Una vez muerto éste, y a diferencia de Tallien, Barras había sabido utilizar su gesta para hacerse un nombre. Era consciente, como también lo era yo, de que en aquellos tiempos de sentimientos tan inestables era necesario ganar una batalla todos los días contra ese monstruo caprichoso e insaciable de lo que más tarde se llamaría «opinión pública». Y para hacerlo era menester no bajar nunca la guardia y jugar un papel destacado en todos los manejos políticos, tanto en los lícitos como en los que no lo eran. En cuanto a sus finanzas, su pertenencia a una muy antigua familia no lo había hecho rico, pero sí lo había dotado en cambio de gustos caros que él procuraba satisfacer. Y para ello nada mejor que participar en negocios oscuros de toda índole, muy frecuentes entonces, que le permitieron lograr una sólida base financiera. En otras palabras: Barras era, respecto de Tallien, la otra cara de la moneda. La suya, brillante; la de de mi marido, cada vez más opaca. Por si fueran pocas todas estas diferencias, habría que añadir una más: el hecho de que, a pesar de que Tallien también participaba entonces en no pocos negocios irregulares, no tenía el talento de Barras. En su época de representante en misión en Burdeos, Tallien había logrado reunir una pequeña fortuna, pero ésta había desaparecido prácticamente en su totalidad. El tren de vida que llevábamos no era lo que se dice barato y, a pesar de que yo conservaba algo de dinero, las cláusulas de mi divorcio con Fontenay habían mermado considerablemente mi fortuna. Bajar nuestro tren de vida y vender algunas propiedades habría sin duda aliviado la situación, pero yo nunca he sabido vivir con estrecheces. De esto era consciente Tallien, quien, en los últimos meses, se había metido en dos o tres ruinosas operaciones de esas en las que sólo se embarcan los incautos o los desesperados (y ambos adjetivos, me temo, le cuadraban admirablemente). De un tiempo a esta parte se dedicaba también al trueque y a la usura, prestando y tomando dinero por semanas. La usura se había convertido en la diosa de los franceses en aquel mundo desigual en el que los pequeños rentistas se morían de hambre mientras otros, desde los ministros hasta los empleados humildes, buscaban dinero fresco donde fuera, y sólo lo encontraban a cambio de intereses exorbitantes. Por eso, Tallien, cada vez más acuciado por las deudas, intentaba salir adelante arrimándose a cambistas, agiotistas y gentes a cual más deshonesta sin que yo supiera ya cómo ayudarle.
Así las cosas, y tal como más tarde diría Germaine de Staël en una frase que no sé si estaba pensada como alabanza o como una de sus sutiles y perversas ironías, «con nocturnidad y haciendo sonar profusamente su bolsa», entró en mi vida Paul Barras. Y lo hizo «porque el primer hombre de París buscaba, como es natural, ser el dueño de la primera mujer de la capital».
A esto yo podría argumentar que ambos comentarios son falsos, puesto que no hubo nocturnidad (a menos que con ello se aluda a nuestras miradas en la mesa la noche de mi baile de víctimas). Y en cuanto al tintinear de su bolsa, creo poder decir sin falsa modestia que eran muchas las que tintineaban a mi alrededor sin que yo les hiciera el menor caso. Sin embargo, lo evidente no siempre lo es para nuestros contemporáneos, de modo que dejemos que sea otro de mis «amigos» quien hable de lo que entonces presenció, aunque lo que diga no sea del todo favorable a mi persona:
Barras supo que tener a su lado a una mujer como Teresa significaría un triunfo para él. Era consciente de que para medrar mucho podía ayudarle una mujer brillante, puesto que su esposa –inteligente mujer ella– vivía lejos de París.
Ya está, ya está dicho. Dos comentarios más muy poco halagadores para con mi persona, pero mucho me temo que éstos sí son ciertos. Veamos cómo comenzó todo y también qué estaba pasando en París en aquel entonces.
Dos hechos importantes iban a marcar el otoño de 1795; uno sería la insurrección realista del 13 de Vendémiaire (5 de octubre) y el segundo la desaparición de la Convención para dar paso al llamado Directorio, una forma de gobierno compuesta por cinco directores, en el que Barras se convirtió inmediatamente en el hombre fuerte. Tallien, por su parte, hizo ímprobos esfuerzos por compartir con él tal honor, pero fracasó. No contaba ya con los apoyos ni de los de derechas ni de los de izquierdas, y se tuvo que contentar con convertirse en miembro del llamado Consejo de los Quinientos; poco más que una limosna, puesto que estaba subvencionado con veintiocho francos diarios, cuando yo, para que se hagan una idea, llegaba a gastar ocho mil en una peluca. Nuestra economía por tanto se volvía cada vez más precaria a medida que avanzaba el año IV de la Revolución, pero si bien yo ya no podía obsequiar a mis invitados con veladas tan costosas como mi último
bal des victimes
, La Chaumiére continuaba siendo el lugar de reunión favorito de todo París, en el que, dicho sea de paso, comenzaban a brillar nuevas estrellas. Y entre ellas había una que estaba destinada a convertirse en la más rutilante de toda una era. Dicha estrella había entrado en mi vida apenas un par de meses antes y lo hizo de un modo oscuro e insignificante.
–Decidme, ciudadana, ¿quién es ese tipo de aspecto ridículo que está junto a la ventana? Si no fuera porque viste de uniforme, se diría que es un pordiosero. ¿Pero habéis visto el lamentable estado de su casaca? ¡Qué desdoro para el ejército francés! ¿Y qué me decís de ese cabello desgreñado? Ya sé que ahora se lleva el pelo en la cara al estilo orejas de perro, largo por delante, pero ese tipo parece un chucho callejero recién salido del agua...
Quien irrumpió en el escenario de mi vida de esta triste guisa era un militar corso de corta estatura y aire taciturno que por entonces respondía al peculiar nombre de Napoline o Napoleone di Buonaparte. En mayo de 1795, y a pesar de haberse destacado en Toulon frente a los ingleses, Buonaparte malvivía en París. Y lo hacía con media paga en castigo por haber rechazado el mando del Ejército del Este aduciendo que era un puesto que no tenía futuro. Jacobino de corazón, sus apreciaciones sobre la política de París y sus más que reveladores comentarios sobre las mujeres las dejó reflejadas en una carta que envió a su hermano José y que dice así:
Las mujeres están en todos lados, en los teatros y en los espectáculos públicos, en los paseos y en las librerías. Por todos lados se ven mujeres bellas. Aquí, más que en ninguna otra parte del mundo, parecen llevar las riendas del gobierno y los hombres se vuelven peleles en su compañía. Piensan sólo en ellas y viven sólo para ellas. Una mujer debe vivir en París apenas seis meses para ver qué le corresponde, para comprobar cuál es su imperio.
Sin embargo, antes de conocer mejor a este personaje que ahora entra en escena, dejémosle unos minutos más taciturno junto a su ventana para que yo pueda describir a otros actores del momento. Junto a Tallien, quien por aquellas fechas había adquirido la enojosa costumbre de vagar por los salones ocupado tan sólo en la triste tarea de comprobar si estaban llenas o vacías las copas de nuestros invitados, eran varios los nuevos amigos que frecuentaban La Chaumiére. En lo que a compañía femenina se refiere, a la siempre brillante Germaine de Staël y a la no menos brillante (aunque por distintas razones) Rose de Beauharnais, se unía ahora la de Jeanne Françoise Julie Adélaïde Récamier, más conocida como Juliette Récamier. Esta muchacha, que estaba destinada a convertirse en una de las mujeres más famosas de París y a inspirar a escritores tan dispares como Chateaubriand y a la propia madame de Staël, tenía por aquel entonces dos características encantadoras: jugaba a ser virgen y contaba,
hélas
!, con once años menos que yo. En cuanto al segundo atributo, no era algo que tuviera importancia en ese momento de nuestras vidas. En aquel año de gracia yo disfrutaba de unos muy bellos veintisiete abriles, edad que, por lo general, resulta bastante más atractiva que unos tiernos dieciséis. El primero de los atributos, en cambio, ya empezaba a molestarme entonces. No porque yo considerase que la virginidad fuera algo digno de admiración, más bien todo lo contrario; sin embargo, y para mi estupor, esa monserga de la virtud y la doncellez pareció calar hondo en el ánimo de bastantes de mis amigos y admiradores. Y es que como ya he apuntado en alguna ocasión, París era una ciudad que amaba por encima de todo lo novedoso, lo diferente, fuera de la índole que fuere, y una muchacha que se proclamaba virgen en un mundo lleno de mujeres que, disfrazadas de concubinas romanas, coleccionaban amantes de uno y otro sexo, era, cuanto menos, una flor exótica. La virginidad de madame Récamier parecía tanto más sorprendente por estar casada hacía tres largos años. Sin embargo, lo cierto es que monsieur Récamier, banquero de renombre y mayor fortuna –y que triplicaba la edad de su joven esposa, dicho sea de paso–, alentaba a su vez la leyenda. Para añadir más interés aún a la historia se decía además que Juliette era completamente fiel a su añoso marido, y que ello era debido a una «explicación fisiológica». Como no soy amante de los chismes baratos no puedo decir exactamente de qué explicación fisiológica se trataba, pero sea lo que fuere, lo que sí puedo asegurar es que la muchacha supo sacarle un enorme partido a su virtud y ser por ella admirada. Para completar esta, para mí, latosa imagen de virgen intacta, Juliette solía vestir, además, de modo distinto del que se estilaba entonces. Nunca se la vio copiar mis atuendos de Aspasia, aquella cortesana griega consejera de Pericles, ni mucho menos mis disfraces de Diana cazadora o de Mesalina. Todo lo contrario: Juliette Récamier paseaba (algunos rendidos recamieristas dirían «levitaba») por los salones vestida con castísimos vestidos de color rosa muy pálido o blanco, largos hasta los pies y con escotes de lo más recatado, lo que, unido a su indudable belleza, le confería un aire de casto desvalimiento que pedía a gritos protección.
En cuanto a los hombres, me gustaría destacar como sobresaliente la presencia en mi casa de dos caballeros de porte muy distinto. El primero era Fréron, jefe de los
voyous
, o «granujas», una fracción de los
muscadins
. Este personaje se puede decir que era prototípico de nuestra época. Participante entusiasta en las Masacres de Septiembre primero y miembro de la Convención y regicida después, se convirtió a continuación en uno de los más encendidos defensores de la causa antirrobespierista, colaborando activamente en su caída. Sin embargo, una vez muerto el Incorruptible, comenzó a coquetear con la causa realista a través de su periódico
L'Orateur du Peuple
; él, que había votado la muerte de Luis Capeto. Miembro destacado de esa tan extravagante juventud dorada de la que ya hemos hablado en otros capítulos, todos lo consideraban el casanova de la política y paseaba por mis salones vestido de forma sumamente
flamboyant
. El otro personaje del que quiero hablarles es Barras.
Paul Barras se coló en La Chaumiére y también en mi vida como la mala hiedra y, a partir de ahí, comenzó a crecer y crecer hasta abarcarlo todo. Se paseaba por mis salones como si fueran su casa. Al principio no me importó, al fin y al cabo era el hombre más influyente de Francia y me distinguía con su amistad. Además, era encantador cuando se lo proponía y muy generoso, al menos al comienzo de nuestra relación. En cuanto a ésta, no es una etapa de mi vida de la que me sienta orgullosa. Temo que mi hija María Luisa nuevamente torcerá el gesto al leer las líneas que vienen a continuación, pero ¿de qué sirven unas memorias si los pasajes turbios se maquillan o falsean? En la vida de todo ser humano hay oscuras sombras, pasajes vergonzosos y pequeñas infamias, y las mías tienen un nombre: Paul François Barras.
Digamos que todo comenzó como un juego y con un
flirt
en el que participaba también mi buena amiga Rose. En aquella época no era raro que dos amigas compartieran cama con el mismo hombre. No a la vez, me apresuro a aclarar, sino sucesivamente, y ello no enturbiaba en absoluto la pasión que sentíamos por el objeto de nuestros favores, ni mucho menos la amistad que nos unía. Así, Rose fue la primera de nosotras en tener amores con Barras, lo que le permitió, por cierto, recuperar muchos de sus efectos personales, incluidos un carruaje y caballos confiscados desde la muerte de su marido. También, y gracias a la ayuda de Barras, en agosto de 1795 pudo instalarse como inquilina en un bonito
petit hôtel
de la Rue Chantereine, lo que ayudó a su bienestar y al de sus hijos. En cuanto a él, yo creo que le atraían mucho los femeninos encantos de Rose, y más aún ciertas técnicas amatorias y tropicales de la futura Josefina, algunas de las cuales ella tuvo a bien enseñarme. Como por ejemplo, los placeres de eso que el marqués de Sade llamaba el «segundo santuario», algo que, según he podido comprobar, es muy del gusto de los caballeros. Mi hija María Luisa una vez más se llevará las manos a la cabeza al ver que escribo estas cosas: «Hay detalles que en nada ayudan a perpetuar tu buen nombre, mamá», dirá, estoy segura. «Te prohíbo terminantemente que describas qué es el segundo santuario». Yo por mí lo haría de mil amores, pues creo que es algo que vale la pena saberse, pero como temo que después de mi muerte mi mojigata hija borre este capítulo y, además, es harto difícil hablar de ciertas cosas sin caer en la vulgaridad, remitiré al lector curioso a la obra de Sade. Porque el divino marqués no ganó este apodo por sus gestas eróticas, como cree la mayoría, sino por ser un escritor de enorme talento capaz de hablar de todo, hasta de lo más inconfesable, utilizando para ello un lenguaje preciso y a la vez muy bello. De él se valió, y muy bien, para explicar mejor que nadie lo que es este oscuro y a la vez muy intenso placer. Y si no leen a Sade, echen ustedes al vuelo la imaginación, seguro que no les será nada difícil adivinar en qué consiste penetrar por este secreto escondrijo.