Sin embargo, como ya sabemos, si los tiempos difíciles hacen aflorar lo peor del corazón humano, también logran que brille lo mejor de él, y dicha circunstancia parecía conocerla bien Jean-Lambert Tallien. Muy pronto reparó en que, aunque los jueces que dictaban las sentencias eran forasteros traídos por los representantes de París, las personas de buen corazón siempre lograban encontrar medios de interceder de una forma u otra a favor de los perseguidos. Y Tallien, a pesar de sus escasos veinticuatro años (o tal vez debido precisamente a ello), sabía que las más insistentes, las más pertinaces abogadas de la desgracia ajena eran –o mejor debería yo decir «son»– siempre las mujeres. De ahí que, a las pocas semanas de su llegada, dictara el siguiente y curioso bando:
«Toda ciudadana o cualquier otro individuo del sexo que sea que acuda a solicitar algo a favor de los detenidos o a fin de obtener algún beneficio para ellos será considerado y por tanto tratado como sospechoso».
Dicho esto tal vez sorprenda al lector saber que muy poco después de hacerse público este bando, el ciudadano Tallien recibió una carta escrita de puño y letra de la ciudadana Teresa Cabarrús,
ci-devant
marquesa de Fontenay, en la que solicitaba
clemencia para Juan Cabarrús, primo mío y sobrino muy querido de mi tío Dominique, que se encuentra injustamente detenido en el castillo de Lagrange, cerca de Saint-Julien.
Y, no contenta con esta petición, añadía yo esta otra:
Así como ayuda para la joven ciudadana Boyer-Fonfredé, quien tras haber perdido a su hermano y a su esposo a manos de la ley, junto a su hijito de tan sólo un año, ha sido muy injustamente desposeída de todas sus posesiones y está en la calle.
¿Qué pensaría Tallien al recibir una carta que tan evidentemente contravenía sus órdenes? Lo normal en este caso habría sido actuar de inmediato contra tan osada ciudadana que se permitía, para colmo, firmar como
ci-devant
marquesa de Fontenay. Aun así, lo cierto es que, al leerla, lo único que hizo el implacable y todopoderoso
représentant en mission
de París fue desear entrevistarse inmediatamente con su autora. ¿Qué pudo ser lo que lo empujó a ello? ¿Sería tal vez la forma en que estaba redactada dicha súplica, o el modo encarecido en que yo abogaba por la vida de mi primo? ¿O quizá fueron los tristes detalles que incluía la misiva más adelante sobre la salud del pequeño hijito de madame Boyer-Fonfredé? Cabe la posibilidad también de que un par de lágrimas que de forma sensible –o mejor dicho, estratégica– maculaban la epístola fueran las que obraran el milagro. Sin embargo, yo me inclino a creer que la razón hay que buscarla en otro dato que no estaba escrito con tinta (ni con lágrimas). Me refiero a la osadía de una mujer de dirigirle una carta directamente a él, después de que hubiera hecho público aquel bando por el que explícitamente prohibía las peticiones femeninas de clemencia so pena de ser sus autoras arrestadas. Audaces fortuna
juvat
, la fortuna favorece a los audaces, he aquí un latinajo de los muchos que gustaba repetir madame de Staël antes del diluvio y al que, con su pomposidad habitual, solía añadir: «Sí, querida Thérésia, te lo aseguro, nada hay tan cierto: el paraíso es siempre de los osados».
Yo, por mi parte, que nada sé de latinajos y bellas frases, me atrevería a añadir ahora algo más a esta idea: si el Edén es de los osados, este valle de lágrimas es sin duda de los temerarios, sobre todo en tiempos revueltos.
Posiblemente se pregunte también el lector si existía alguna razón, además de la osadía, para suponer que aquella carta no entrañaba para mí peligro alguno. Ciertas historias románticas que corren por ahí sostienen que no temí dirigirme a él porque mi camino y el del ciudadano Tallien se habían cruzado ya con anterioridad y estaba segura de que él no había logrado olvidarme. He oído comentar también que algunos aluden a un primer y ya lejano encuentro en el taller de la célebre pintora Vigée-Lebrun, retratista de María Antonieta, mientras ésta me pintaba un retrato. Según dicha bonita versión, yo me encontraba desnuda sobre una rústica cama de paja seca, cubierta apenas por una fina muselina muy al estilo pastoril de antes de la Revolución, cuando Tallien vino a entregar unos papeles en su entonces calidad de chupatintas u oscuro mozo de imprenta. Otras versiones sostienen que nos habíamos conocido antes del 89 en casa de mi amante Alex Lameth en una situación harto comprometida, que él habría espiado por la ventana en su calidad de criado o lacayo del marqués de Bercy. Hay quien afirma, por el contrario, que todo comenzó de modo muy patriótico, con el Club de 1789 como escenario, durante un discurso de Mirabeau. Confieso que, a lo largo de mi dilatada vida y según las circunstancias, yo misma he alentado la veracidad de unas y otras versiones, porque como dice un dramaturgo al que mucho admiro, ser exacta en los datos galantes no conviene: da la impresión de que una es demasiado calculadora. Sea como fuere, ahora sí puedo contar la verdad, que tal vez no sea tan novelesca como las otras versiones que corren por ahí, pero que es, en cambio, muy reveladora, pienso yo, de la conducta masculina en lo que a temas amorosos (¿o debería decir simplemente carnales?) se refiere.
Tallien no me conocía con anterioridad. A pesar de que habíamos coincidido a la sombra de la cercenada cabeza de la princesa de Lamballe, él no alcanzó a verme, escondida como estaba en el fondo de mi carruaje abrazada al cuerpecito enfermo de mi hijo Théodore. Lo que sí le habían llegado, tal como me confió más tarde, eran noticias de la presencia en Burdeos de
une trés belle espagnole
de la que había oído hablar mucho en París, de modo que, al recibir carta suya, decidió mandarla llamar. Que el hombre más poderoso de la ciudad se crea, como dicen en España, con derecho de pernada sobre una ciudadana indefensa entra dentro de lo habitual; pero, como también dicen en mi tierra, ocurre a veces que el alguacil acaba alguacilado y el burlador burlado, sobre todo cuando el dios Eros anda por medio...
Cuando a instancias suyas fui conducida a la Maison Nationale, procuré que nada delatase el menor síntoma de temor. Muy pronto descubriría que no había razón para ello. En cuanto tuve delante al ciudadano Tallien, instantáneamente me di cuenta del efecto que mi persona ejercía sobre él.
T
engo para mí que los hombres, a diferencia de las mujeres, son capaces de amar sin conocer apenas a la persona que aman. El
coup de foudre
(bonito término francés que significa «herido por el rayo») es sin duda más frecuente en hombres que en mujeres, y cuando hiere, resulta irresistible, irreversible y muchas veces también letal. Una rara enfermedad para la que no hay cura. A nosotras, féminas, todo esto nos resulta a veces difícil de comprender, puesto que somos más reflexivas y ponderadas en estos asuntos y no nos dejamos arrastrar por según qué instintos que tanto nublan las entendederas. Sin embargo, incluso las que, como yo, nunca hemos sido heridas por el rayo, somos capaces de identificar muy tempranamente en el contrario los síntomas de tal desvarío. Y entonces, cuando comprobamos que nuestro dardo o puñal ha hecho diana en su débil corazón, sabemos bien cómo retorcerlo en la herida. Porque aun a riesgo de que el lector o mi hija María Luisa me tachen de inmisericorde, no me importa aseverar que hay cosas que hasta una niña impúber conoce y de las que pronto aprende a sacar provecho. Como, por ejemplo, que no existe en este mundo criatura tan vulnerable (y por tanto manipulable) como un hombre que se enamora a primera vista.
–Ganas tenía de conocerte, ciudadana Cabarrús. Tus desvelos por ciertos vecinos de la ciudad de Burdeos llevan camino de hacerse más famosos aún que tus bellos ojos –me dijo el ciudadano Tallien después de que un
sans-culotte
cerrara la puerta dejándonos solos en su despacho de la Maison Nationale–. ¿A qué se debe esta temeraria petición tuya intercediendo por dos enemigos de la República?
–Enemigos no, ciudadano, víctimas –respondí–. En realidad, ésa es la razón por la que me he atrevido a escribir. Quería darte a conocer de primera mano sus casos –dije recurriendo yo también al fraternal y tan revolucionario tuteo–. Nuestra madre la República no debería crecer sobre los cadáveres de sus mejores hijos, sino sobre el sólido y fértil suelo de la justicia. Y para que esto sea posible, resulta primordial separar el grano de la paja, la mies de la cizaña.
La habitación en la que nos encontrábamos daba directamente a la plaza en la que estaba instalada la guillotina. Mientras departíamos, pude comprobar cómo, por la ventana abierta, llegaban hasta mis oídos las bravatas y bromas de los
sans-culottes
encargados de limpiar la sangre de las ejecuciones de las primeras horas de la mañana. Eran carcajadas y frases que ahora se entremezclaban extrañamente con mi discurso.
–... y aquel pobre tipo, antes de subir los peldaños, intentó comprarme con una medalla de oro que escondía en la boca... –fue la frase que oí mientras terminaba de pronunciar la mía, pero aun así no me tembló la voz y logré añadir:
–Firmeza, sí, pero también clemencia, ciudadano Tallien, eso es lo que Burdeos espera de un gran patriota como tú.
Por segunda vez pude oír las carcajadas de los verdugos, y ya empezaban a temblarme las piernas cuando me di cuenta de que Tallien no escuchaba ni sus voces ni posiblemente tampoco la mía. En sus ojos se adivinaba esa mirada masculina tan característica y algo extraviada que delata que no es la elocuencia de los labios femeninos sino los propios labios los que logran ablandar las voluntades. Aunque me tranquilizó descubrirlo en él, decidí recurrir una vez más a la retórica grandilocuente entonces tan en boga para convencer al ciudadano Tallien de por qué era favorable a su causa mostrar, de vez en cuando, piedad.
–Porque la justicia, que es nuestra luz y nuestra guía, no sería tal si, entre tantas y muy merecidas condenas a muerte, tu amor por la libertad, ciudadano, no reconociera algún caso que merezca clemencia y perdón.
Una vez más mis palabras volvieron a entremezclarse con las risas que subían del cadalso, y si Tallien no parecía reparar en dicha circunstancia, yo en cambio era cada vez más consciente de ello. Por eso, en vez de detenerme, continué hablando. Tenía la sensación de que si callaba, las risas, y sobre todo las voces de la plaza, acabarían por ahogar el efecto de las mías.
–¡Ja, ja!, de un zarpazo le arrebaté la inmunda medalla de la boca, ¡maldito aristócrata! Allá estará en el infierno, pudriéndose sin protección de sus venerables santos cristianos –decía ahora una de aquellas voces, y yo, decidida a jugarme el todo por el todo, alargué una mano en dirección a Tallien, aunque sin llegar a tocarle, mientras decía:
–Porque tu muestra de clemencia, ciudadano, hará no sólo que los culpables sean aún más culpables, sino que tu nombre brillará con grandes letras en el corazón de esta ciudad que gracias a ti está regresando a la obediencia revolucionaria.
Ya no volvieron a oírse aquellas temibles voces y eso me permitió observar mejor al ciudadano Tallien calibrando el efecto que mi presencia ejercía sobre él. ¿Quién dijo eso de que más elocuencia tienen un par de bellos ojos que todos los sabios de Grecia? Tampoco lo sé, pero no le faltaba razón. A tenor del modo en que Tallien me observaba, dudo mucho de que fueran mis revolucionarias frases las que dibujaban en sus labios aquella sonrisa trémula, o las responsables de la nerviosa agitación de sus rodillas bajo la mesa, o de la transpiración que perlaba una frente tan reputadamente fría. Procuré observarle con más detenimiento aún. Era de mediana estatura y complexión robusta. Si por sus venas corría, tal como decían algunos, sangre de los Bercy, ésta no se manifestaba en sus facciones, que era toscas; tampoco en sus manos, demasiado rudas, ni en su porte vulgar. Sus ojos, en cambio, eran cosa muy distinta. No tenían una profundidad especial, pero estaban enmarcados por unas cejas oscuras y muy bellas. Este contraste desconcertante con el resto de su persona se completaba, además, con otro elemento notable: una larga cabellera castaña que caía suelta y rizada sobre sus hombros. Vestía, como era de esperar, al modo revolucionario: pantalones anchos, casaca corta y banda tricolor; sin olvidar, por cierto, el detalle tan actual de lucir arete de oro en su oreja izquierda, moda tomada, según tengo entendido, de los marineros que lograban cruzar con éxito la línea del Ecuador. Otro dato más llamó mi atención: las joyas que lucía. Sus dedos estaban cuajados de anillos con grandes piedras y sobre su vientre podía verse una leontina de la que colgaba un magnífico reloj. ¿Sería éste el mismo que nuestro amado alcalde Saige le entregara al pie de la guillotina para demostrar en público que sabía de sus venalidades y de sus robos a otros condenados?