La chica del tiempo (23 page)

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Authors: Isabel Wolff

Tags: #Romántico

BOOK: La chica del tiempo
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—¿De verdad te vas a comer eso? —pregunté echándome a reír.

—Sí, pero solo con una condición.

—¿Cuál?

—Que volvamos a quedar. Asentí con la cabeza.

Josías se llevó el escorpión a la boca y lo devoró de dos crujientes bocados.

—Me lo he pasado estupendamente —dijo, esperando los taxis. Volvió a besarme la mano—. Me alegro mucho de haberte conocido.

—Yo también.

Subí a mi taxi y bajé la ventanilla.

—Muchas gracias.

—Ha sido un placer. ¿Sabes lo que voy a hacer mañana por la mañana?

—No.

—Sintonizarte.

Mayo

Se me olvida. Se me olvida que pueden reconocerme por la calle. Nunca lo pienso porque para mí dar el parte meteorológico no es más que un trabajo. Pero es un trabajo que me pone delante de más de cinco millones de personas todos los días. Así que aunque desde luego no soy lo que se dice famosa, a veces hay quien me reconoce. Por eso Josías —ahora le llamo Jos— me sonrió ese día. Por lo general no me doy ni cuenta de que me miran, pero a veces me paro en seco. Igual voy paseando tan tranquila y oigo a alguien silbar
Let it rain
o
Stormy Weather
; o estoy en una tienda y de pronto veo que alguien se me queda mirando. Y siempre pienso: ¿Pero por qué demonios me mirarán así? ¿Es que tengo monos en la cara? Y entonces me acuerdo de que es por mi trabajo. O a veces se me acerca alguien que está seguro de que me conoce. Y si yo digo que no, que no nos conocemos, insiste e insiste, que sí, que seguro que nos hemos visto antes. Sería muy arrogante que yo le soltara: «No, de verdad que no nos conocemos. Lo que pasa es que me has reconocido de la televisión». Así que me quedo allí sonriendo sin decir nada. Justo ayer me pasó, en el supermercado. Estaba en la sección del pescado, en el séptimo cielo, pensando distraída si a Jos le gustarían las gambas o no, cuando se me acercó un hombre. Se quedó mirándome con todo el descaro, sin disimular nada, hasta que me dijo:

—Yo a ti te conozco, ¿no?

Negué con la cabeza.

—Sí, te conozco de algo.

—No lo creo.

Siguió mirándome un rato más hasta que de pronto exclamó:

—¡Ah, claro! ¡Eres la chica de la tele! ¡Eres la de la tele!

Asentí con una tímida sonrisa, esperando que ahora me dejara en paz.

—Quería decirte una cosa —prosiguió él, nervioso—. Quería decirte…

—¿Sí? —Pensaba que me haría algún cumplido, cosa que siempre me da un poco de vergüenza.

—Que no me gustas mucho.

—Ah —exclamé sorprendida.

—Y a mi madre tampoco.

—Ya. Bueno, este es un país libre —repliqué encogiéndome de hombros.

Normalmente un incidente así me habría deprimido muchísimo, me habría dejado de capa caída para el resto del día. Pero de momento me siento invulnerable porque la verdad es que estoy colada por Jos. Le he visto dos veces más desde que fuimos a La Jaula, y creo que me tiene embrujada. Se me había olvidado lo que pasa cuando se enamora una, pero es verdad que el amor te da una especie de armadura emocional. Es un anestésico natural contra el dolor. El amor te llena de confianza y te devuelve la autoestima. Por eso logré reírme alegremente de mi encuentro en el supermercado cuando se lo conté a Jos por teléfono al día siguiente.

—Pues a mi madre le pareces maravillosa —dijo él, siempre tan leal—, y a mí también, que conste. Esta mañana estabas guapísima. Vamos, preciosa. Estaba tan orgulloso de ti…

Noté las mejillas encendidas.

—No es difícil. Llevo haciendo lo mismo mucho tiempo.

—Pues lo haces de maravilla —insistió él. Y se puso a cantar—: «Nadie lo hace… tan bien como túúúúú». —Yo me moría de risa—. «Baaaby, eres la mejor». Bueno, ¿cuándo quedamos? —preguntó.

—¿Otra vez? ¡Pero si nos hemos visto tres veces en diez días!

—Sí, y quiero más. De verdad, Faith —añadió con suavidad—. ¿Cuándo podemos quedar?

—¿Cuándo te viene bien?

—¡Ahora mismo! O mejor, antes. ¿Qué tal esta noche?

—No puedo —mentí.

—¿Y mañana?

—Tampoco.

—Vaya, así que quieres hacerte la dura… Supongo que tendrá que ser el jueves, entonces.

—Sí, creo que el jueves no tengo nada —concedí con una sonrisa—. ¿Dónde?

—En mi casa.

Vaya.

—Es la cuarta vez que nos vemos, Faith, así que creo que ya va siendo hora de…

—¿Sí?

—… de que conozcas mi casa. Yo preparo la cena. ¿Te apetece?

—Estupendo.

Cuando colgué me sentía como una colegiala enamorada. Un hombre encantador, de gran talento, me solicitaba a mí, un ama de casa común y corriente, madre de dos niños. «¿Drogas, para qué?», me dije. Estaba colocada de felicidad, borracha de alegría, en éxtasis, en el séptimo cielo. De pronto Graham soltó un ladrido. Había llegado el correo de la tarde. Había tres cartas para Matt —útimamente recibe un montón— y una dirigida a mí. Me sorprendió ver que era de Peter.

Querida Faith, creo que es más fácil decir esto por escrito que de palabra. Solo quiero que sepas que después de mucho reflexionar he decidido no oponerme al divorcio. Creo que tienes razón. Han pasado demasiadas cosas estos últimos tres meses y ya no hay vuelta atrás. Así que he firmado los papeles y he enviado los originales al tribunal. Para facilitar las cosas he admitido haber cometido adulterio, cosa que es cierta. No sé muy bien qué nos ha pasado. Todo parece tan irreal… Pero supongo que deberíamos agradecer haber sido felices tanto tiempo. Y aunque las cosas se han torcido, siempre me alegraré de haberme casado contigo.

Peter.

Mi euforia desapareció, ahogada en lágrimas. Apoyé la cabeza sobre la mesa de la cocina, estrujando la carta en la mano. Noté que Graham se recostaba contra mi regazo y le acaricié la oreja. Nos quedamos así un buen rato, hasta que cogí el teléfono y llamé a Lily.

—Sí, es muy triste —comentó ella—. Hasta yo estoy triste. Y supongo que a ti te habrá sentado fatal, porque esa carta hace más real el final de vuestro matrimonio.

—Sí —sollocé—. ¡Ay, Lily! Esto es horrible. Ojalá pudiera volver con Peter.

—Eso es imposible, Faith —dijo ella, esta vez con más firmeza.

—¿Tú crees? —Arranqué un trozo de papel de cocina y me lo llevé a los ojos.

—Sí. Es imposible. Mira, no quiero criticar a Peter, pero te ha traicionado y tienes que enfrentarte a los hechos. Y el hecho es que… bueno, que él tiene…

—… a otra —gemí—. Pero no sabes cómo me gustaría que me tuviera solo a mí.

—Faith, cariño, creo que te estás poniendo un poco histérica. Párate un momento a pensar. Tal vez Peter ha accedido al divorcio porque quiere estar…

—… con ella —sollocé—. Ya lo sé. Quiere estar con esa… con esa bruja. ¡Esa arpía me ha robado a mi marido!

—Faith —terció Lily, con un tono cada vez más severo—, nadie te ha robado a tu marido. Es tu marido quien se ofreció para que lo robaran. —Dios mío, era verdad—. De modo que no puedes volver con él, de ninguna manera.

—¿Por qué no? Al fin y al cabo todavía no nos hemos divorciado. Yo… ¡yo quiero volver con él!

—Faith, no puedes. Porque aunque Peter renunciara a Andie y prometiera no volver a verla nunca más, su infidelidad siempre estaría entre vosotros.

—¿Sí? —gemí consternada.

—Sí. Sería como uno de esos olores persistentes, que no se van aunque eches litros de colonia.

—Sí-í-í. —No dejaba de llorar. Pero era verdad. Lily tenía razón. Aunque me gustaría que no dijera las cosas de una forma tan brutal. Entonces su tono cambió de nuevo, se tornó más positivo y amable:

—Lo estás superando, Faith. Tal como dijiste. Estás evolucionando, y estás siendo muy valiente…

—Sí, muy valiente. —Lloraba tanto que se me caían hasta los mocos.

—Muy valiente —repitió ella—. Teniendo en cuenta… Bueno, teniendo en cuenta lo que Peter te ha hecho pasar.

—Sí. Me-me ha hecho pasar u-un infierno.

—Exacto. Peter no te merece. Pero ahora has conocido a otro hombre…

—Sí, es verdad.

—Has conocido a un tipo fenomenal, que además está loco por ti.

—Bue-eno, sí. —Ahora empezaba a recuperarme—. La verdad es que parece que… que le gusto.

—Es guapo, tiene talento…

—Sí, sí que es verdad.

—Está soltero, es amable.

—Eso sí, es muy amable —convine, dando un sorbido.

—De hecho parece perfecto.

—Bueno… sí. La verdad, parece perfecto en todos los sentidos.

—Exacto. ¿No crees que has tenido mucha suerte de encontrar a alguien como él?

—Desde luego.

—Piensa en todas las mujeres que tardan una eternidad en conocer a alguien.

—¿Ah, sí?

—Sí. Puede ser una pesadilla. ¿No te das cuenta? Hay por ahí muchísimas mujeres solas. Pero tú has conseguido encontrar a un hombre encantador casi de inmediato.

—Sí —suspiré—. Es verdad. —Mis sollozos comenzaban a disolverse como las olas del mar cuando baja la marea.

—Así que ya puedes dar las gracias por tu buena suerte. Y mira hacia delante, Faith, mira hacia el futuro, porque creo que tienes un gran futuro. Dime, ¿cuándo vas a ver a Jos de nuevo?

—El jueves —contesté, tirando a la basura el papel de cocina empapado—. Me ha invitado a cenar en su casa.

—¿En su casa? —exclamó Lily—. ¡Vaya, vaya! Eso solo puede significar una cosa. ¿Tienes algo bonito que ponerte? Yo tengo un montón de lencería para prestarte, ya lo sabes: Medias, ligas…

—¡Lily! No corras tanto. Todavía no estoy preparada para… para eso.

—Ya, pero puede que él sí. —Ah. De pronto sentí un hormigueo en el estómago—. ¿Qué? ¿Ya estás mejor, Faith? —preguntó Lily solícita.

—Sí. Muchas gracias, Lily. Eres una amiga fenomenal.

—De nada, cariño.

«Añadir dos cucharadas de leche —decía Delia en la tele el jueves, mientras yo me miraba por última vez en el espejo del recibidor— y agitar bien. Poner dos pellizcos de pimienta negra. —Me eché un poco más de colonia CK Contradiction—. Y lo más importante, un buen puñado de sal…».

—Adiós, Graham. No creo que vuelva muy tarde. —Él me miró con cierto reproche, me pareció, y enseguida volvió su atención a la tele.

Cerré la puerta con cuidado y fui al metro de Turnham Green. Jos vivía en World's End, «el fin del mundo», así que tardaría menos de media hora en llegar. «El fin del mundo», pensé. El fin del mundo, tenía gracia. Yo que creía que mi mundo se había terminado, y ahora comenzaba un mundo nuevo. Bajé andando por Lots Road y giré por Burnaby Street, hasta el número 86. Era una casa adosada, sin rasgos distintivos, pintada de blanco crema. Una preciosa glicinia trepaba por la fachada. Me detuve un momento para apreciar su aroma y por fin llamé al timbre.

—¡Faith! —exclamó Josías, rodeándome con los brazos.

—Menuda bienvenida. Me gusta tu delantal de flores. ¿Qué, has trabajado mucho?

—Muchísimo. Vas a probar el mejor pollo tikka a este lado de Bombay. ¿Qué te apetece beber? Faith, ¿me oyes? ¿Qué quieres tomar?

—¿Qué?

Me había quedado alucinada mirando las paredes y el techo. Era como si la glicinia hubiera entrado en la casa, invadiéndolo todo hasta el pasillo. Enormes flores de color lila colgaban como racimos de uvas. Daban ganas de hundir la nariz en ellas y acariciar sus pétalos. Quería tocar el tronco retorcido y nudoso. Había hasta abejas con las patas cargadas de polen.

—¡Es increíble! —susurré—. Esto también es mágico.

—No, es solo una ilusión.

—Pues es una ilusión preciosa.

—Sí, no está mal, lo reconozco. Claro que ésta es la mejor época del año para verlo. Anda, pasa.

Me cogió de la mano y me llevó a la cocina, donde de nuevo me quedé sin habla. De las paredes blancas colgaban jamones rosados, ristras de ajo y un par de faisanes cobrizos. Sobre el fogón se secaban racimos de romero y salvia.

—Es… increíble. Bueno, más bien lo contrario: es de lo más creíble. ¡Parece totalmente real!

—Eso es lo que significa trampantojo —explicó Jos—. Algo que engaña la vista. Los artistas han engañado de esta forma desde la época clásica. Zeuxis pintaba uvas tan realistas que dicen que los pájaros bajaban a picotearlas. ¿Te apetece una copa de champán?

—Estupendo. ¡Vaya! —exclamé cuando lo sacó de la nevera—. Krug otra vez. ¡Qué lujo!

—Es una de mis manías —contestó con una sonrisa culpable—. Pero me temo que este tampoco es gran reserva.

—Bueno, me resignaré.

Brindamos sonrientes y fuimos a la pequeña galería donde los colibríes y las mariposas tropicales parecían revolotear entre las plantas. Incluso había pintado en el cristal algunas salamandras traslúcidas. Si se miraba con atención, se les veía hasta el corazón.

—¡Es alucinante! —murmuré.

—Eso es la pintura —explicó Jos—: como un truco de magia, en el que dos dimensiones parecen tres. ¿Quieres ver lo que he hecho en el resto de la casa?

Yo asentí como una niña extasiada.

A primera vista el comedor parecía bastante convencional. Estaba pintado de rojo oscuro. Había un aparador de caoba y una mesa, pero en una pared se veía una estantería atestada de libros antiguos. Algunos estaban muy apretados, mientras que otros aparecían apilados horizontalmente.
Guerra y paz
,
David Copperfield
,
La tempestad
. Daban ganas de sacarlos, oler el cuero, sopesarlos en la mano.

A continuación subimos por las escaleras. A través de las columnas de un patio medieval se veía mucho más abajo un paisaje italiano. En la hierba, quemada por el sol, se alzaban altos cipreses y olivos grisáceos de troncos retorcidos. En el primer piso, una pared del cuarto de estar había sido convertida en un huerto francés. El sol de la tarde brillaba entre los manzanos. Cuando Jos abrió el cuarto de baño me encontré mirando el mar azul, a través de las paredes encaladas de un palacio moro. Casi alcé la mano para protegerme los ojos del sol y arrancar los dátiles de las palmeras.

—Es Marruecos —me dijo—. Me encanta. ¿Has estado? —Negué con la cabeza—. Pues tenemos que ir juntos. —Al oír esto me ruboricé. La cabeza me daba vueltas—. ¿Quieres ver mi habitación? —preguntó con una sonrisa.

Me cogió de nuevo de la mano y noté que se me aceleraba el pulso. Abrió la puerta y me asomé. Todo era blanco: la moqueta, los armarios, la colcha sobre la enorme cama. Entonces miré la pared opuesta. Varios árboles de copas planas moteaban un paisaje cubierto de maleza. En el horizonte dos jirafas entrelazaban los cuellos contra un cielo que se oscurecía. En primer plano había un lago donde bebía un león. Casi se oía el chapaleo del agua.

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