Entre tristes presagios fueron pasando los primeros meses del año de 1792 hasta que, a mediados de junio, nos enteramos de que una turba enfurecida había asaltado el palacio de las Tullerías y obligado al Rey a ponerse el bonete rojo que un ciudadano le ofreció clavado en una pica de carnicero. El gorro era demasiado pequeño y quedaba ridículo sobre la cabezota empolvada del monarca, lo que despertó las carcajadas y burlas de todos. Al pequeño delfín se le colocó otro tan grande que le cubría los ojos y la boca, todo un símbolo.
Después de esta revuelta y del consiguiente susto de la familia real, que ya se veía descuartizada a manos de la turba, se alzaron desde el extranjero voces airadas que amenazaban con que «si se llevaba a cabo cualquier ultraje contra la familia real, asaltaría París». Era el llamado Manifiesto de Brunswick, que trajo un hálito de esperanza a la aterrada Reina, pero, a su vez, acarreó no pocas y fatales consecuencias para toda la familia. Enfurecido el pueblo por la amenaza exterior y seguros de que el Rey los había traicionado y de que estaba de acuerdo con las potencias extranjeras, continuaron produciéndose disturbios hasta que otra gran multitud invadió de nuevo las Tullerías. En esta segunda ocasión la sangre correría a raudales. La odiada y extranjera Guardia Suiza, que protegía a la familia real, fue completamente masacrada ese día. Se cuenta que hasta los porteros fueron pasados a cuchillo por llevar uniforme rojo y confundirse con los guardias. Según supimos más tarde, las mujeres se dedicaron a despojar a los cadáveres de todo lo que encontraban mientras los hombres cercenaban miembros, cortaban genitales y ultrajaban cuerpos. «Ha comenzado la más bella Revolución que haya honrado nunca a la humanidad», dicen que exclamó un enardecido Robespierre mientras observaba cómo se apilaban los restos humanos de los soldados; el mismo Robespierre, por cierto, que hasta hacía muy poco, cuando era un joven y prometedor abogado de Arras, se declaraba contrario a la pena de muerte.
Los miembros de la familia real, a pesar de la masacre, alcanzaron afortunadamente a refugiarse a tiempo en la Asamblea Nacional, que estaba a escasos metros, sin sufrir daño. Sin embargo, una vez consumada la carnicería, la Asamblea Nacional, donde los prohombres del momento, como Roland y su grupo moderado de los girondinos, estaban algo confusos y amedrentados por el cariz que iban tomando los acontecimientos, decidió que todo lo ocurrido era señal de que el pueblo había vencido a la monarquía y de que ya era hora de que Luis XVI fuera suspendido en sus funciones de Rey. Y para refrendar esta decisión se acordó convocar lo antes posible otra asamblea, que se llamaría esta vez Convención Nacional.
El depuesto Rey pidió entonces que se le permitiera vivir en el palacio de Luxemburgo, pero el ala izquierda de los diputados (a partir de ahí derechas e izquierdas tomarían su nombre dependiendo de su ubicación en la cámara), haciéndose eco de la actitud beligerante de la calle en armas, exigió que se confinara a la familia real en el Temple, que no era otra cosa que una prisión.
Todas estas noticias terribles llegaban hasta nuestra casa en el centro de París. Venían en boca de vecinos y de los pocos proveedores que aún se atrevían a frecuentar el hogar de unos
ci-devant nobles
. Pero sobre todo las traía la voz de la calle, con sus cánticos o sus gritos patrióticos. Por aquel entonces, mi marido, del que tantas cosas me separaban, y yo vagábamos de habitación en habitación como extraños, sin rozarnos, sin hablarnos siquiera. Yo solía pasar la mayor parte del tiempo en mi cuarto o visitaba el de mi pequeño Théodore para hacerle compañía. Fontenay, en cambio, tenía por costumbre encerrarse largas horas en la biblioteca con la sola compañía de su mazo de cartas y de una botella de aguardiente. A veces lograba oír su voz a través de la puerta y tenía la impresión de que estaba departiendo con alguien, pero tengo para mí que sólo hablaba con sus naipes con la esperanza de que éstos le dieran respuesta a las muchas preguntas que todos nos hacíamos entonces: ¿Qué pasaría después? ¿Sería el ala moderada de la Asamblea, ahora llamada Convención, capaz de domeñar a esa temible fuerza descontrolada presente en la calle y en el corazón de los antaño pacíficos ciudadanos que ahora patrullaban la ciudad con picas y hachas al son de canciones? ¿Y nosotros, los
ci-devant
marqueses de Fontenay, que tanto habíamos flirteado con la Revolución invitando a sus próceres a nuestra casa, seríamos también víctimas de sus cánticos y de su iras?
Yo ni siquiera tenía la compañía de unos naipes o del alcohol para buscar respuesta a estas preguntas. Sólo me aferraba a lo cotidiano, a cortar rosas en nuestro pequeño jardín con las que adornar mi gabinete o a bordar junto a la ventana con una rendija de ésta abierta con la esperanza de oír qué se decía allá en la calle. Y me dedicaba también, como digo, a jugar tristemente con mi pequeño Théodore. El niño, además de ser la viva imagen de su padre, tenía un carácter que sólo puedo describir como melancólico. Era una criaturita taciturna pero que agradecía mis besos, mis muchas caricias. Recordaré siempre cómo sus manitas frías y trémulas buscaban abrigo en las mías igual que un animalillo que huele el peligro. No hablaba aún, pero sus balbuceos incoherentes producían en mí una gran ternura. Mi pequeño Théodore, mi pobre bebé al que tan poca atención había prestado hasta entonces. ¿Qué le esperaba de allí en adelante? No era fuerte, tampoco parecía demasiado espabilado ni era bello. ¿Sabría yo protegerle, guiarle en la vida? ¿Y qué vida sería ésa ahora que la que conocíamos se desmoronaba a nuestro alrededor?
Una mañana de aquel caluroso verano tan lleno de sangre e incertidumbre una noticia vino a turbar aún más nuestra lúgubre rutina. Fue François, el jardinero, que todavía nos era fiel, quien la trajo.
–Lo he visto, madame, es más alto que un hombre.
–¿A qué te refieres, François? –le pregunté alzando la vista de la labor de aguja que tenía entre manos.
–Al «artilugio», así lo llaman, y ha sido instalado en la plaza del Carrousel, frente a las Tullerías.
–Otros lo llaman «la máquina» –intervino entonces Frenelle, que venía también de la calle después de comprar lo poco que había encontrado, apenas unas cebollas y dos coles. La escasez era general entonces salvo en lo concerniente a las noticias. Éstas corrían a raudales y las malas tardaban apenas unos minutos en atravesar París de lado a lado con todo lujo de detalles.
–Y ese «artilugio», que yo diría que mide poco más de cinco pies, madame, es en realidad muy sencillo. Consta de dos palos verticales, luego una plancha horizontal y por fin una cuchilla de filo oblicuo que cae a plomo. Según he podido averiguar, hasta ahora estaba instalado en la plaza de Gréve y se usaba sólo para ajusticiar a los malditos falsificadores y agiotistas, esos miserables que se quedan con el dinero de los pobres.
–¿Quieres decir que se trata de una especie de castigo nuevo? ¿Un artilugio para matar? Dios mío, ¿qué más se dice por ahí?
–Se trata, por lo visto, de un adelanto muy moderno, aunque la verdad, tanta modernidad no va conmigo. A la hora de ajustar cuentas con esos miserables que explotan al pueblo, a mí me gustaba más el método antiguo. Donde esté una buena procesión de condenados y luego las confesiones públicas y más tarde el bamboleo de un cuerpo moribundo estremeciéndose en el extremo de una cuerda… ¡Muerte a los traidores! ¡Muerte a todos!
Me horrorizó oír estas palabras en boca del buen François, aunque no puede decirse que fueran poco habituales en aquellos días. Todo el mundo hablaba de justicia y de castigo, de traidores y de muerte en las calles de París. ¿Pero a qué se refería él con lo de una nueva máquina? ¿No había la Asamblea aceptado hacía poco más de un año los Derechos del Hombre siguiendo el ejemplo dado al mundo por los patriotas de América? ¿No eran la mayoría de los diputados, incluido Robespierre, opuestos a la pena de muerte?
–Y precisamente eso es lo que intentan nuestros patriotas –me explicó entonces Frenelle–, que el «artilugio» se ocupe de matar de forma más acorde con los Derechos del Hombre.
–¡Qué cosas dices, Frenelle!
–Sólo las que cualquiera puede escuchar en la calle, madame. Por lo visto, hace ya unos meses que la Asamblea encargó a un médico de nombre Guillotin que ideara una máquina que procurase una muerte más humana, más…
–Eso que dices no tiene ningún sentido –la interrumpí.
–Yo no entiendo nada de asuntos médicos, madame, pero Jean Michel, el barbero, que también se ocupa de extraer muelas cuando es menester, dice que esa máquina, con su cuchilla transversal, procura una muerte indolora, mucho más dulce por tanto que la de la horca, con sus largas agonías.
No pude por menos que sentir otro escalofrío. Mientras departían, François y Frenelle siguieron con sus labores como si tal cosa, puesto que conversaciones como ésta comenzaban a ser algo habitual en nuestras vidas. Se hablaba de picas, de muertes a cuchillo, de cabezas cercenadas, de traidores que eran colgados de la
lanterne
porque todo eso y más estaba ocurriendo en las calles, con el pueblo de París erigido en juez y también en verdugo. Aquella misma tarde, escuchando como siempre lo que se decía en la calle tras mi ventana entornada, pude completar la información de Frenelle y de François con nuevos datos. Por lo visto, la Asamblea, alarmada por el cariz que estaban tomando la violencia callejera y los ajustes de cuentas, había intentado buscar una alternativa más benévola a eso que comenzaba a llamarse «acción popular» y que no era otra cosa que el pueblo tomándose la justicia por su mano. Sí, así fue como entró en nuestras vidas la guillotina (y bien que luchó el buen doctor Guillotin para que no se llamase como él) y una vez que lo hizo comenzó a ser parte de nuestro hacer cotidiano, primero tímidamente y más tarde…
Pero volvamos por un momento a la Asamblea para saber qué estaba pasando tras la destitución de Luis XVI. Ésta produjo a su vez la caída en el desprestigio de la llamada alta burguesía y la nobleza liberal que hasta ahora capitaneaban la Cámara. Desde ese momento, Danton, por ejemplo, figura notable del espectro político y tribuno de voz potente, pasó de ser un agitador callejero a convertirse en ministro de Justicia. A instancia suya se votó entonces una ley que autorizaba lo que eufemísticamente se llamaba «visitas domiciliarias», y gracias a éstas y en el curso de tres días, tres mil personas, entre las que había sacerdotes refractarios, partidarios del Rey y otros enemigos de la Revolución, engrosaron el censo penitenciario.