«Y
o, Antoine Edme Nazaire Jacquotot, funcionario público, pido la disolución del matrimonio del ciudadano Jean-Jacques Devin de Fontenay, de treinta y un años, con Juana Ignacia Teresa Cabarrús, de diecinueve, que se ha pronunciado en presencia de las partes y de los testigos, que en nombre de la ley su matrimonio quede disuelto con la firma de ellos y de sus testigos...».
Así reza el documento de mi divorcio, que aún conservo. Los trámites habían comenzado en septiembre de 1792. Nosotros, tres meses después de la muerte del Rey, en abril de 1793, emprendimos junto a nuestro hijo la huida hacia la ciudad de Burdeos. Si el lector se sorprende de que nuestro matrimonio estuviera legalmente disuelto en el momento de escapar juntos, me apresuro a señalarle lo mucho que unen el horror y la necesidad. Yo, por mi parte, necesitaba a Jean-Jacques para que nos protegiera a mi hijo, a Frenelle y a mí, puesto que las carreteras estaban infestadas de ladrones, de controles revolucionarios y, sobre todo, de los famosos
sans-culottes
en busca de aristócratas. Y yo le hacía falta a él porque en Burdeos vivían varios familiares míos y, en especial, un tío de mi padre que era armador, de modo que podía ayudarle a emprender la huida hacia la isla de Martinica, en las Antillas, donde él deseaba instalarse. Emprendimos, pues, la marcha una madrugada muy lluviosa sin más equipaje que el que permitían dos grandes cestos de mimbre y un baúl tan viejo y maltratado que difícilmente levantaría las sospechas de los
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y bandidos que esperábamos encontrar en el camino. Es curioso lo que uno elige llevar consigo cuando huye, porque a veces la elección va en contra del sentido práctico e incluso del más elemental sentido común. Amén de coser a mi ropa de viaje las pocas joyas que por su tamaño reducido pensé que podrían sobrevivir a un escrutinio malintencionado, mi equipaje estaba formado por lo siguiente: dos vestidos sencillos de colores apagados, un redingote, tres pares de zapatos, uno de ellos de tafilete, libros, afeites y, naturalmente, el camafeo con la silueta de mi amado Jean-Alex Laborde. Hasta aquí todo más o menos normal y razonable, pero también metí en el cesto la mantilla blanca que llevara el poco feliz día de mi boda y que nunca más había usado, así como las tijeras de jardinería que me habían servido en los últimos tiempos para entretener mis largas horas de encierro en casa. Atrás quedó el resto de nuestras pertenencias, las de una pareja que ya no existía pero que, al disolverse, no tuvo tiempo siquiera de dividirse los restos del naufragio, pues la tormenta arreciaba y había que ponerse a salvo.
Durante cuatro largos días y sin dirigirnos la palabra más que lo indispensable, viajamos en silencio mi
ci-devant
marido, Frenelle, el niño y yo. Mi pequeño Théodore dormía gran parte del tiempo, lo que era una bendición, porque así sus infantiles ojos evitaban ver lo que observaban los nuestros a poco que nos asomáramos a la ventanilla: niños semidesnudos que suplicaban ayuda desde las cunetas, campesinos hambrientos y grupos de
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que cada tanto detenían nuestro carruaje con la excusa de inspeccionarlo en busca de aristócratas huidos y traidores. A veces eran patrullas de cuatro o cinco hombres armados con picas; otras, de mujeres incluso más fieras que los varones que no tenían reparo en palparnos de arriba abajo hasta en los rincones más íntimos; a mi marido, entre grandes risotadas, a Frenelle y a mí con burlona saña, en busca de alhajas. A todo esto sobrevivimos milagrosamente. A la rapiña de joyas, por ejemplo, gracias a la astucia de haberlas cosido no en las enaguas, como hacía todo el mundo, sino entre las varillas del corpiño, lo que nos hacía parecer a Frenelle a mí dos orondas matronas. A las patrullas de
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sobrevivimos también merced a otra argucia tan simple como eficaz. Sabedores de la codicia de estas gentes, en vez de llevar todo el dinero en una misma bolsa, llevábamos varias escondidas aquí y allá. Una vez comenzado el registro, entre fingidas protestas, ayudábamos a descubrir para gran regocijo de estos improvisados representantes de la autoridad una o dos de ellas, quedando las otras a buen recaudo. Pero no todo fueron sinsabores y estratagemas. También el camino a Burdeos nos permitió descubrir el lado dulce de la naturaleza humana y maravillarnos de la ayuda desinteresada que nos prestaron no pocos habitantes de los pueblos en los que tuvimos la suerte de detenernos. Porque si los tiempos difíciles hacen habituales los malos sentimientos, también hacen prodigar los más generosos. Y a nosotros, disfrazados para parecer pequeños terratenientes que se veían obligados a huir, nunca nos faltó un alma samaritana. Ni un plato de sopa, ni una mano para cambiar una herradura, ni una manta para nuestro hijo. Bendito pueblo francés que, como todos los demás, llegado el momento del horror es capaz de lo más atroz, pero también de la mayor de las bondades.
Así llegamos por fin a Burdeos. Mi
ci-devant
marido prometió visitar a nuestro hijo periódicamente hasta el momento de embarcar hacia las Antillas y a continuación nos despedimos fríamente. Y lo hicimos con un «
merci, madame
»; «
merci á vous, monsieur
», curiosamente, la misma fórmula retórica con la que antaño, tras cumplir con el débito conyugal, nos deseábamos las buenas noches.
Atrás quedaban cinco años de un matrimonio sin más pasión que la espuria de una noche que aún me duele recordar.
Burdeos me pareció desde el primer día una ciudad alegre en la que menudeaban eso que los franceses llaman los
bons vivants
, gentes que adoran comer, beber y disfrutar de los placeres pero que también tienen ideas muy claras sobre lo que son y lo que representan. Es importante señalar que, en los momentos iniciales de la Revolución, Burdeos había contribuido con entusiasmo a la tramitación de aquellos famosos
cahiers
o cuadernos de reformas, y lo había hecho gracias a la presencia de diversos diputados; primero, en los Estados Generales, luego en la Asamblea y por fin en la Convención. Por aquellas fechas, y recordemos que hablo de la primavera de 1793, aún era habitual ver escenas revolucionarias comunes en toda Francia, como la de un grupo de ciudadanas haciendo ejercicios militares con picas y fusiles por las calles de la ciudad. Sin embargo, en Burdeos, estas demostraciones comenzaban ya a verse por aquel entonces con gran preocupación. Y es que desde las terribles Masacres de Septiembre y más aún tras la muerte de Luis XVI, los representantes de Burdeos, como los de tantas otras ciudades de Francia, observaban con alarma lo que estaba ocurriendo en París. A ninguno de ellos les faltaba entusiasmo revolucionario, pero cada vez era mayor el número de los convencidos de que todo estaba yendo demasiado deprisa sin que nadie supiera hacia dónde. Comenzó así a crecer no sólo en Burdeos, sino en el resto de las ciudades de Francia, la desconfianza hacia la capital, y también la idea de que los derechos de las provincias eran menospreciados por ese pueblo de París vociferante y cada vez más sanguinario.
Apenas un mes antes de mi llegada a Burdeos se había producido en Francia un acontecimiento de gran relevancia histórica: la región de La Vendée se convirtió en escenario de una insurrección antirrevolucionaria que, unida a la derrota sufrida por las tropas francesas en Neerwinden a manos de los austríacos y a la desconfianza creciente en otras grandes ciudades como Lyon o Marsella, iba a cambiar el curso de la Revolución y el equilibrio de poder entre París y el resto de Francia.
Pese a todo lo que acabo de señalar, a mi llegada a Burdeos no era esa amenazante nube de tormenta la que ocupaba mis pensamientos, sino los pequeños inconvenientes prácticos de un cambio de vida tan drástico como el mío. Me preocupaba cómo y dónde iba a vivir en esta ciudad desconocida para mí. Mi tío Dominique (así lo llamaba yo, aunque era en realidad tío de mi padre) y su sobrino Jean no eran los únicos parientes que tenía en Burdeos. Vivía también allí un tío de mi madre que se dedicaba a la exportación de vinos y que poseía una hermosa mansión cerca del puerto. Fue, sin embargo, en la más austera vivienda de mi tío Dominique donde decidí recalar hasta que encontrara un acomodo independiente.
Con la hospitalidad y la generosidad que han hecho famosos a los bordeleses me fueron asignadas por mi tío y su esposa tres habitaciones muy amplias de las que elegí la más luminosa para el pequeño Théodore. El niño estaba a punto de cumplir cuatro años y era aún una criatura débil y enfermiza. Recuperado de la viruela gracias a las artes brujas de la señora Caridad y sin más secuelas que unos hoyuelos apenas visibles alrededor de los ojos, continuaba, en cambio, sufriendo continuas pesadillas. Me esmeré por tanto en que su habitación fuera todo lo alegre que permitían las circunstancias y yo me instalé en la contigua, que daba a un pequeño patio trasero. Durante toda la mudanza, que duró varios días, él nos miraba sonriendo con esa cara triste que tanto se parecía a la de su progenitor.
Durante un tiempo y gracias al ambiente tranquilo que se vivía en Burdeos y a las amistades de mi tío Dominique, que me acogieron con cariño, volví a sentir la deliciosa sensación de tener una vida normal. Una similar a la que llevaba antaño en mi casa de Fontenay-aux-Roses y en la que no había que esconderse ni cerrar las ventanas para evitar ver u oír cómo en las calles se hacía «justicia revolucionaria». La primavera había venido adelantada ese año y, por las mañanas, yo me dedicaba a recorrer demoradamente con mi hijo los paseos de la ciudad escuchando los ociosos comentarios de la gente. Me complacía mucho volver a descubrir en ellos los dulces acordes de la frivolidad mundana de una vida sin sobresaltos.
–Mirad, es la
ci-devant
marquesa de Fontenay, que acaba de divorciarse de su marido –secreteaban a mi paso.
–¿Cómo dice que se llama? –preguntaba otro.
–No conozco su nombre de pila, pero me han dicho que se trata de una española muy acaudalada que antes vivía en París y que ha venido huyendo de todo lo que allí sucede. ¡Qué bella es!
–Yo os puedo dar más datos –añadía un tercero–. Se llama Teresa y da la casualidad de que es sobrina de Dominique Cabarrús, mi vecino.
–Siendo así –señalaba un cuarto–, deberíais haceros el encontradizo con ella una mañana para conocerla mejor.
Y por fin concluía un quinto:
–¿Os parece que dejemos nuestras tarjetas de visita en casa de su tío? Ellos reciben los martes...
Divina frivolidad provinciana que hacía que a mis diecinueve años volviera a sentir que el mundo era un lugar hermoso tal como había sido antaño. Un lugar en el que tenían cabida los galanteos, la conversación ociosa, la risa y también, por qué no, el amor. Ese año, abril trajo, como digo, una primavera muy hermosa que invitaba a las visitas sociales, y poco a poco, en el vestíbulo de la casa de tío Dominique, la bandeja de plata destinada a recoger las tarjetas personales de los visitantes comenzó a llenarse con las de jóvenes oficiales que presentaban sus respetos. Como la del ciudadano Lamothe, por ejemplo, o la del ciudadano Édouard de Colbert-Chabanais y su hermano Auguste. Nombres todos que pasarían más tarde a los libros de historia como militares célebres, pero que entonces no eran más que muchachos cuya más deseada maniobra estratégica era interceptar el paseo vespertino de la ciudadana Cabarrús y su pequeño Théodore para acompañarles un trecho por la calle Nueva.
Lamentablemente, poco iba a durar este paréntesis tan grato. Mientras yo volvía a flirtear y a sentirme bella, mientras mi hijo empezaba a acostumbrarse a nuestra nueva vida y ya apenas preguntaba por su padre, llegó el mes de junio, trayendo consigo malas noticias de París.
Por lo visto, en las famosas sesiones del 31 de mayo y del 2 de junio los
sans-culottes
habían sitiado la Asamblea y obligado a poner bajo decreto de acusación a veintinueve diputados girondinos a los que se tachaba de ser demasiado moderados. Vergniaud, el más notable de ellos y todo un ídolo para los bordeleses, fue entonces puesto bajo arresto domiciliario, al igual que otros girondinos destacados. Sin embargo, tanto peso tenían sus nombres en el resto de Francia que la Asamblea no se atrevió a someterlos a una vigilancia excesiva y, gracias a tal circunstancia, pudieron dar órdenes de sublevación general contra París en todos los departamentos en los que el partido girondino tenía mayoría.
En Burdeos, por ejemplo, la reacción fue inmediata. El 7 de junio se expulsó de la ciudad a los representantes de la Asamblea de París al tiempo que, con la ayuda de otros departamentos, se ordenaba la concentración de mil doscientos hombres.
Al saber esto, la capital decidió enviar a nuestra ciudad a dos representantes del llamado Comité de Salvación Pública, como eufemísticamente se denominaba entonces este organismo que tenía la potestad de encarcelar sin juicio previo a quien considerase sospechoso de ser enemigo de la patria. El cometido de dichos representantes era que éstos, eufemísticamente también, hicieran «entrar en razón» a los bordeleses. Burdeos expulsó a estas dos personas y a partir de ese momento la ciudad se convirtió en la cabeza de la insurrección del resto de los departamentos contra París.