Pero basta ya de primer y segundo santuario. Basta de alcoba y de amantes compartidos, volvamos una vez más a los salones, porque allí hemos dejado a uno de nuestros actores más principales junto a la ventana y muy taciturno.
Como ya he dicho unas líneas más arriba, aquel joven de veintitantos años se llamaba entonces Napoleone di Buonaparte e iba pobremente vestido. Era corto de estatura y la moda de llevar el pelo largo y desgreñado al estilo «orejas de perro» achaparraba aún más su figura. Buonaparte, a pesar de su juventud, era ya general y se había destacado en la reconquista de Toulon dos años antes. Allí conoció a Barras, y ésa era la razón por la que se encontraba en nuestra casa mirando por la ventana y con cara de circunstancias. El general no era amigo de reuniones mundanas, sobre todo de las que, como las mías, estaban llenas de hombres de oratoria brillante (y vacua según su opinión) y de mujeres bellas (y frívolas) como para reparar en un militar con la casaca desgastada y unas botas que pedían a gritos medias suelas.
–Rose, querida, ¿te han presentado ya al general Buonaparte? Su fama le precede, seguro que has oído hablar de él –le dijo esa noche Barras a Rose de Beauharnais al tiempo que la tomaba del brazo para acercarla a nuestro nuevo invitado.
Un cruce de miradas, apenas una sonrisa se prodigan entonces estos dos futuros actores principales de la historia de Francia, y Rose, que siempre fue generosa y atenta con los más débiles, tiende su mano al general. He aquí cómo empezaría a cumplirse lo predicho muchos años antes por la vieja hechicera Marie Celeste en Martinica. El futuro emperador de Francia y la futura emperatriz Josefina se saludan con una sonrisa, pero, de momento, diríase que el Destino tiene otros planes. Y es que la mirada de Buonaparte se posa sólo un instante en el hermoso rostro de Rose de Beauharnais. Ella, por su parte, que atenta a mis consejos ha aprendido a sonreír sin enseñar los dientes, está muy bella esa noche; sin embargo, los ojos del héroe de Toulon han seguido otra ruta.
–¡Ah! –dice entonces Barras al darse cuenta del objeto de atención del joven militar–. Veo que no os he presentado aún a nuestra anfitriona. Teresa,
ma belle
, éste es el general Buonaparte.
Napoleone me miró entonces con esa expresión que tantas veces he observado en los hombres, sobre todo en los que son de corta estatura. Me refiero a una en la que se mezcla el deseo con una cierta altanería retadora que parece decir: «¿Me ves poca cosa, mi bella amiga? Espera y verás».
Yo, por mi parte, siempre he sido especialista en disolver suspicacias y altanerías, de modo que tomé del brazo a aquel pequeño general y hablando de esto y aquello le rogué que diera conmigo «una vuelta a la habitación». He aquí, por cierto, una de las muchas costumbres inglesas que se habían puesto de moda últimamente. La habían traído del otro lado del Canal de la Mancha nuestros
émigrés
copiada de lo que solía hacerse en las grandes casas de campo que hay en aquellas tierras, y consistía, por curioso que parezca, precisamente en eso: en recorrer del brazo de alguien el perímetro de una habitación una y otra vez saludando a aquéllos con quienes uno se encontraba por el camino entregados a la misma tarea. Frenelle llamaba a esto la
promenade des idiots
, porque, en su opinión, resultaba ridículo ver a personas serias e importantes dar vueltas como un burro en una noria, pero a mí me parecía una costumbre encantadora. Y es que dicho paseo no sólo poseía la virtud de permitir que luciera muy bien el vestido que una llevase puesto en ese momento, sino que servía además al salutífero propósito de estirar un poco las piernas cuando el clima exterior no permitía otro ejercicio más próximo a la madre naturaleza.
–¿Damos otra vuelta, general? Vamos, concededme ese placer, os lo ruego –le dije con mi mejor sonrisa.
Sin embargo, después de dos vueltas del brazo del general, lo cierto es que apenas había conseguido arrancarle un par de sonrisas. Por eso me detuve delante de Rose de Beauharnais con toda la intención de pasarle a ella el testigo en la
promenade des idiots
con tan silente compañero.
–Tesoro –dije esbozando una de mis mundanas sonrisas–, ¿no te parece adorable nuestro nuevo amigo? ¿Cómo era vuestro muy difícil nombre?, ¿Napoline?, ¿Napoleone? Encantador, sin duda.
Después de decir estas palabras me reí con ganas, pero no de la cara que había puesto Buonaparte al ver interrumpido nuestro paseo, sino de cierto comentario que Rose acababa de susurrarme al oído en un aparte y que describía al recién llegado de una manera muy graciosa. «Vaya, vaya, con qué descaro piensas endosarme a este
petit gringalet
[7]
», me había cuchicheado con ese acento criollo que lograba que todo sonara tanto más ingenioso, y las dos soltamos una carcajada que dejó desconcertado y no del todo contento a nuestro taciturno amigo.
Mucho se especularía más tarde sobre cómo y dónde se conocieron Napoleón y Josefina, pero fue exactamente así como tuvo lugar aquel histórico encuentro: entreverado de palabras frívolas, sonrisas traviesas y de una carcajada –lo reconozco– algo fuera de tono. Pero ocurrieron más cosas significativas esa noche, como la que voy a relatar. Al cabo de un rato, cuando Barras vino a reclamar la presencia de Rose para una partida de cartas, volví a quedarme a solas con Buonaparte. Entonces le tomé de nuevo el brazo y con el mismo aire desenfadado de antes me lo llevé a un aparte para decirle:
–Mi querido general, estoy muy feliz de que vengáis a mi casa, y los amigos de Barras son, desde luego, mis amigos. Creo por ello que puedo rendiros un pequeño servicio del que nada tiene que saber el resto de los presentes y que seguramente os será muy útil. Me refiero al estado de vuestro uniforme.
–Sí, ciudadana –dijo él enrojeciendo hasta la raíz del pelo e incluso a través de
las orejas de perro
–. No sé si Barras os ha explicado, pero me encuentro en una situación difícil. Después de un éxito militar no siempre viene otro, y tras la ya lejana hazaña de la toma de Toulon me veo destituido por causas que no hacen al caso. Si estoy en París y en este estado en que me veis, no es por mi gusto. Necesito un traje nuevo, sí. La intendencia me prometió uno, pero no es algo de lo que me guste hablar con una dama...
Entonces yo esbocé mi más amplia sonrisa de Nuestra Señora del Buen Socorro antes de decir:
–Mi general, eso no tiene importancia alguna. Lefebvre, que es quien se ocupa de los tan enojosos asuntos de intendencia, es un gran amigo mío. Os daré una carta para él y os atenderá enseguida. ¡Muy pronto tendréis una casaca y unos
culottes
nuevos, os lo aseguro!
La samaritana escena terminó con el pequeño general besando mi mano con devoción y agradecimiento por mi generosidad. Sin embargo, ahora, con la perspectiva que da ser más vieja y desde luego mucho más sabia, creo que en ese momento se decidió mi suerte respecto de Napoleón Bonaparte. Él y yo fuimos a partir de entonces grandes amigos, incluso más que eso... Pero mucho me temo que el orgullo de quien pronto sería el hombre más poderoso de su tiempo nunca olvidó que se había visto en una ocasión en la desairada circunstancia de recibir casi una limosna de manos de una mujer como yo. «Nunca sirvas a quien sirvió ni pidas a quien pidió», dice un juicioso refrán de mi tierra, y yo creo que tanta sabiduría requiere otra reflexión en la misma línea: nunca esperes tampoco que los vencedores agradezcan a aquellos que los ayudaron en sus momentos más bajos, porque ellos no gustan de los testigos incómodos. He aquí pues la historia del primer error de Nuestra Señora del Buen Socorro con el futuro amo del mundo. No sería el último, me temo.
Sin embargo, en ese momento nada de lo antes dicho tenía la más mínima importancia; a mediados de 1795, Napoleón no era más que
un petit gringalet
y el amo de Francia se llamaba Barras. El 5 de octubre, poco antes de que lo nombraran director, sofocaría (con la ayuda de Bonaparte y a hierro y fuego, dicho sea de paso) una insurrección realista en París, y durante toda la época del Directorio, del que fue pieza clave, Barras conseguiría practicar con verdadero talento el difícil arte de turnarse en aplastar ora a los partidarios de la monarquía, ora a los de la izquierda, logrando mantenerse en el poder contra todos y contra todo. Hay que decir, sin embargo, que la situación general del país no podía ser más penosa. Cada día aparecían cadáveres en el Sena, y desde la insurrección popular ocurrida en Germinal (abril) se hablaba de la lucha entre los «vientres vacíos» del pueblo y los «vientres podridos» de los dirigentes, con Barras a la cabeza. Sí, así era el hombre que compartía mi cama. En la esfera de lo privado, Paul como amante no era ni mucho menos perfecto, y de eso hablaré más adelante, pero en la esfera de lo público nuestra relación era mucho más gratificante, puesto que me permitía continuar ejerciendo las labores de socorro que tanto me satisfacían. Así, tal como había hecho antes con Tallien, yo procuraba utilizar mi influencia con Barras para paliar la desdicha de otros. Sin embargo, reconozco que mis labores caritativas de esa época no puede decirse que estuvieran tan cercanas al pueblo como antes. Encandilada por mi propio personaje y bastante estúpidamente, cometí varios errores. El palacio de Luxemburgo era la nueva corte en la que reinaban los directores. Había cinco, pero ¿a quién le interesaba por ejemplo aquel enano jorobado de nombre La Révelliére-Lépeaux?, ¿o el simiesco y gordo Reubell? ¿Y qué decir de Carnot, tan vulgar y avaro que cuando quería presumir de rumboso como gran cosa invitaba a sus amigos a tomar sopa?, ¿o del insignificante Letourneur? En medio de este cuarteto decadente y muy poco atractivo, Barras destacaba más que nunca. ¡Y qué maravilloso era el escenario en el que resplandecía! Antes de entrar en el palacio podía verse, por ejemplo, una cohorte de magníficos soldados que hacían guardia y que eran todo un símbolo de cuánto habían cambiado los tiempos. Por supuesto, ya no había por ahí
tricoteuses
, ni
sans-culottes
, ni ciudadano alguno del pueblo que acechase la entrada de la Asamblea. Ahora lo que podía verse cerca de este centro de poder eran coches elegantes, tílburis o cabriolés de los que se apeaban
muscadins
y
merveilleuses
invitados a los salones del todopoderoso director. Y allí, recibiéndolos a todos, presidiendo a la derecha de Barras, estaba yo, Teresa Cabarrús. Muy alejada, por cierto, de Tallien, que prefería quedarse en casa para no ver estos espectáculos, y alejada también de las gentes de la calle, a las que solía sonreír a través de los cristales de mi coche, pero de las que ya no recibía tan cálida respuesta. En principio, no le di importancia; al fin y al cabo, tenía buena conciencia, puesto que continuaba con mis labores de buen socorro, pero mucho me temo que éstas no estaban bien elegidas. Empleé mucha energía, por ejemplo, en salvar de la ruina a una industria de gran solera en Francia; sin embargo, tal industria era la muy elitista fábrica de porcelana de Sévres y mi forma de ayudarla consistió en usar sus vajillas y ornamentos con bastante ostentación en La Chaumiére para ponerlos de moda. Otra de mis cruzadas destinadas al fracaso fue intentar conseguir que el Directorio otorgara el plácet a mi padre, Francisco Cabarrús (que estaba en libertad en España desde el año 1792 y no desde 1795, como erróneamente señalan algunos), para que aceptaran su nombramiento de embajador en París. Habría sido muy gratificante que mi padre lograra tan estratégico puesto y contar con su compañía, de modo que puse todo mi empeño en apoyar esta empresa. Por aquel entonces, Manuel Godoy se entretenía una vez más conspirando para situar en el trono de Francia a un Borbón español, y dicha idea era apoyada vivamente por mi padre. Sin embargo, como el Príncipe de la Paz era un experto en ese arte tan del momento de jugar con varias barajas, al tiempo que intrigaba con Francisco Cabarrús favoreció también que Luis XVIII tuviera un representante oficial en Madrid, el duque de Havre. Por esta razón, no es difícil comprender que la embajada de Francia en Madrid fuera un nido de espías y contraespías en el que mi padre trataba de desenvolverse como mejor podía. Lamentablemente, uno de los muchos informantes que intrigaban por ahí era un tal Mangourit, masón y republicano exaltado que cometió no pocas imprudencias en la corte, lo que tuvo la desdichada consecuencia de indisponer a Godoy con el Directorio. Como resultado de esto, ni él ni el gobierno de Francia consideraron oportuno apoyar el nombramiento de Cabarrús en París. Para colmo, a la negativa de España de nombrar a mi padre, se unió el hecho de que, en París, mis labores como intermediaria se interpretaron como «una intolerable injerencia de la amante de Barras en los asuntos de Estado», de modo que todas mis tentativas se vieron abocadas al fracaso.