–Cuéntame, Frenelle, ¿qué se dice escaleras abajo, qué chismes corren?
–Chismes no, querida -corrigió Frenelle-, simple observación, y también intercambio de inteligencia más que útil. ¿A que no sabes que a Ouvrard le llaman
Monsieur Mystére
?
–¿Señor misterio? –inquirí sorprendida porque Gabriel siempre me había parecido un hombre encantador y sin dobleces.
–¿Acaso no te parece suficiente misterio que un muchacho de su edad haya logrado que se le tema y se le respete tanto en este París de vientres podridos? Entre nosotros, los criados, se dice que su arma secreta para sobrevivir en vuestro mundo lleno de ladrones y tramposos con capas de armiño y cuajados de diamantes es más que admirable y también desconocida para vosotros. Se llama «generosidad».
–No es mala virtud -respondí incómoda por las explícitas alusiones de Frenelle a lo que ella llamaba «mi mundo»-. ¿Qué más sabes de Ouvrard?
–Lo mismo que tú, pero con detalles curiosos que estoy segura te interesarán. Sé por ejemplo que tiene varias propiedades y más de diez casas repartidas por París. Y luego está Raincy...
–Raincy -repetí yo, porque éste era un nombre del que también se hablaba mucho no sólo escaleras abajo, sino también escaleras arriba. Se trataba, por lo visto, de una inmensa propiedad que antaño había pertenecido al inefable Philippe Égalité, cuya cabeza había acabado rodando como tantas otras en la guillotina. Una vez muerto, el castillo había pasado a manos del Estado, y el Directorio, siempre ávido de dinero, se lo había vendido a Ouvrard-. Dicen que es sin lugar a dudas espléndido -comenté-, pero no creo que tenga nada que envidiar a Grosbois.
Dije esto con toda intención, sabiendo lo mucho que Frenelle detestaba todo lo que tuviera que ver con Barras y riendo para mis adentros.
–¡Grosbois! –exclamó Frenelle tan enfadada como era de esperar-. ¡Ese monumento al mal gusto, esa tarta de merengue llena de oropeles y angelotes en donde no he tenido más que pesadillas! Pronto verás por ti misma la diferencia entre una propiedad y otra, pero déjame que tenga el placer de ser la primera que te abra los ojos sobre las maravillas que encierra Raincy.
–Vamos, Frenelle, si nunca has estado allí -bromeé-. Además, según tengo entendido, hace muy poco que pertenece a Ouvrard, seguro que ni la casa ni los parques están terminados de acondicionar.
–No importa -porfiaba ella-, las noticias de sus muchos atractivos traspasan las fronteras. ¡Cómo será la cosa que hasta en Inglaterra se habla del asunto! Una prima mía que acaba de regresar a Francia con sus amos me lo ha dicho.
Entonces Frenelle me relató todas las maravillas que, según se contaba escaleras abajo, encerraba aquel palacio. Habló de cómo estaba situado en medio de un bosque a escasas cuatro o cinco millas del centro de París y con un parque diseñado por Le Nôtre por el que paseaban ciervos domesticados y bellos pavos reales. Habló, como si hubiera estado allí, de su espléndido vestíbulo con treinta y dos pilares dóricos. Del adyacente salón en forma octogonal en medio del cual había un gran estanque en el que miles de velas se reflejaban flotando en el agua. Habló también de los cuadros de maestros renacentistas que cuajaban las paredes y de las piezas de valor incalculable procedentes de Pompeya con todos sus tesoros. Pero lo que más impresionaba a todos, por lo visto, era lo que Frenelle llamaba
la salle de beauté
. A mí me entretenía sobremanera su charla frívola a la vez que me admiraba lo precisa y detallada que era la información que podía obtenerse escaleras abajo.
–
La salle de beauté
! –exclamaba Frenelle con los ojos en blanco y las manos juntas, como quien ensaya una plegaria pagana-. ¡Dicen que nunca se ha visto algo parecido! Se trata según creo de un gran adelanto moderno. Una habitación no muy grande en forma de media luna con el suelo en dos tonos de mármol amarillo. ¿Y qué crees que hay al fondo? Dos tinas excavadas en un gran bloque de granito gris de los Vosgos. Para hacer la
toilette
más agradable existe además una estufa de mármol verde que caldea el ambiente y, al fondo, dos
chaises longues
de terciopelo berenjena que se extienden ocultando la presencia de un habitáculo pequeño en el que se ha instalado un excusado con un mecanismo desconocido traído de Inglaterra que es un portento de la higiene.
Fue así, entre el traqueteo del coche y el sonido de la voz de Frenelle explicando lo que pronto se conocería en todo el mundo como un
water closet
o «wc» como me fui quedando dormida. Días más tarde, cuando Ouvrard me llevó por fin a conocer el tan mentado Raincy, pude comprobar que todo lo que había dicho Frenelle era cierto, punto por punto. Incluso en esta ocasión la información de escaleras abajo se había quedado corta, puesto que, andando el tiempo, la propiedad pasaría a los anales como una de las más bellas de su época. Debo decir también que, aparte de los indudables atractivos que una gran fortuna pueden procurar a una casa o propiedad, Raincy sería además un lugar que yo amaría. Allí habrían de nacer dos de los cuatro hijos que tuve con Ouvrard. «¡Cuatro hijos naturales! –se escandalizaría Napoleón al saberlo-: ¡Se ha ido a vivir con un mercachifle, con un depredador capaz de vender a su patria por treinta monedas y le ha dado cuatro bastardos!».
Sí, eso y mucho más diría andando el tiempo el futuro emperador y amo del mundo al conocer mi nueva liaison
amoureuse
, pero no adelantemos acontecimientos. Estamos aún en 1799, cuando ese gran hombre que a punto estaba de cambiar la faz de Europa decidió volver de Egipto de improviso para cambiar también la historia de Francia.
D
icen los anales que nunca antes el país había caído tan bajo como en aquellos años de finales de los noventa. Entre fiestas, prodigalidades y escándalos, el Directorio había llegado a un punto de descrédito como Francia no había conocido jamás. Los aprovechados abundaban en una administración tan desorganizada que día a día se multiplicaba el número de sus funcionarios, mientras las finanzas llegaban al punto más bajo y la industria y la agricultura se hundían sin remedio. Para colmo, las noticias del frente también eran adversas; con Napoleón lejos de Europa, los ejércitos franceses sufrieron serias derrotas tanto en Alemania como en Italia.
En vano los directores intentaron modificar la composición del Directorio; unos salían, otros entraban, pero la situación era cada vez más crítica. Y mientras tanto, una extraña parálisis parecía haberse apoderado de Barras. Sólo se ocupaba ya de sus placeres y de amasar cada vez más dinero, mientras en el horizonte otro que no era él se perfilaba como el hombre fuerte del momento. Hablo de Sieyès, a quien ya conocemos por haberme acusado en tiempos de ser espía de los Borbones españoles; el mismo que cuando le preguntaron qué había hecho durante el Terror contestó cínicamente: «
J'ai vécu
». Por aquel entonces, este sinuoso personaje se dio cuenta de que una operación drástica y brutal debía tener lugar para salvar a Francia y, sobre todo, para salvarse él. «Nada puede hacerse en medio de tanto enredo y tanta desorganización, necesitamos una cabeza y una espada». Eso le había dicho a sus colaboradores más cercanos. La cabeza, naturalmente, pensaba que iba a ser la suya, que consideraba privilegiada; la espada era su intención buscarla entre los generales que le eran afines. Su primera idea fue recurrir a un ardiente republicano de nombre Jouber, pero éste tuvo la mala fortuna de morir días más tarde en el frente. Pensó entonces en otros dos, pero mientras intentaba calibrar cuál sería el más conveniente (o acomodaticio a sus deseos) llegaron noticias de que Bonaparte acababa de desembarcar en Fréjus. A partir de ese momento puede decirse que la suerte estaba echada, y desde finales de octubre Sieyès, junto a Napoleón y su hermano Lucien, planearon los detalles del golpe que pasará a la historia como 18 de Brumaire, 9 de noviembre, de 1799.
Se dio la circunstancia de que ese día Ouvrard estaba invitado al palacio de Luxemburgo para un desayuno con Barras. Las relaciones entre nosotros tres, después de que me fuera a vivir con el primero, eran tan cordiales como no podía ser de otro modo en aquellos acomodaticios tiempos. Además, Ouvrard y Barras tenían negocios juntos, tanto privados como estatales, y eran frecuentes sus encuentros, lo que propició que Ouvrard viviera tan histórica jornada en el mismo escenario en que se desarrollaron los hechos.
–Fue todo muy extraño -me relató él varios días más tarde una vez consumado el golpe-. Para empezar, nada hacía presagiar que aquella fuera una mañana distinta de las demás. Cuando llegué a palacio comprobé, por ejemplo, que el servicio de desayuno estaba dispuesto para treinta personas por lo menos. Ya sabes, querida, cuánto le gustan a Barras estas «pequeñas reuniones» con lo que él llama un reducido grupo de amigos para hablar de negocios. Sin embargo, en cuanto subí las escaleras pude apercibirme de que reinaba una tensa calma. En el comedor, la mesa estaba preparada: los panecillos en sus cestas, el café humeante, pero todo el recinto parecía desierto, no se veía un alma. Las malas noticias corren veloces, tú bien lo sabes, de modo que es fácil adivinar la causa de tan temprana desbandada. Sin duda, el resto de los convidados, al saber lo que se preparaba, decidieron dar media vuelta y volver a sus casas para esperar allí acontecimientos.
–Y tú tendrías que haber hecho otro tanto -dije yo a Ouvrard-. ¿Qué necesidad había de exponerse así?
Él hizo un significativo gesto de vaivén con una mano descartando tal posibilidad.
–No sería yo mismo si hubiera salido corriendo como el resto, querida. Además, para entonces ya había comenzado a comprender qué estaba ocurriendo. Días atrás, el zorro de Sieyès, junto a otro de los directores, Ducos, se había puesto de acuerdo con Lucien Bonaparte, quien, mira tú qué casualidad, desde finales del mes pasado es presidente de la Asamblea de los Quinientos, para hacer correr el rumor de que se estaba preparando una conjura jacobina. Ésa fue la excusa que se dio para explicar por qué ese día el Consejo de Ancianos y el de los Quinientos habrían de reunirse lejos del palacio de Luxemburgo, en el castillo de Saint-Cloud, para ser exactos. Luego, el hecho de que al castillo acudiera un destacamento al mando del general Murat se justificó como «una medida de protección».
–Una que a vosotros, en el palacio de Luxemburgo, os dejaba por tanto más que desprotegidos -apunté yo.
–En efecto, la idea era precisamente ésa, dejarnos lo más desamparados posible. Pero debo decir que el golpe de fuerza se llevó a cabo del modo más civilizado. Una vez conocida nuestra situación de indefensión, lo que hicieron los emisarios de los conjurados fue ir a los aposentos de Barras.
–¿Tú estabas con él en ese momento?
–Sí, y pude presenciarlo todo. Desde la ventana vimos cómo, después de un redoble de tambores, uno de los generales involucrados en la conjura entró en el patio por la puerta principal en compañía de una brigada ligera. Minutos más tarde, en el silencio más absoluto, Barras y yo comenzamos a oír los pasos que subían hacia sus habitaciones. Entonces hicieron su entrada los demás. Me refiero al almirante Bruix y a Talleyrand, que, en medio de un significativo silencio y en nombre de Napoleón, entregaron al director su acta de renuncia para que la firmara.
–¡Talleyrand! –exclamé yo-. Obispo, revolucionario, ministro y ahora conjurado contra Barras, ¡qué traición!
–Sí, querida, ya conoces a tu amigo. A pesar de su cojera, siempre ha sabido saltar con donaire de un barco a otro antes de los naufragios. Deberías haber visto su expresión de severa censura cuando le entregó a Barras aquel documento.
–¿Y qué hizo Paul? –pregunté sin poder evitar una punzada de dolor por aquel hombre al que tanto había amado.
–Es extraño -respondió Ouvrard-. Yo diría que parecía resignado a su suerte. ¿Sabes qué ocurrió a continuación? Tras firmar su renuncia, se acercó a la ventana, miró hacia la Rue Tournon, que se veía ennegrecida por las miles de cabezas de la muchedumbre que acompañaba a las tropas gritando vivas a Napoleón y se pasó un pañuelo cuajado de puntillas por la frente. «Gritaremos, pero será en vano -dijo-, no hay eco ya para nuestras voces».
–¿Y qué crees que va a pasar ahora, Gabriel? Si Talleyrand ha traicionado a Barras, la deslealtad es aún más grande en el caso de Napoleón. Al fin y al cabo es a Paul a quien debe su carrera, fue él quien lo puso al frente de las tropas para sofocar la insurrección realista del 13 de Vendémiaire y también quien lo nombró general en jefe del ejército en Italia, una traición en toda regla.
–¿Y qué es la política sino una larga y muchas veces acertada sucesión de traiciones? –respondió Ouvrard con un encogimiento de hombros, no sé si de resignación o tal vez de hastío; eran tantos los cambios que estábamos acostumbrados a vivir que ya ninguno nos sorprendía demasiado.
–¿Y qué va a pasar ahora?
–Aún no te lo he contado todo. Sin duda se trata del fin del Directorio. Al día siguiente después de muchas vicisitudes y más de veinticuatro horas de intrigas y reuniones, los diputados decidieron nombrar tres cónsules. Dos son antiguos directores: el siempre acomodaticio Roger Ducos y por supuesto tu «amigo» Sieyès, que por fin ve cumplido su deseo de dar a Francia «una cabeza y una espada».
–La espada será la de Napoleón, me imagino...
–Y la cabeza, muy a pesar de ese viejo zorro de Sieyès, sospecho que también será la de Bonaparte,
ma belle
.
–¿N
o crees que deberíamos dar una gran fiesta en su honor? –le dije a Ouvrard apenas un par de días más tarde cuando las noticias de lo ocurrido comenzaban a dar paso en las calles a una alegría casi tan grande como la que había acogido la muerte del Incorruptible. Tan similar me parecía el ambiente con el de Thermidor que se me antojaba natural comportarme del mismo modo que entonces: dar rienda suelta a la alegría, convocar a muchos amigos, celebrar la imparable ascensión de Napoleón Bonaparte, ahora convertido en el hombre más poderoso de Francia.
–Podríamos organizar un baile en Raincy -añadí ilusionada-. ¡Uno de máscaras, por ejemplo! Escribiré sin tardanza a Josefina para planear juntas los detalles.
Detengo un momento la narración, pues me parece importante señalar que durante la expedición de Napoleón a Egipto, Josefina y yo habíamos continuado viéndonos con tanta o más frecuencia que antes. Y nuestra amistad se había visto enriquecida además con la presencia de Ouvrard, puesto que Gabriel acababa de rendir a la futura emperatriz un favor de gran importancia para ella. Durante la ausencia de Bonaparte y fiel a su forma de ser tan pródiga en lo que a lujos y comodidades se refiere, Josefina le había echado el ojo a un pequeño palacete en Malmaison. La propiedad no era barata y desde el principio ella tuvo ciertas dificultades para reunir los treinta y siete mil francos que requería el primer depósito, y no digamos para hacer frente a los ciento sesenta mil que valía la propiedad. Pero, por fin, Josefina había logrado hacerse con unos quince mil francos, según ella gracias al generoso préstamo que le había hecho uno de sus criados (¿?), y el resto procedía de sus ahorros, pero aun así le faltaban veintidós mil para completar la cifra; de ahí que ella decidiera recurrir a Ouvrard, quien le concedió de mil amores un préstamo. Muy bien; ahora Napoleón estaba de vuelta en París convertido en cónsul, Josefina tenía su bella propiedad, y todos éramos grandes y viejos amigos, ¿acaso no era más que lógico organizar una fiesta en su honor?, me decía yo. Una en la que hubiera bailes y música -popular,
bien entendu
- porque la otra, la música seria, Bonaparte la consideraba «el menos molesto de los ruidos».