–¿Qué va a pasar ahora? –le pregunté a mi buen tío Dominique al comprobar cómo comenzaban a escasear de un día para otro las alegres visitas de mis admiradores y los paseos por la calle Nueva–. ¿Crees que ocurrirá aquí lo mismo que hemos vivido en París? Las revueltas callejeras, las ejecuciones públicas, tanto sufrimiento...
–Dios no lo quiera, Teresa –respondió mi tío en tono grave–, pero mucho me temo que París no está dispuesto a tolerar que exista una provincia que se mantenga fuera de su vigilancia revolucionaria. Además, para la Asamblea es de suma importancia controlar una región como la nuestra. No sólo porque es rica y próspera, sino porque, debido a nuestra vinculación comercial con Gran Bretaña, temen que sirvamos de puente para una invasión anglo-española apoyada, además, en los elementos monárquicos que aún existen en Francia. París tiene abiertos demasiados frentes, Teresita. Lucha contra las invasiones extranjeras que ella misma ha propiciado; contra los realistas, que desde la muerte del Rey son cada vez más numerosos, y también contra nosotros, los habitantes de otras grandes ciudades que no estamos de acuerdo con su política de sangre y fuego.
–¿Os temen entonces porque creen que sois monárquicos y además traidores?
–Y se equivocan gravemente en ambas cosas, querida. Nosotros somos tan republicanos como pueden serlo Danton, Robespierre o Marat. Y, como ellos, también estamos en contra de las invasiones extranjeras. Pero al mismo tiempo deseamos que nos dejen en paz con nuestra burguesa y sincera determinación republicana. Una determinación que está lejos de los extremismos y locuras que se están cometiendo en París. Sin embargo, mucho me temo que posturas moderadas como la mía o la de los girondinos en general no sirvan a estas alturas más que de obstáculo para los extremistas que ahora mandan en la Asamblea.
–¿Y qué pasará entonces?
–Sospecho que París enviará muy pronto a otros representantes de ese infausto Comité de Salvación Pública para intentar que volvamos a lo que ellos llaman «una sumisa obediencia republicana». Y cuando esto ocurra...
–¿Y cuando esto ocurra, tío?
–No adelantemos acontecimientos, Teresita, confiemos en que todo siga tan tranquilo como hasta ahora y en que no se cumplan los temores de este viejo tío tuyo que a veces peca de demasiado pesimismo sobre la naturaleza humana. Ojalá me equivoque, lo deseo fervientemente. Y ahora cuéntame tú: ¿qué sabes de esos agradables jóvenes, Lamothe y Colbert? Hace semanas que no los sorprendo rondando esta casa.
Ni mi tío ni yo volvimos a ver a ninguno de los dos, ni tampoco al resto de mis admiradores. Poco a poco Burdeos se iba convirtiendo en una ciudad recelosa en la que todos temían incluso hacer preguntas. El 19 de agosto supimos por fin que estaban a punto de hacer su entrada en la ciudad dos nuevos representantes de la Convención y que sus nombres eran Ysabeau y Baudot. En cuanto ésta se produjo, los bordeleses les hicieron sentir que no eran bienvenidos. Hasta su hotel, llamado irónicamente La Providencia, fue una comisión del Ayuntamiento para transmitirles cortés, pero también imperativamente, que debían abandonar la ciudad cuanto antes. Había entre los bordeleses quienes abogaban por una acción más enérgica contra los intrusos e incluso, días más tarde, Ysabeau escribió a la Convención asegurando que «se les había intentado asesinar tirándolos al río», pero dicha acusación era completamente falsa, pues a pesar del rechazo general, en todo momento reinó la mesura. Fueron expulsados, sí, pero del todo ilesos, lo que, según se mire, resultó ser un insulto aún más grande para aquellos dos tipos. Tras su expulsión, tanto Ysabeau como Baudot no volvieron a París. Prefirieron retirarse a La Réole y desde allí pedir refuerzos a la Convención para que nombrara a nuevos representantes con órdenes tajantes y precisas de acabar con la rebeldía. Uno de ellos resultó ser Jean-Lambert Tallien.
Fue así como el Destino, que tanto gusta de casualidades y de ritornellos irónicos, volvió a reunirme con un hombre al que yo había conocido muy brevemente una triste mañana parisina ante la decapitada cabeza de la princesa de Lamballe.
–Y
decidme, Cabarrús, ¿se sabe ya quiénes son estos representantes que ha nombrado París y que pronto estarán entre nosotros? ¿Ysabeau y Talleir... o Tallien? Creo que este último nombre me resulta familiar.
–Es muy posible que así sea, amigo mío, pues mucho me temo que es miembro destacado de las facciones más extremistas, partidario de Robespierre o del difunto Marat, a quien Dios tenga en el infierno.
–Sí, gracias a Él y a nuestra heroína Charlotte Corday ése ya está cocinándose en las calderas de Pedro Botero. Pero volvamos al mundo de los vivos, que cada vez se parece más al reino del príncipe de las tinieblas. ¿Quién decís que es este Tallien?
–Yo tengo datos bastante poco tranquilizadores sobre él, escuchad bien todos...
En aquellos últimos días de agosto los muros de la casa de mi tío Dominique Cabarrús se habían convertido en silenciosos testigos de ciertas reuniones clandestinas que tenían por objeto intercambiar información sobre los últimos avatares políticos. Olvidadas quedaban ya las escasas semanas en las que, como en mi antigua casa de Fontenay-aux-Roses, sus sólidos muros presumían sólo de ser testigos de flirteos mundanos o arrullos galantes. Los que entre aquellas cuatro paredes nos reuníamos ahora cuidábamos muy mucho de mantener cerradas las cortinas para que la luz no delatara nuestras veladas secretas y procurábamos despedirnos a hora prudente para evitar sospechas. Éramos a veces seis personas, a veces diez, nunca más de eso por precaución. Entre ellas estaban, además de mi tío y su muy silenciosa mujer, varios ciudadanos de Burdeos preocupados por los últimos acontecimientos y en especial por la llegada de aquellos dos nuevos representantes de París.
–¿Y decís que tenéis referencias de al menos uno de estos individuos? –inquirió el ciudadano Megot, que era terrateniente y comerciante en lanas.
–Sí –respondió el ciudadano Charrier, que se dedicaba a la exportación de vinos y por tanto mantenía tratos frecuentes con París y también con otras grandes ciudades–. Y mis referencias, siento decirlo, no son nada tranquilizadoras. ¿Queréis saber de verdad quién es este Tallien que ahora nos envía la capital para «devolvernos a la obediencia revolucionaria y patriótica»?
Instintivamente todos arrimamos nuestras sillas y el ciudadano Charrier encendió su pipa con parsimonia, consciente de que contaba con la atención expectante de todos los allí reunidos.
–Pues es –comenzó diciendo– un perfecto oportunista que reúne todas las cualidades necesarias hoy en día para medrar en París. Mi cuñado, que vive allí y sabe todo sobre aquellos que empiezan a descollar en política, dice que presume de ser hijo del marqués de Bercy.
–Querido amigo –le interrumpió entonces el ciudadano Alvion, que era armador como mi tío–, ser hijo de un noble no parece la mejor credencial para medrar en el París revolucionario.
–Es que ni siquiera es verdad que sea noble –respondió Charrier–. En realidad es hijo de un criado del marqués, pero el hecho de que éste le hubiera proporcionado estudios hizo pensar a Tallien que tal vez por sus venas corría «secretamente» sangre de los Bercy. Claro que, en cuanto triunfó la Revolución, bien que se empleó él en olvidar a su supuesto y noble padre. Primero se hizo procurador, luego escribiente y más tarde fundó un periódico extremista de nombre
L'Ami des Citoyens
.
–Un periodista como Marat –intervino Megot al tiempo que fruncía ostensiblemente la nariz–; bendito sea una vez más el nombre de Charlotte Corday. Todos los autores de esos periodicuchos inmundos son gente de pésima calaña que se dedica sólo a fomentar el odio.
–Peor que eso, amigo mío. Aún no os he contado lo más relevante de este tal Tallien. El año pasado, durante las Masacres de Septiembre en París, nuestro hombre ocupaba el cargo de secretario de la Comuna y como tal fue el responsable de gran número de ejecuciones. Pero, no contento con eso, se dice que presenció (algunos dicen incluso que alentó) otras muchas muertes a manos de la turba sin hacer nada por evitarlas. Sea como fuere, lo cierto es que, en premio a tan buenos servicios, poco después lo hicieron diputado de la Convención por el departamento de Seine-et-Oise. Desde su escaño, y distinguiéndose por su violencia en la Cámara (y mirad que es difícil distinguirse por dicho atributo en una asamblea como la de París), llegó a pedir que se prohibiera a Luis XVI tener siquiera abogado defensor durante su proceso. En fin, que toda esta extraordinaria hoja de servicios culminó poco más tarde con su nombramiento como representante del Comité de Salvación Pública en Tours, con la encomienda de acabar allí con los girondinos...
–¡Igual que pretenderá hacer aquí! –volvió a interrumpirle con vehemencia Megot–. ¡No podemos permitirlo! Los ciudadanos de Burdeos tenemos todos que...
–Dejad que termine Charrier –terció mi tío viendo que los ánimos se iban caldeando en exceso y sin duda preocupado por que la reunión se alargase más allá de lo que la prudencia aconsejaba.
–Sí –continuó Charrier mientras volvía a encender parsimoniosamente su pipa como si no fuera tarde, como si no temiera ser descubierto por los representantes del Comité de Salvación Pública con imprevisibles consecuencias–. No os quepa duda, la misión que traerá a este Tallien hasta aquí será el deseo de los jacobinos, que ahora ostentan el poder en la Convención, de acabar con los girondinos, que son los que mandan en las provincias y por tanto resultan una amenaza. En Burdeos son pocos los jacobinos y menos aún los
sans-culottes
, pero seguro que tanto Tallien como su compañero Ysabeau se han estado carteando con ellos desde hace meses para saber qué está pasando en nuestra ciudad. Apuesto a que ya les han informado de que Gaudet, Pétion, Buzot y otros girondinos desterrados se esconden aquí con la anuencia de la Comisión Popular de Burdeos.
–Lo mejor sería organizar una resistencia, no nos podemos dejar doblegar por París ni por esos sanguinarios jacobinos y estoy seguro de que la mayoría de los bordeleses son de mi opinión.
–Sí, amigo mío, pero otros muchos piensan que sería preferible llegar a un arreglo con la Asamblea y no correr riesgos –intervino Charrier–. ¿Acaso no sabéis las últimas noticias de lo que está pasando por ejemplo en Lyon? Allí los representantes de París han hecho público un decreto según el cual, y cito textualmente: «La ciudad de Lyon será devastada. Toda la parte habitada por ricos, destruida, quedando en pie sólo las casas de los pobres y las viviendas de los patriotas asesinados». Sí, amigos míos, eso dice tal decreto, una copia del cual me ha hecho llegar mi socio lionés. Leed, ved cómo acaba.
Charrier pasó entonces el papel que tenía en la mano a mi tío Dominique y éste leyó: «Así, el nombre de Lyon será borrado del índice de ciudades de la República y todas las facciones políticas serán abolidas».
Nos miramos sin saber qué decir y por fin el señor Megot se atrevió a preguntar:
–¿Pero qué os hace pensar que aquí ocurrirá lo mismo?
–El simple hecho de que en Burdeos existen nada menos que veintiocho facciones políticas distintas y nadie se pone de acuerdo sobre qué actitud tomar. Unos abogan por abrir las puertas a los representantes de París sin ejercer oposición; otros, por hacerles frente; muchos, por pedir ayuda a ciudades próximas y resistir juntos... Sin embargo, yo creo que lo mejor de todo sería esperar a que entren y ver qué pasa, al menos durante unos días. Existe un dato muy importante que puede estar a nuestro favor: este tal Tallien es tan corrupto como vanidoso. Por lo visto, en Tours dio rienda suelta a sus violentas pasiones escandalizando a toda la ciudad con sus orgías. Pero, al mismo tiempo, dio rienda suelta también a otro tipo de pasiones que lo hacen más «accesible», digamos, como su ansia por el dinero. Siendo así, estamos ante un tipo que es fácil de comprar. Todo el mundo sabe que en Tours traficaba con salvoconductos y con pasaportes vendiéndolos a precio de oro a las pobres gentes que deseaban desesperadamente huir de las matanzas. También se sabe que instauró fructuosas relaciones con los jefes realistas, lo que demuestra que es un hombre más que venal. Conocer de qué pie cojea el enemigo es sumamente útil a la hora de vérselas con él.
Yo, por mi parte, escuchaba estas conversaciones tal como hacíamos entonces todas las mujeres que deseábamos estar enteradas de lo que ocurría: en silencio y fingiéndome entregada a alguna tarea mujeril como bordar o servir té a los invitados, pero con los oídos bien abiertos. Debo decir que la mención del nombre de Tallien no significó nada para mí la primera vez que lo escuché de labios de los amigos de mi tío. Sólo lo había oído en una ocasión y en circunstancias tales que no lo recordaba en absoluto. Tampoco pude reconocerlo el día en que llegó a la ciudad porque no acudí a ver su entrada, y eso que, según todas las crónicas, fue de lo más espectacular y gozó de todos los ingredientes de teatralidad tan del gusto revolucionario. Según me contaron más tarde, Tallien y su compañero Ysabeau irrumpieron en la ciudad precedidos de tres regimientos de infantería: mil quinientos hombres al mando del general Brune, gran amigo de Danton. Éste encabezaba el cortejo y detrás de él, en carruaje descubierto, viajaban los tan temidos representantes en misión. Tallien e Ysabeau destacaban por la pomposa brillantez de sus uniformes. Ambos lucían ancho pantalón blanco y chaqueta azul con banda roja, botas altas y, en la cabeza, el característico sombrero revolucionario en pico con la escarapela tricolor. Pero lo más notable según los curiosos era la larga cabellera ondulada de Tallien, entre la que brillaban unos gruesos pendientes de oro al estilo de las Antillas.