Authors: Herman Koch
—¿Lo sabe Babette? —le pregunté entonces.
—Sí, por eso quiero que hablemos los cuatro. Esto nos incumbe a todos. Se trata de nuestros hijos.
Me llamó la atención que no me preguntara a su vez si Claire también lo sabía. Al parecer lo daba por sentado, o no le importaba. Después mencionó el nombre del restaurante, aquel restaurante donde lo conocían; dijo que la lista de espera de siete meses para conseguir mesa no supondría ningún problema.
¿Lo sabía Claire también?, pensé ahora mientras miraba a mi hijo, que parecía dispuesto a montar en su bicicleta y marcharse.
—Michel, espera un momento —dije. «Tenemos que hablar», habría dicho el otro padre, el padre que yo no era.;
Así que había vuelto a ver la grabación de la cámara de seguridad, los chicos sonrientes que arrojaban una lámpara de escritorio y bolsas de basura a una indigente que quedaba fuera de la imagen. Y al final el relumbrón causado por la deflagración del vapor de gasolina, los chicos que se largaban rápidamente, los números de teléfono a los que se podía llamar o, en su caso, la policía local con que uno podía contactar.
Lo visioné una vez más, sobre todo la última parte del bidón y el lanzamiento de algo que, ahora lo sabía, era un encendedor. Un encendedor Zippo, la clase de encendedor cuya llama no se apaga hasta que cierras la tapa. ¿Qué hacían dos chicos que no fuman con un encendedor? Hubo preguntas que no llegué a formular, sencillamente porque me parecía superfluo saberlo todo, o tal vez porque sentía una necesidad imperiosa de no saber, pero ésa sí la formulé.
—Para poder dar fuego —contestó Michel sin titubear—. A las chicas —añadió al ver que yo seguía mirándolo con cara de bobo—. Las chicas te piden fuego, para un porro o para un Marlboro light; si no llevas nada en el bolsillo es una ocasión desperdiciada.
Como ya he dicho, visioné dos veces la última parte. Cuando se apagaba el relumbrón, los chicos desaparecían por la puerta de cristal. Se veía cómo la puerta se cerraba despacio, y las imágenes se detenían ahí.
Y durante la segunda vez, de pronto advertí algo en lo que no había reparado antes. Retrocedí hasta el momento en que Michel y Rick desaparecían por la puerta. Cuando ésta se cerró, pasé las imágenes a cámara lenta y luego más despacio aún, fotograma a fotograma.
¿Será necesario que describa las reacciones físicas que mi descubrimiento desencadenó? Imagino que hablarán por sí solas. El corazón desbocado, los labios y la boca resecos, la sensación de que me habían clavado un carámbano en la nuca, su extremo asomando por la última vértebra cervical, en el hueco donde no hay hueso ni cartílago, donde empieza el cráneo, todo eso en el instante en que congelé la última imagen de la cámara de seguridad.
Allí abajo, a la derecha, algo blanco. Algo blanco en lo que nadie repararía a primera vista porque todo el mundo supondría que ya había pasado lo peor. La lámpara, las bolsas de basura, el bidón... había llegado el momento de negar con la cabeza y murmurar palabras de reprobación: la juventud, el mundo, impotencia, asesinato, videoclips, juegos de ordenador, campos de trabajo, castigos más duros, pena de muerte.
La imagen estaba congelada y observé aquella cosa blanca. Fuera todo estaba oscuro, en el cristal de la puerta se reflejaba una parte del habitáculo: el suelo de baldosas grises, la máquina del cajero con las teclas y la pantalla, y la marca, mejor dicho el logo, del banco al que pertenecía.
En teoría, aquella cosa blanca podía ser un reflejo, el reflejo del fluorescente sobre un objeto en el interior del habitáculo, podía ser incluso algo que los chicos hubiesen lanzado a la indigente.
Pero sólo en teoría. La cosa blanca se hallaba fuera, aparecía en la imagen desde fuera, desde la calle. Un espectador cualquiera jamás habría reparado en ello, y menos aún en una emisión del programa Se busca. Había que congelar la imagen, o pasarla a cámara lenta, tal como había hecho yo, y aun así...
Había que saber lo que se estaba viendo. De eso se trataba. Y yo lo sabía porque reconocí de inmediato aquella cosa blanca.
Seleccioné pantalla completa. La imagen era más grande pero también más borrosa e informe. Me vino a la mente la película Blow-Up, de Antonioni, en la que un fotógrafo descubre una pistola en un arbusto al ampliar una fotografía: tras posteriores investigaciones, resulta ser el arma que se ha empleado en un asesinato. Pero allí, en el ordenador, no tenía sentido ampliar la imagen, así que la reduje de nuevo y cogí la lupa que tenía en el escritorio.
Con la lupa se trataba simplemente de situarse a la distancia justa. Tanto si me acercaba a la pantalla como si me distanciaba, la imagen se hacía más nítida. Más nítida y más grande.
Y de forma más nítida y más grande vi confirmado lo que ya había visto bien la primera vez: una zapatilla de deporte. Una zapatilla de deporte blanca como las que lleva un montón de gente; un montón de gente como mi hijo y mi sobrino.
No obstante, apenas dediqué un pensamiento —ni una décima de segundo— al hecho de que una zapatilla de deporte puede apuntar a miles de usuarios de zapatillas de deporte. Pero en cambio es difícil reducir miles de usuarios de zapatillas de deporte a un usuario específico.
Pero no fue a eso a lo que le estuve dando tantas vueltas, sino al mensaje, o, mejor dicho, al significado de una zapatilla de deporte al otro lado de la puerta acristalada del cajero automático. Más aún: a sus múltiples significados.
Volví a mirar bien, acercándome y separándome con la lupa. Tras esa observación más meticulosa atisbé un ligero cambio de color encima de la zapatilla, la oscuridad de la calle era ahí un poco menos intensa. Probablemente era la pierna, la pernera del pantalón del dueño de la zapatilla. Habían vuelto. Ese era el primer significado. El segundo era que la policía, tras hablarlo quizá con el equipo del programa Se busca, había decido cortar esas últimas imágenes. Por supuesto, todo era posible. Por supuesto, podía ser que aquella zapatilla perteneciera a otra persona que no fuese Michel ni Rick, un transeúnte que pasó casualmente por allí medio minuto después de que los chicos hubiesen abandonado el lugar. Pero me pareció bastante improbable a esas horas de la noche y en esa calle de un barrio de las afueras. Además, de ser así, ese transeúnte habría sido un testigo, habría visto a los chicos. Un testigo importante al que la policía habría hecho un llamamiento en el programa para que acudiera a ellos.
Bien mirado, la zapatilla sólo tenía una explicación posible: aquella a la que yo ya había llegado al principio (lo demás —ampliar la zapatilla con la lupa y sacar la conclusión— no me había llevado más que unos segundos): habían vuelto. Michel y Rick habían vuelto para ver con sus propios ojos el resultado de sus actos.
Todo aquello ya era de por sí bastante inquietante, pero lo alarmante era que las imágenes no habían sido emitidas en Se busca. Intenté imaginar la razón para no mostrarlas. ¿Había algo con lo que se pudiese identificar mejor a Michel o Rick (o a ambos)? Pero eso sería razón de más para mostrarlas, ¿no?
¿Y si las imágenes carecían de importancia?, pensé esperanzado durante tres segundos. Un añadido superfluo que no aportaba nada al espectador. No, me corregí. No podían carecer de importancia. El mero hecho de que los chicos hubiesen vuelto era muy importante.
Así pues, se veía algo, algo que se podía omitir a los televidentes: algo que únicamente los del programa y la policía sabían.
De vez en cuando uno leía que la policía se reservaba algunos datos de una investigación al hacerla pública: el arma homicida o alguna pista que el asesino pudiese haber dejado en su víctima. Aquello lo hacían para evitar que algunos perturbados reclamasen la autoría del crimen o intentaran imitarlo.
Por primera vez en aquellas semanas transcurridas me pregunté si Michel o Rick habían visto las imágenes de la cámara de vigilancia. La noche de la emisión de Se busca, advertí a Michel. Le dije que habían sido filmados, pero que resultaba casi imposible reconocerlos. Por eso añadí que de momento no pasaba nada. En los días sucesivos tampoco volvimos a hablar de la cámara de vigilancia. Supuse que lo mejor era no volver sobre el asunto para no reavivar el secreto entre mi hijo y yo.
Esperaba que la tormenta amainase, que con el paso del tiempo la atención decayese, que otro suceso acaparase el interés de la gente y borrase el bidón de la memoria colectiva. Tenía que estallar una guerra en alguna parte, un atentado terrorista sería casi mejor, con muchos muertos, muchas víctimas civiles para que la gente pudiera negar con la cabeza. Con ambulancias yendo de un lado para otro, el acero retorcido de una estación de tren o de metro, un edificio de diez plantas con la fachada destrozada, sólo así la indigente del cajero automático podría pasar a un segundo plano, convertida en un incidente, un suceso insignificante en medio de los grandes sucesos.
Eso es lo que esperé durante las primeras semanas. Las noticias perderían actualidad; si no en un mes, sí en seis meses, o, como mucho, al cabo de un año. Para entonces, la policía estaría ocupada en casos más urgentes. Cada vez habría menos efectivos dedicados a esa investigación, y en cuanto al tipo obstinado que durante años se obsesiona con un crimen no resuelto, no me preocupaba: eso sólo ocurre en las series de televisión.
Pasados esos seis meses, ese año, podríamos volver a vivir como una familia feliz. Sin duda quedaría una cicatriz en alguna parte, pero una cicatriz no impide la felicidad. Y entretanto yo actuaría con la máxima normalidad posible. Haría cosas normales. Salir a cenar de vez en cuando, ir al cine, llevar a Michel a un partido de fútbol. Por las noches, durante la cena, estudiaba con atención a mi esposa. Espiaba el menor cambio en su comportamiento, algún indicio de que también ella sospechara que existía alguna relación entre las imágenes de la cámara de vigilancia y nuestra familia feliz.
—¿Qué pasa? —me preguntó una noche; al parecer, me había tomado demasiado en serio lo de estudiarla con atención—. ¿Qué miras?
—Nada —repuse—. ¿Estaba mirándote?
Claire se echó a reír; puso la mano sobre la mía y me pellizcó los dedos con suavidad.
En momentos como ése yo evitaba a toda costa mirar a mi hijo. No quería intercambiar con él ninguna mirada de comprensión, ni hacerle un guiño o dejarle entrever de otra forma que seguíamos compartiendo un secreto. Quería que todo fuese normal. Un secreto entre los dos nos daría ventaja sobre Claire, sobre su madre, mi esposa. En cierto modo, sería como excluirla, lo que para nuestra familia feliz supondría una amenaza mayor que todo el incidente del cajero automático.
Sin miradas de comprensión (y sin guiños) tampoco había secreto, razoné. Resultaría difícil quitarnos de la cabeza lo sucedido en aquel cajero, pero con el tiempo dejaríamos de pensar en ello, y el resto de la gente también. No obstante, lo que sí debíamos olvidar era el secreto, y cuanto antes empezásemos, mejor.
Ése era el plan. Al menos, hasta que volví a ver el programa Se busca y reparé en la zapatilla blanca.
El siguiente paso fue una corazonada. Quizá hubiese más material en otra parte, me dije. O mejor dicho: quizá hubiesen cometido una equivocación y fuera posible encontrar el material que faltaba en otro sitio.
Miré en YouTube. La probabilidad era muy pequeña, pero valía la pena intentarlo. Tecleé el nombre del banco al que pertenecía el cajero automático y a continuación «indigente», «muerte» y «sin techo».
La búsqueda arrojó treinta y cuatro resultados. Fui bajando por las vistas previas. Todas tenía más o menos la misma imagen: las cabezas con gorras de dos chicos sonrientes. Sólo cambiaban los títulos y la breve descripción del contenido de los vídeos. Chicos holandeses, asesinato en el (nombre del banco) era una de las más sencillas. En otra ponía: Don't try this at home: deflagración mata a una indigente. Todos los vídeos eran extremadamente solicitados, la mayoría habían sido reproducidos miles de veces.
Seleccioné uno al azar y volví a ver en un montaje más rápido el lanzamiento de la silla, las bolsas de basura y el bidón. Miré unos cuantos más. En uno que llevaba por título Atracción turística definitiva de (nombre de la ciudad): ¡quema tu dinero! alguien había añadido risas a las imágenes. Cada vez que arrojaban un objeto a la mujer, se oía una salva de carcajadas que adquirían proporciones histéricas con el relumbrón y concluían con un torrente de aplausos.
La mayor parte de los vídeos no tenían la imagen de la zapatilla, sino que acababan inmediatamente después del relumbrón y la huida de los chicos.
Ahora no sabría decir por qué seleccioné el siguiente. Aparentemente no se distinguía en nada de los otros treinta y tres. La vista previa también era más o menos la misma: dos chicos sonrientes con gorras, aunque en ese caso ya sostenían en alto la silla de escritorio.
Quizá fue por el título: Men in Black III. Para empezar, no se trataba de un título gracioso como los demás. Y además era el primer título —y el único, como luego pude constatar— que no se refería a los hechos, sino indirectamente a los autores.;
Men in Black III empezaba con la escena en que tiraban la silla, seguida de las bolsas, la lámpara y el bidón. Pero había una diferencia esencial: cada vez que los chicos, o uno de ellos, aparecían en pantalla, las imágenes se ralentizaban y sonaba una música ominosa, una especie de zumbido más bien, un ruido profundo, un gorgoteo que suele asociarse a las películas de naufragios. El resultado era que toda la atención se centraba en Michel y en Rick, no en el lanzamiento de los trastos.
¿Quiénes son esos chicos?, parecían preguntar las imágenes a cámara lenta en combinación con aquella música aciaga. Ya sabemos qué hacen, pero ¿quiénes son?
El golpe de efecto estaba al final. Después del relumbrón y la puerta que se cerraba, la imagen se fundía. Me dispuse a pasar al vídeo siguiente, pero bajo la pantalla el contador ponía que Men in Black III duraba 2.58 minutos en total y sólo iba por 2.38.
Como he dicho, ya casi había cerrado el vídeo. Supuse que la pantalla permanecería negra veinte segundos más; la música seguía in crescendo. Como mucho, aparecerán algunos créditos, me dije.
¿Cómo habría transcurrido nuestra cena en el restaurante si hubiera dejado de mirar en aquel preciso instante? En la ignorancia, es la respuesta. Bueno, en una ignorancia relativa. Podría haber vivido unos días más, quizá unas semanas o unos meses con mis sueños sobre las familias felices. Sólo tendría que haber juntado a mi familia con la de mi hermano durante aquella velada, asistir a cómo Babette intentaba ocultar sus lágrimas detrás de las gafas oscuras, a la falta de entusiasmo con que mi hermano se zampaba su trozo de carne en cuatro bocados, y después habría vuelto a casa con mi esposa, mi brazo en su cintura y, sin mirarnos, los dos habríamos sabido que, en efecto, todas las familias felices se parecen.