He aquí pues la
petite gaffe
de Josefina. Hay que decir que todo lo que acabo de narrar había tenido lugar muy poco antes del 18 de Brumaire. A partir de esa fecha, la vida de los esposos Bonaparte comenzó a cambiar. Abandonaron la casa de la Rue de la Victoire para instalarse primero en el Petit Luxembourg y de allí pasaron a las Tullerías, el palacio que antes había pertenecido, qué ironía, al decapitado Luis XVI.
–No sé a qué te refieres -le dije a Germaine de Staël, que durante todo este tiempo había estado esperando mi respuesta sobre un posible alejamiento entre Josefina y yo tras el triunfo de su marido-. Si no he sabido nada de ella es porque debe de estar muy ocupada con tantas mudanzas. Y no me refiero sólo a las de domicilio, sino a las de toda índole. Mucho ha cambiado su vida en tan poco tiempo, Germaine, pero todo sigue igual entre nosotras.
–¿Estás segura? –preguntó madame de Staël nada convencida de que así fuera.
–Naturalmente, ayer mismo recibí un regalo suyo para la pequeña Clemence. ¿Te gustaría verlo?
Era cierto que Josefina me había mandado el más encantador sonajero de plata para mi hija, pero también lo era que rara vez contestaba mis cartas. Incluso el regalo no iba acompañado siquiera de unas breves líneas, sino de un formal «con mis mejores deseos» garabateado a toda prisa y sin firma. Nada de esto le conté a Germaine, como es natural, pero aun así ella continuó insistiendo.
–La culpa de todo la tiene esa sarta de provincianos cejijuntos que con gusto le colocarían un cinturón de castidad a la pobre Rose, y aún está por verse que no lo hagan. Me refiero a la camarilla de los Bonaparte, capitaneados por Letizia, su madre, a la que algunos ya comienzan a llamar
Madame Mére
por lo mucho que manda y enreda. Si nuestro flamante Primer Cónsul está decidido a convertir a Francia en un país «moral», Letizia está decidida a reformar a toda costa a la pobre Rose. No me extrañaría saber que la tiene vigilada, por no decir secuestrada; ya sabes cómo se hacen esas cosas cuando toda la familia vive bajo el mismo techo.
Esta explicación de la falta de noticias de Josefina me pareció no sólo verosímil, sino incluso tranquilizadora respecto de su silencio. Además, yo sabía que, incluso antes de su partida a Egipto, Napoleón había encargado a su hermano José que controlase los gastos de su mujer y que, a partir de ese momento, la gran familia de Napoleón, con su madre a la cabeza, había comenzado a cerrar su cerco en torno a ella. Y es que a los Bonaparte nunca les gustó Josefina. Provenientes de una familia de baja nobleza corsa, consideraban a Rose una casquivana, una frívola que enseñaba demasiada carne en las fiestas y demasiada poca vergüenza con sus amantes. Y si Napoleón en sus primeras cartas decía no importarle la infidelidad de su esposa, las cosas habían cambiado mucho desde entonces, puesto que ni él era ya le
petit gringalet
, como se empeñaba en llamarle madame de Staël, ni los Bonaparte una familia más, sino toda una tribu y muy influyente. Sí, ahora lo comprendía todo. Esa vieja y astuta de Letizia había tejido alrededor de ella una muy poco sutil telaraña, y ésa era sin duda la razón del silencio de mi buena amiga.
P
asaron varias semanas y las calles de París comenzaron a acusar también el rumbo de estos nuevos y corsos, digamos, vientos. Si después del 9 de Thermidor los
sans-culottes
y las
tricoteuses
habían dejado paso a
muscadins
,
incroyables
y
merveilleuses
, ahora éstos se veían desplazados por nuevos amos de calles y bulevares relacionados a su vez con la situación política, y en este caso, con el arte de la guerra. Y es que mientras Napoleón sumaba nuevos éxitos bélicos, mientras todos aprendíamos nombres que ya quedarían para siempre en la historia como Marengo, Jena y Austerlitz, las calles de París se llenaban de militares con uniformes a cual más bizarro. Ellos eran ahora las figuras destacadas del panorama social, las que atraían todas las miradas: las femeninas por su apostura, y las masculinas porque ya se sabe cuánto gusta a los varones todo lo que incumbe al dios de la guerra. Aun así y por fortuna, no todo eran aires marciales en las calles de nuestra ciudad. Al menos al principio, y a pesar de las severas miradas de los Bonaparte (de Napoleón y, sobre todo, de su madre), que intentaban que la sociedad parisina se pareciera cada vez más a una pequeña reunión de probos campesinos corsos, el París galante continuaba con sus fiestas. A mí me sorprendía un tanto no estar invitada a todas ellas como antaño, y en especial a las oficiales que como Primer Cónsul organizaba Napoleón en su residencia. Pero no había que alarmarse. Era evidente que mi buena amiga Josefina estaba teniendo ciertas dificultades para neutralizar la influencia de su
belle famille
, maravilloso eufemismo con el que los franceses llaman a lo que los españoles con mucho más tino conocemos por «familia política». Pero sólo era cuestión de tiempo, me decía yo. Conociendo a Rose, no cabía la menor duda de que con unos cuantos pucheros y un par de lagrimitas, lograría ablandar en mi favor y en el de Ouvrard el corazón de Bonaparte. En cuanto a él, también me resultaba sumamente fácil disculpar que no nos invitara por el momento. Como ya he señalado antes, Gabriel era el más próspero de todos los abastecedores del ejército de aquellos tiempos y a Napoleón nunca le dolieron prendas en proclamar lo que pensaba de ellos: «Mercachifles -decía-, capaces son de vender a nuestros gloriosos ejércitos cualquier mercancía defectuosa con tal de lograr su provecho». Ouvrard, igualmente, tampoco tenía de Bonaparte una opinión muy favorable que digamos. Según él, el nuevo cónsul «no conocía otra forma de extraer dinero que a través de impuestos y conquistas militares». Así las cosas, se comprende que no fueran precisamente los más rendidos amigos el uno del otro, pero a pesar de sus diferencias ambos estaban condenados a entenderse, puesto que sólo Ouvrard era capaz de proveer en muy poco tiempo y con diligencia todo aquello que un ejército en plena expansión podía necesitar, y Bonaparte lo sabía.
–Y Napoleón y yo también estamos condenados a entendernos -le dije un día a Frenelle, porque, transcurridos varios meses de pequeños desaires, de falta de invitaciones y de nula respuesta a mis cartas por parte de Josefina, después también de haber dedicado a Clemence todos los cuidados maternales que su tierna edad requería, andaba yo un tanto deseosa de volver a los salones-. A entendernos y a admirarnos -añadí mientras enseñaba a Frenelle una nueva y finísima malla de seda color carne. Se trataba de una maravilla de sutileza que había encargado a Venecia y tenía intención de lucir en un próximo estreno. Mi idea era usarla bajo una túnica corta confeccionada con piel de pantera para simular que iba desnuda. Se trataba de un disfraz de Diana cazadora pensado especialmente para asistir al próximo estreno en la ópera de París.
–¿Qué te parece esta obra de arte? ¿Tú crees que encandilará a nuestro Primer Cónsul? Me han dicho que él presidirá esta noche.
Frenelle volvió a poner esa cara reprobadora suya, la que siempre ponía cuando no estaba de acuerdo conmigo en absoluto.
–Ay, Teresa, tú nunca te das por vencida, ¿verdad? No te bastan todas las señales que recibes de que ya no eres persona grata: el silencio de Josefina, la falta de invitaciones oficiales, el modo en que tus disfraces no son aplaudidos ni en la calle ni en los teatros. Mucho han cambiado las cosas desde que Napoleón manda en Francia y tú no quieres aceptarlo.
–Lo que yo quiero Frenelle, es
cambiarlo
todo como ya he hecho en otras ocasiones. ¿Cuánto tiempo crees que durará esta actitud pacata y provinciana con la que pretende moralizarnos nuestro amigo? París es una ciudad alegre, viva, que sólo busca divertirse, reír, bailar, olvidar...
–Sí, querida, tienes razón sobre todo en lo último. Olvidar el hambre, las desigualdades afrentosas, la corrupción, los «vientres podridos» y también a las
merveilleuses
como tú. ¿Realmente no te das cuenta de lo que te está pasando?
–De lo único que me doy cuenta es de que sólo necesito que Napoleón me vea vestida así para convencerle. Para lograr que borre de su rostro ese gesto severo con el que me observa cada vez que coincidimos en un lugar público. Bastarán unas cuantas palabras y un par de coqueteos. Yo siempre he sabido arrancar una sonrisa de esos severos labios y una mirada tierna de unos ojos a los que todos temen.
–Sufres de la misma ceguera que todas las mujeres bellas, Teresa. Vosotras -dijo Frenelle como si ella misma no fuera muy hermosa- confundís una batalla con la guerra. Y lo hacéis porque a las guapas, en lides amorosas, casi siempre les basta con una sola contienda para vencer al contrario. «Yo siempre he sabido arrancarle una sonrisa y una mirada tierna», dices, y es verdad, Pero hacerlo es útil sólo si a continuación se procede a enamorar al otro. Y en este caso es del todo imposible lograrlo, Napoleón ya está enamorado.
–Frenelle, por favor, suenas tan pacata como esa campesina corsa madre de nuestro cónsul. ¿Qué importa que Napoleón esté enamorado de Josefina?
–Te equivocas, querida. Bonaparte ya no está enamorado de Josefina, eso es historia. Otra persona mucho más importante ocupa ahora su corazón. Y se trata de alguien a quien él nunca traicionaría, a quien jamás pondría en peligro por ninguna causa, no te equivoques.
–Te refieres sin duda a...
Aquí yo empecé a pronunciar el nombre de una muy conocida y lánguida muchacha con la que se rumoreaba que tenía amores nuestro Primer Cónsul, pero no llegué a hacerlo porque Frenelle me interrumpió.
–Napoleón Bonaparte, así se llama el nuevo amor de tu amigo, y contra una pasión así, créeme, no hay mujer que pueda competir, ni siquiera tú. Ya has visto cómo actúa. Está entregado a la causa de regenerar Francia de todos sus pasados excesos y para eso tiene que hacer exactamente lo contrario que los vientres podridos del Directorio: devolverle a los franceses el orgullo, el honor, el pundonor y la grandeza. Pretende potenciar todos esos conceptos grandiosos que tanto gustan a los hombres y en mucha menor medida a las mujeres. Tú, querida, conseguirás de él una sonrisa y una mirada, no me cabe la menor duda. Ganarás por tanto la primera batalla, pero perderás la guerra. Porque a sus ojos ya no eres la tentación, tampoco eres madame Thermidor ni mucho menos Nuestra Señora del Buen Socorro. Sólo eres la sombra de un pasado incómodo. Se acabó. Teresa Cabarrús, la que tantos papeles ha representado en esta larga tragicomedia que es nuestra historia reciente, se ha quedado fuera del reparto. Son ahora otros actores, otros comparsas los que están pidiendo paso para subir al escenario.
N
o me molesté en rebatir ni una sola de las crueles palabras de Frenelle, ni en el momento en que las pronunció ni tampoco a la mañana siguiente. Y eso que la noche anterior, en la ópera, ocurrió exactamente lo que ella había vaticinado. Me presenté en mi palco junto a un muy reticente Ouvrard ataviada á la Diana, esto es, con una piel de leopardo hasta los muslos, el pelo suelto, los hombros desnudos y, en uno de ellos, un carcaj con flechas. Mi presencia en la sala revistió caracteres de escándalo. Hubo murmullos, codazos y miles de ojos que se clavaron en mí y en Gabriel a lo largo de toda la representación; entre ellos, los del Primer Cónsul, que, según pude ver con satisfacción, me observaban a través de sus
prismatiques
; sin embargo, lo cierto es que ni una de las metafóricas flechas que Diana disparó en su dirección durante el primero y segundo actos logró traspasar el escudo de desdén que parecía haber levantado aquel viejo amigo mío. No me desanimé y decidí aguardar al descanso para acercarme. «Espera y verás,
gringalet
», dije para mí esbozando las más dulce de las sonrisas. Y llegó el momento: el foyer estaba repleto de gente y yo, dejando atrás a Ouvrard, me abrí paso sola y casi desnuda entre una muchedumbre que murmuraba caminando directa hacia él. Se hizo entonces un silencio y todo el mundo aguardaba expectante el veredicto de Napoleón. Él se detuvo un segundo, me miró de arriba abajo demorándose en especial en mis muslos descubiertos y en mis pies cuajados de sortijas y luego, sin una palabra, sin un gesto, continuó su camino. Sentí que me flaqueaban las rodillas y tuve que apoyarme en un brazo que solícito se tendía hacia mí. Era el de Ouvrard, bendito Ouvrard, siempre a mi lado, sobre todo en los peores momentos. «Vamos, Teresa», dijo, y yo aún me resistí a moverme de donde estaba hasta que llegó a mis oídos una voz anónima de entre la muchedumbre que mucho se parecía a aquella que una vez se burló de mí en el palacio de Luxemburgo. «Miradla -decía esta vez-, ese vestido de Diana parece el sudario de la Cabarrús».
Pensará tal vez el lector que después de este fiasco me iba a dar por vencida; no me conoce quien así opina. Siempre me ha gustado ganar, si no al primer envite, al segundo; y si no es al segundo, al tercero o al cuarto. Por eso, un mes después de estos acontecimientos y como si yo fuera uno de esos tahúres tan en boga en mis tiempos, guardaba en mi manga un as que no había confiado a nadie, ni siquiera a Ouvrard y mucho menos a Frenelle, quien desde el episodio de la ópera me miraba con esa irritante expresión de «ya te lo dije» que a veces adoptan aquellos que más nos aman. El as al que me refiero lo había adquirido después de infinitas súplicas y humillaciones, y era el hecho de que por fin una de mis innumerables cartas a Bonaparte había obtenido respuesta. Sí, al fin una pequeña victoria y aquí estaba en mi mano. Se trataba de una breve nota escrita de su puño y letra. Y rezaba así: