–Genio y pobre –porfió ella–. Y además es mucho menor que yo, Teresa. Son nada menos que seis años de diferencia, se cansará de mí tarde o temprano. Además, yo no le amo, es tierno, cariñoso, sí, pero...
–Pero te adora, Rose –insistí yo–, he ahí una base muy sólida para un matrimonio.
–¿Como el tuyo con Tallien?
Rose no era de esas personas, a menudo mujeres, a las que les gusta decir cosas desagradables. No había malicia en su pregunta, pero aun así, sus palabras me hirieron en lo más hondo. Tenía razón. Tallien me amaba tan rendidamente como el pequeño corso la amaba a ella, y sin embargo, el nuestro era un matrimonio que sólo se mantenía porque él había decidido callar y consentir. Tallien procuraba hacer como si no se diera cuenta de lo que sucedía entre Barras y yo, y yo se lo agradecía.
–No, querida –le respondí a Rose–. Nuestro matrimonio es un cadáver, un muerto en vida desde hace mucho tiempo. Algo muy distinto de tu amistad con Napoleón. Tallien es un hombre acabado; en cambio, este joven general está en plena ascensión.
Le recordé entonces las predicciones de la vieja Marie Celeste, las mismas que tanto la habían ayudado a mantener la esperanza cuando estábamos a un paso de la guillotina.
–Tú siempre has confiado en la buenaventura, Rose. ¿Por qué no hacerlo ahora? Piénsalo bien.
Yo no sé qué fue lo que por fin la decidió a aceptar la propuesta de matrimonio del
petit gringalet
, si aquella vieja profecía supersticiosa de su infancia o, por el contrario, un muy actual y pragmático cálculo que le decía que más convenía ser la esposa de un pequeño general de aspecto algo ridículo que la segunda querida de un hombre como Barras o la amante circunstancial de tantos otros. Pero, sea por la razón que fuere, una vez nombrado Napoleón general de las tropas en Italia, un día soleado de Ventôse del año IV, Josefina y él se casaron. Algunos historiadores se han detenido en señalar como paradoja el hecho de que nada en aquella ceremonia nupcial era lo que parecía ser. Tallien y yo, felices amigos de la pareja que actuamos como testigos, no éramos ni felices ni pareja. Tampoco la principal de las joyas que lucía Josefina era auténtica, sino una bella reproducción. Las fechas de nacimiento de los contrayentes estaban trucadas para que no se notara tanto la diferencia de edad (Josefina se quitó cinco años y Napoleón se añadió uno). Y por fin, a diferencia de lo que ocurre en todos los enlaces, fue el novio quien llegó tarde a la ceremonia, nada menos que dos horas después de la prevista.
En realidad, tan largo retraso estaba más que justificado. Bonaparte debía salir para Italia un par de días más tarde y aún le quedaban otros muchos asuntos que atender. Sin embargo, esta circunstancia hizo que la boda de Napoleón tuviera también otra particularidad. A pesar del gran amor que existía (al menos por parte de uno de los contrayentes), la cortísima luna de miel no fue todo lo romántica que cabría esperar. El novio pasó gran parte de ella inclinado sobre sus cartas militares trazando posibles rutas y estrategias. Visto todo lo que antecede, no puede decirse que en esta ocasión se cumpliera ese refrán español que sostiene que lo que mal empieza, mal acaba; todo lo contrario. Tan accidentado comienzo fue el prólogo de una de las historias de amor más largas e intensas que registra la Historia.
A
un siendo cierto que aquel marzo de 1796 comenzó un largo y feliz matrimonio, no puede decirse que Josefina se sintiera demasiado apenada al ver marchar a su joven y flamante marido. En aquellos tiempos, ser una mujer casada y con un esposo en el frente no era impedimento para que una dama se divirtiera y saliese con sus amigos, al contrario. Así, cada vez era más frecuente ver a Barras en sitios públicos del brazo de las que él llamaba «sus diosas»: Josefina y servidora de todos ustedes. En cuanto a lo que estaba pasando en el país en ese momento, es necesario explicar que, tal como ocurre con frecuencia, una vez más podía comprobarse el inveterado gusto de la Historia por los juegos de espejos, también por los
ritornellos
. Lo que quiero decir es que aquellos días del Directorio empezaban a parecerse inquietantemente a los últimos del
Ancien Régime
, con una minoría frívola e imprudente que derrochaba dinero a manos llenas mientras el resto de la población pasaba incontables penurias. Como yo en ese momento participaba de la ceguera de los que viven en su particular mundo dorado, no veía –o no quería ver– cómo la situación económica del país se volvía cada vez más desesperada y los pobres pasaban hambre. Acostumbrada a que mis frivolidades siempre me fueran perdonadas, segura además de poder compaginar mis dos papeles teatrales favoritos, el de Nuestra Señora del Buen Socorro y el de frívola diosa de la Revolución y ahora del Directorio, no me di cuenta de que una vez más estaba bailando demasiado cerca del precipicio. ¿Qué puedo decir en mi descargo? Muy poco, realmente, sólo que era víctima de cierta enfermedad común a la que yo, después de la desaparición de mi querido Jean-Alex Laborde, me creía por completo inmune; me refiero a ese perturbador desvarío, a esa abrasadora fiebre a la que llaman enamoramiento. «El amor tiene a veces tan mal gusto, querida; ni te imaginas. Ojalá nunca te ocurra, pero a veces Cupido nos maldice haciendo que nos enamoremos de quien menos lo merece, de un tonto por ejemplo, o de un miserable, o incluso de un perfecto canalla o un monstruo de egoísmo». Esto me dijo un día madame de Staël hablando sobre sí misma de ciertos amores suyos muy inconvenientes, y yo me reí porque no lograba entender que tal cosa fuera posible. Cierto es que, años atrás, había llegado a sentir por Tallien una gran
attirance passionnelle
, como eufemísticamente llaman los franceses a una inclinación que anida más abajo de la cintura, pero no puedo decir que haya estado nunca enamorada de él. Además, aun a pesar de los muchos crímenes que en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad había llegado a cometer, sería injusto describir a Tallien como un canalla, menos aún como un monstruo de egoísmo. En cambio, esta segunda definición encaja perfectamente con la personalidad de aquel que compartía mi cama en esos momentos. Hasta ahora, siempre que he hablado de Barras he procurado hacerlo con eso que ingleses y franceses llaman
nonchalance
y que puede traducirse por desenfado o despreocupación. Que yo recuerde, sólo una vez he recurrido a palabras realmente negativas, y fue cuando dije que había crecido a mi alrededor como la mala hiedra hasta ocupar todo mi espacio. Me gustaría ahora retomar esa metáfora para explicar cómo poco a poco se introdujo en mis afectos, hasta entonces inaccesibles, este hombre que tanto marcaría mi vida.
–¿Por qué amas a Barras? –me preguntó un día Josefina, a la que, por supuesto, nunca había confesado mis sentimientos.
Detengo por unos segundos este diálogo para explicar que soy de esas personas en apariencia muy abiertas, pero que nunca hablan de sí mismas. Sí, aunque suene contradictorio, se puede ser expansiva y reservada a la vez. Por lo general, a las personas les gusta tanto hablar de sí mismas que rara vez reparan en que sus confidencias no son retribuidas por otras. De ahí que, a pesar de nuestra gran amistad, en mi relación con Josefina era ella quien desnudaba sus sentimientos, nunca yo.
–Creo que ni tú misma te das cuenta de lo que te pasa –continuó diciendo ella sin esperar mi respuesta–. Pero deberías tener cuidado.
–No sé a qué te refieres –respondí fríamente y Josefina alargó hacia mí una mano amiga–. Tú siempre has sido más hábil con los hombres que yo, Teresa, y todos ellos, o casi todos, sería más propio decir, te adoran. Pero deja que esta vez sea yo quien te dé un consejo. Frente a los Barras de este mundo lo que hay que hacer es comportarse no como una mujer, sino como un hombre. Tomar lo que se pueda de la relación y no involucrar en ello ni el más mínimo sentimiento. ¿Comprendes, tesoro?
Yo no dije ni sí ni no y procuré cambiar de tema, pero sus palabras estuvieron rondándome muchos días. Tal como ya he dicho, Rose, o mejor dicho Josefina, no era dueña de una inteligencia preclara, ni podía considerársela una estudiosa del comportamiento humano como madame de Staël, pero poseía eso tan escaso que llaman sentido común. Por eso, ella nunca se enamoró de Barras. De un tipo fatuo que vestía de un modo ostentoso que a veces resultaba patético. De un hombre casado que nunca dejaría a una esposa que vivía juiciosamente en el campo lejos de él y de sus pompas. De un tipo venal que había hecho una fortuna aprovechándose de su situación privilegiada y a costa de la penuria del pueblo. De un hombre, al fin, cuyo único amor tenía un nombre: Paul Barras, jefe del Directorio de la República. Y de tal individuo me enamoré yo, Teresita Cabarrús, la que con catorce años había jurado no hacerlo jamás. La que todos consideraban la reina de este París revolucionario que había acabado con los excesos de la monarquía únicamente para volver a ellos con redoblado énfasis, sólo que esta vez en nombre de la igualdad y de la fraternidad. Y no contenta con ambos errores, del brazo de aquel hombre me dedicaba ahora a pasear medio desnuda y cubierta de joyas mientras crecía el descontento popular. Hay quien considera que el amor es eximente de todo. «Se enamoró», dicen, «perdió la cabeza», «se trastornó», y parece que tal extravío hace sus actos menos egoístas o al menos más excusables. Yo no soy de esa opinión. Pienso que el amor, aun si tiene como objeto a la persona más inadecuada, no puede servir de excusa para los errores que uno comete. Por eso, he aquí mis equivocaciones, las cuento tal como sucedieron. En 1796, Francia vivía, como ya hemos visto, un momento sumamente difícil, pero déjenme que les dé algunos datos más al respecto. Así retrató la situación Jacques Mallet du Pan, cronista de la época famoso por sus escritos:
Las dos pasiones universales del momento son la codicia y la prodigalidad. La rapiña, la rapiña y luego una vez más la rapiña; he ahí el eje, la meta y el único objetivo de ahora. Se roba, tima, usurpa por cualquier medio, ya sea vil, rastrero o incluso ridículo. El robo adquiere cualquier forma, utiliza cualquier vileza. Nada se rebela contra él ni lo intimida; su descaro es superior a todo.
De este modo se expresaba Mallet du Pan a propósito de los hombres del poder. De nosotras, las mujeres, no hablaba mucho mejor que digamos:
Ellas son igualmente viles en sus costumbres y principios. Exhiben su inmoralidad en carruajes suntuosos en los que no les importa pasearse cubiertas de joyas y descubiertas de ropa. La mujer de Barras recibe la adoración de una reina, y madame de Staël expone su propia inmoralidad y petulancia.
A pesar de que la situación era altamente inflamable, a pesar de que los periódicos denunciaban estas conductas y que incluso se representaban multitud de obras teatrales en las que se satirizaban los modos provocadores e insostenibles de los actuales responsables políticos, Barras tenía razones para estar contento consigo mismo. El Directorio, bajo su poder, había adquirido un aire grandioso, bizarro. Tan barroco y extravagante como el de su jefe máximo, que últimamente se había hecho confeccionar el siguiente atuendo, que muchos consideraban digno de una ópera bufa: pantalones de satén, capa tipo Francisco I, profusión de encajes, sombrero con enormes plumas y dos espadas, una como emblema de la justicia y la otra un fino estoque que colgaba de su banda. Claro que este atuendo no desentonaba en absoluto con lo que era la moda masculina del momento y que tenía como máximos exponentes a esa juventud dorada de la que ya hemos hablado, que, como ya sabemos, les llamaban los incontables.
En cuanto a los modos, otra característica de aquella época consistía en hablar con un acento que imitaba la pronunciación de los ingleses, que a todos nos parecía de lo más elegante, con esa languidez suya afectada y deliciosa. Para hacerlo bastaba con prescindir de la «r» (letra denostada además por ser la inicial de «Revolución») en todo aquello que se decía. Así, no era difícil, por ejemplo, oír a un
incroyable
decir de una
merveilleuse
:
–Quelle femme cha'mante, elle est a fai'e mou'i d'amou'.
Sí, en tan estúpido fanal lleno de frivolidades vivíamos Barras, yo y todos nuestros amigos. Y mientras tanto, allá fuera, en el mundo real, se desvalorizaba la moneda, crecía el número de agiotistas o especuladores sin escrúpulos, reinaban los fantasmas del hambre y del desempleo. Una vez más e igual que antes de la Revolución, los pobres podían ver cómo los ricos se divertían nadando en el lujo mientras ellos pasaban estrecheces y calamidades. Y la máxima representación de tan obsceno lujo era yo, Teresa Cabarrús, Nuestra Señora de Thermidor; pero, si hasta hace muy poco el hombre de la calle se embobaba mirándome porque sabía las muchas vidas que había ayudado a salvar de la guillotina, ahora lo único que veía era una tonta atolondrada a la que le gustaba demasiado exhibirse desnuda. Yo, por mi parte, no me daba cuenta de nada de esto; tan cerca estaba de Barras y tan lejos de la realidad.