espacios abiertos. Entre las cuatro paredes de su biblioteca, el estudiante tímido se siente a salvo. Si logra convencerse de que el universo está igual de ordenado, se sentirá casi igual de seguro cuando tenga que aventurarse por las calles. Si estos hombres hubieran recibido más cariño tendrían menos miedo del mundo y no habrían tenido que inventar un mundo ideal para sustituir al real en sus mentes.

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