Authors: Alfredo Grimaldos
El silencio oficial sobre la expulsión del espía norteamericano Kenneth Moskow contribuye a que los comandos operativos de la CIA en España sigan actuando con total impunidad. Esta red, compuesta por diplomáticos, empleados españoles de la embajada y agentes privados, está dirigida por «oficiales» de la Agencia. Sus «topos» han logrado infiltrarse en empresas comerciales e instituciones públicas, desde donde realizan la vigilancia, el seguimiento y el control de numerosas conversaciones. Todas estas actuaciones de espionaje se siguen coordinando desde la estación de la CIA en Madrid.
No obstante, la expulsión de Moskow genera tensiones. A primeras horas de la tarde del 7 de junio de 1988 llega al aeropuerto de Barajas el secretario de Estado norteamericano George Schultz. Y el embajador estadounidense en Madrid, Reginald Bartholomew, exige que se cachee a los periodistas. «En presencia de nuestros agentes de seguridad, porque no nos fiamos de ellos», llega a decir, refiriéndose a los policías encargados de la seguridad del aeropuerto. Esta actitud de Bartholomew provoca un fuerte enfrentamiento entre algunos de los responsables del Ministerio del Interior español y los miembros del servicio de seguridad norteamericano.
Un mes antes de la visita del secretario de Estado, la embajada norteamericana en Madrid recibía nuevos equipos ultrasofisticados de control y vigilancia, que habían entrado irregularmente por el aeropuerto de la base de Torrejón, y también a través de valijas diplomáticas recibidas en el aeropuerto de Barajas. Para estas tareas, la legación diplomática norteamericana dispone de los denominados «pases de valijeros», que autorizan la entrada por la rampa hasta el pie del avión recién aterrizado y permiten retirar toda la correspondencia oficial. Pero los «valijeros» estadounidenses recogen, además, mercancías e incluso pasajeros, que no pasan, como es obligatorio, los preceptivos controles aduaneros. Uno de los coordinadores de este trabajo es el norteamericano Alfonso Pérez —conocido como «Al Pires»—, quien trabaja en la estación de la CIA y cuenta con muchas complicidades en el aeropuerto.
Sin embargo, el comportamiento de Bartholomew en Barajas no se debe a un excesivo celo por la seguridad de Schultz, según señalan integrantes de la Brigada de Relaciones Informativas del Ministerio del Interior. Estos agentes explican que el embajador norteamericano en España no perdona la expulsión del oficial de la CIA Kenneth Moskow. Pero, sobre todo, porque la expulsión de este espía viene a confirmar oficialmente las actuaciones ilegales de la Agencia Central de Inteligencia desde la estación de Madrid, y cuyo descubrimiento hace suponer que toda la estructura de sus operativos en España empieza a resentirse y hay que renovarla.
Las operaciones de información realizadas bajo la dirección de Kenneth Moskow para la estación de la CIA en Madrid están coordinadas desde la segunda planta de la embajada, donde se encuentra, en ese momento, la GSO (General Services Office), que estaba dirigida por el agente norteamericano expulsado. Cuando Moskow viene destinado a Madrid, su primer jefe, antes que Richard Para, es el oficial Alfred G. MacGuinnes, hasta que éste regresa al cuartel general de la CIA en Langley. Moskow incorpora a su red un nutrido grupo de colaboradores españoles. Durante los cuatro años que actúa en Madrid este oficial de la CIA, los programas operativos diseñados por el RSO (Regional Security Officer) tienen como ejecutor a un agente español, José Miguel Urresti Rodríguez.
Según el contrato de Urresti con la embajada norteamericana en Madrid, el tiempo de duración de su trabajo es indefinido y su labor está relacionada con las tareas de seguridad en la base de Torrejón de Ardoz. Sin embargo, la tarjeta de acreditación de Urresti, emitida por la embajada norteamericana y suscrita por el RSO, William M. Chamber, precisa que Jóse Miguel Urresti Rodríguez «está autorizado para efectuar investigaciones oficiales de esta embajada para la protección del embajador y de otras personalidades que decida esta Oficina, y agradecerá toda la cooperación que se le pueda facilitar para el cometido de su misión». Fuentes de la Oficina de Información Diplomática española, por el contrario, afirman que «ningún agente norteamericano o de cualquier otro país está autorizado a realizar investigaciones fuera de los límites de su embajada. Esas supuestas actividades son totalmente ilegales».
El agente de seguridad Urresti Rodríguez se da a conocer a principios de 1987, cuando aplica ilegalmente el «detector de mentiras» a más de una docena de empleados españoles que trabajan en la delegación diplomática norteamericana de la calle de Serrano. Los pases y permisos utilizados por los oficiales de la CIA y sus agentes españoles en el aeropuerto de Barajas son gestionados por el propio Urresti Rodríguez y por el también agente José Piquera Rovira, a partir de la solicitud de la estación de la CIA en Madrid y de la sección correspondiente del AFE (Air Forces Element). Ambos servicios están situados en la séptima planta del edificio de la embajada. Sin embargo, estos permisos se tramitan a través de GSO,
Uno de los hombres clave de estos servicios norteamericanos en la sede madrileña del Ministerio de Asuntos Exteriores es el funcionario del Cuerpo Superior de Policía Felipe Bragado de las Heras. En el escalafón policial, Bragado de las Heras figura con el número 9.800 del registro de personal, pero en el Fichero de Altos Cargos aparece como director de Chancillería, en el Servicio de Protocolo, Chancilleria y Órdenes del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Bragado de las Heras despacha varias veces a la semana con el agente de seguridad Urresti Rodríguez en la oficina que éste ocupa en la embajada. El policía Bragado tiene informado puntualmente al RSO de todo lo que capta en su destino de canciller en el Servicio de Protocolo. Bragado de las Heras gestiona también los pases y permisos protocolarios que entrega al «valijero» Manuel Bastida Centenera en la embajada norteamericana. Bastida los distribuye siguiendo las directrices del GSO canalizadas por el agente Urresti.
Una de las tareas ilegales realizadas por Bastida Centenera y por Urresti Rodríguez consiste en recoger pasaportes de visitantes que entran a España por la base de Torrejón de Ardoz y entregarlos en la chancillería de Asuntos Exteriores. Allí tramitan los visados que van a necesitar para desarrollar en nuestro país las actividades encubiertas que tienen programadas. Para conseguir la tramitación de esos documentos irregulares, la embajada norteamericana cuenta con la buena disposición de un alto funcionario policial destinado en la comisaría de pasaportes, que, más adelante, será trasladado al Servicio de Extranjería.
Las partidas de material ultramoderno que entran por Torrejón y Barajas son mayores cuando se tiene prevista la llegada a España de altos responsables de la Administración norteamericana. Llegan a nombre del embajador, pero fuera de la valija diplomática, y suele tratarse de sofisticado material de escuchas, transmisiones, recepción e interferencia. Toda esta tecnología es retirada por el «valijero» Manuel Bastida Centenera con la catalogación de «equipajes y material de trabajo». Las partidas vienen identificadas con las siglas «WHCA», que corresponden al departamento White House Comunication Agency; o con las siglas «AFE», «PPM» o «T & CU», que corresponden al Air Forcé Element, Political Military y Transmisions and Comunication Unit, respectivamente; y también, aunque con menos asiduidad, con las siglas «DCSG», pertenecientes a Defense Coordination Specialist Group. Todos estos envíos son retirados, sin ningún tipo de impedimento, por el «valijero» Bastida Centenera, con los pases concedidos en la chancillería de Asuntos Exteriores.
Felipe Bragado de las Heras accede a la dirección de chancillería recomendado por Thomas Enders, anterior embajador norteamericano en España, que es sustituido por Reginald Bartholomew. Bragado despacha con Richard Para, primero, y después con el expulsado Kenneth Moskow. En estas reuniones se planifican las escuchas ilegales de las conversaciones telefónicas de parlamentarios españoles, embajadas, partidos políticos y organizaciones sindicales, asociaciones privadas e instituciones públicas, al mismo tiempo que se diseñan los servicios paralelos de escolta, seguimientos e informaciones puntuales. Todas estas tareas de tipo operativo cuentan con la colaboración de algunos miembros de Grupo 4, empresa privada de seguridad contratada por la delegación diplomática norteamericana en España.
Una vez acordadas y diseñadas esas operaciones, se designan los comandos que las van a ejecutar y se pone en marcha el programa, siempre bajo la dirección ejecutiva de Urresti Rodríguez y con la supervisión del responsable estadounidense del GSO. Todas estas actividades ilegales y encubiertas tienen como gran director a Samuel H. Giman, nuevo
chief of station
(COS) de la estación de la CIA en Madrid, quien oficia, desde mediados de junio de 1985, bajo la cobertura de «primer secretario» de la embajada.
El hombre clave de los norteamericanos en la Compañía Telefónica es el encargado de negocios José del Toro Tintore, que dispone de una oficina en la sede diplomática de la calle de Serrano, desde donde realiza sus trabajos paralelos diseñados para los operativos del Security Officer. Del Toro actúa bajo la dirección inmediata de Urresti Rodríguez y «trabaja» por las mañanas en la central de Ríos Rosas de la Compañía Telefónica. En la embajada también está empleado su hijo, y entre ambos coordinan los capítulos técnicos del control telefónico, enlaces y «puentes» en paneles, que les ordenan los servicios secretos norteamericanos. Otro de los agentes españoles de la CIA es José Piquera Rovira, que también ocupa una oficina en el segundo piso de la embajada. Él se encarga del alquiler de «bases operativas» de actuación, es decir, pisos camuflados desde donde realizan y coordinan las actividades ilegales: controles, información, vigilancia o cualquier otra actuación programada.
A principios de los años ochenta se empieza a poner freno, desde algunos departamentos del CESID, a las intromisiones de la CIA en la actividad de los servicios de información españoles. Entonces, los hombres de la Agencia en Madrid buscan otros colaboradores, y la Guardia Civil se echa en sus brazos. Los norteamericanos tienen una baza infalible para conseguir su apoyo: prometen prestar su tecnología para emplearla en la lucha antiterrorista. «Desde ese momento, la Guardia Civil respira y actúa de acuerdo con la CIA», afirma el coronel Juan Alberto Perote. «Además, se lo ponen claro, para que no tengan dudas: ahí no hay conflicto de intereses, todos contra el terrorismo.» A partir de ese momento, los norteamericanos dejan de prestar apoyo tecnológico a los agentes de la AOME y se lo proporcionan sólo a los hombres de verde. Sobre todo, micrófonos de última generación, para hacer escuchas, y sistemas avanzados de control de fronteras. Los seguimientos por satélite llegarán más tarde.
Comienza a producirse el intercambio y la inteligencia norteamericana se nutre a grifo abierto del Servicio de Información de la Guardia Civil y de la Policía. La CIA compensa tan inestimable ayuda, en 1986, con su imprescindible participación en la Operación Sokoa, uno de los golpes más duros propinados a ETA en el sur de Francia. Ese plan, diseñado por el entonces jefe del Mando Unificado de Lucha Contraterrorista, Francisco Álvarez, no se puede ejecutar sin la colaboración de los norteamericanos, que ya poseen sistemas de seguimiento y búsqueda bastante más avanzados que la radio baliza, pero sin llegar aún a la perfección tecnológica que proporcionarán los satélites para ese tipo de trabajos. Los norteamericanos controlarán el itinerario de dos misiles tierra-aire que viajan, con sensores ocultos, desde El Salvador hasta el arsenal de la organización armada vasca en Hendaya, después de que Francisco Paesa los haya puesto, oportunamente, en el mercado.
Paesa es amigo del traficante internacional de armas francés, Georges Starckmann, un viejo agente retirado del SDEGE (Servicio de Documentación Exterior y Contraespionaje francés). Gracias a esa relación, Paesa siempre disfrutará de una cobertura en Francia por parte de los servicios de información del país vecino. «La hoja de servicios de Starckmann en el espionaje internacional infunde respeto y temor: participó en el operativo para asesinar al líder de la oposición marroquí Ben Barka y ofreció armas a los oponentes del líder argelino Ben Bella. En 1983, el sobrino del líder iraní Jomeini se dirigió a él para que le consiguiera helicópteros Cobra», escribe Manuel Cerdán.
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Paesa hace de engranaje en la maquinaria de Starckmann, que mantiene unas relaciones excelentes con el Mossad israelí y la CIA norteamericana.
Paesa se pone en contacto con su amigo Starckmann y consigue que una sociedad anónima de éste formalice el pedido de cien pistolas Sig Sauer P-226, a la firma Winamex Handelsgesellchaft, con sede en Viena. Esta pistola, cuyo cargador puede almacenar quince balas del calibre 9 milímetros Parabellum, es una de las más buscadas en el mercado internacional por las organizaciones terroristas. La entrega de la mitad
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de esas pistolas a ETA se produce en marzo de 1986. Un capitán de la Guardia Civil cruza la frontera por Portbou (Gerona) con el cargamento y contacta en el lugar convenido con el intermediario de la organización. Apostados en los alrededores, expertos antiterroristas de la policía francesa ofrecen cobertura al operativo. Tras recoger el cargamento, los miembros etarras se dirigen hasta Toulouse y, en un aparcamiento del centro de la ciudad, cambian de coche y se dan a la fuga con las pistolas, sin que los policías franceses se percaten de la maniobra. Los cerebros de la operación pierden el rastro de las cincuenta pistolas Sig Sauer, que pasan a formar parte del arsenal de ETA. El objetivo de la misión era precisamente llegar hasta el zulo donde la organización vasca guarda las armas.
Tras el fracaso de esta operación, se pone en marcha otro plan: la venta de misiles tierra-aire a ETA. El director general de Seguridad mantiene una excelente relación con la antena de la CIA en la embajada norteamericana de Madrid, que puede proporcionarle los misiles. Sancristóbal es amigo personal del agente de Langley David Donaldson.
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Finalmente, Sancristóbal y su equipo deciden pedir prestados a los norteamericanos dos misiles SAM-7, de los que sus fuerzas intervienen a las milicias en Beirut, para ofrecérselos a ETA.