Authors: Herman Koch
Después de que Claire se hubiese ido a la cama con un libro, subí al cuarto de Michel. Bajo la puerta vi una rendija de luz. Recuerdo que permanecí un minuto entero de pie, en el pasillo, preguntándome muy seriamente qué pasaría si no decía nada. Si me limitaba a seguir viviendo como todo el mundo. Pensé en la felicidad, en las parejas dichosas y en los ojos de mi hijo.
Pero después pensé en todas las demás personas que habían visto el programa: los compañeros de clase de Rick y Beau que, en la fecha en cuestión, habían asistido a la fiesta del instituto y que tal vez habían visto lo mismo que yo. Pensé en la gente del barrio, de la calle: vecinos y tenderos que habían visto pasar a aquel muchacho algo callado, pero siempre cordial, arrastrando los pies con su bolsa de deporte, su cazadora acolchada y su gorra.
Por último pensé en mi hermano. No era muy espabilado precisamente, en cierto sentido hasta se lo podía considerar algo retrasado. Si las encuestas de opinión tenían razón, tras las próximas elecciones Serge se convertiría en nuestro primer ministro. ¿Lo habría visto él? ¿Lo habría visto Babette? Era imposible que alguien de fuera reconociera a nuestros hijos por las imágenes de aquella cámara de vigilancia, pensé, pero los padres tienen algo que los hace capaces de reconocer a sus hijos entre un millón: en una playa atestada de gente, en un parque infantil, en unas imágenes borrosas en blanco y negro...
—¿Michel? ¿Estás despierto? —llamé a la puerta.;
Él abrió.
—¡Cielo santo, papá! —exclamó al verme—. ¿Qué pasa?;
Después, todo sucedió relativamente rápido, en cualquier caso, más rápido de lo que había previsto. En cierto modo pareció aliviado de que alguien más lo supiera.
—¡Dios! —repitió varias veces—. ¡Dios! Me resulta muy extraño estar aquí hablando de esto contigo.
Tal como lo dijo, parecía como si hablar del tema fuese extraño, pero el asunto en sí fuese normal: como si estuviésemos comentando con todo detalle sus intentos de ligar con una chica de la fiesta. Tenía toda la razón, claro: antes nunca había intentado hablar con él de cosas así. Lo más extraño fue que me di cuenta desde el principio de que yo actuaba con cierta reserva, como si diese libertad a mi hijo para que no me lo contara todo si le resultaba doloroso.
—No lo sabíamos —dijo—. ¿Cómo íbamos a saber que quedaba algo en aquel bidón? Estaba vacío, te lo juro. ¿Cambiaba algo el hecho de que su primo y él ignorasen que los bidones vacíos también pueden explotar? ¿O que se hicieran los tontos sobre algo que es de cultura general? Formación de gases, vapor de gasolina, jamás acercar una cerilla a un depósito vacío. ¿Por qué, si no, estaba prohibido utilizar el móvil en una gasolinera? A causa del vapor de gasolina Y el riesgo de explosión.
¿O no?
Pero no mencioné nada de eso. Prácticamente no rebatí ninguno de los argumentos con que pretendía defender su inocencia. Pues, ¿hasta qué punto era realmente inocente? ¿Es uno inocente si le arroja una lámpara a la cabeza a alguien, y culpable si le prende fuego por accidente?
—¿Lo sabe mamá? —Sí, eso fue lo que preguntó. También entonces.
Negué con la cabeza. Permanecimos un rato en silencio, el uno frente al otro, los dos con las manos en los bolsillos. No pregunté nada más. No le pregunté, por ejemplo, en qué estaban pensando. Qué tenían en la cabeza su primo y él cuando empezaron a arrojarle cosas a la indigente.
Visto en retrospectiva, estoy convencido de que en aquel momento, en aquellos minutos de silencio durante los cuales permanecimos con las manos en los bolsillos, yo ya había tomado una decisión. Recordé la vez en que Michel había lanzado una pelota contra el escaparate de una tienda de bicicletas, él tenía ocho años por entonces. Fuimos juntos a hablar con el dueño para pagarle los desperfectos. Pero el dueño no se contentó con eso. Nos soltó un sermón sobre «esos sinvergüenzas» que día sí día también se ponían a jugar al fútbol delante de su tienda y chutaban la pelota contra el escaparate «adrede». Tarde o temprano tenían que romperlo, dijo, sólo era cuestión de tiempo. «Eso es precisamente lo que esos golfos quieren», añadió.
Yo tenía a Michel cogido de la mano mientras escuchaba al propietario de la tienda de bicicletas. Mi hijo de ocho años había bajado la vista y miraba el suelo con aire compungido mientras me apretaba los dedos de vez en cuando.
Fue aquella combinación lo que me encendió la sangre: el amargado dueño de la tienda que incluía a Michel entre los golfos y mi hijo, que se mostraba tan visiblemente culpable.
—¡Vamos, cállate de una vez! —le solté.
El hombre se hallaba detrás del mostrador y al principio pareció no dar crédito a sus oídos.
—¿Perdón?
—Me has oído perfectamente, imbécil. He venido aquí con mi hijo para ofrecerte dinero por el puto cristal, no para oír tus quejas sobre los niños que juegan al fútbol, pelma amargado. Al fin y al cabo, ¿qué ha pasado, capullo? Una pelota ha roto un cristal. Eso no te da derecho a llamar golfo a un niño de ocho años. Venía a pagarte los daños, pero ahora no pienso darte ni un céntimo. Ya te las arreglarás.
—Señor, no pienso tolerar que me insulte —repuso mientras hacía amago de rodear el mostrador—. Han sido esos granujas los que han destrozado el cristal, no yo.
Junto al mostrador había una mancha de bicicletas, un modelo clásico de pie, fijada por abajo a una plancha de madera. Me agaché y la cogí.
—Será mejor que no lo intentes —le dije con calma—. Hasta ahora sólo hay que lamentar el cristal.
Hubo algo en mi voz, aún lo recuerdo, que hizo retroceder al vendedor hasta quedar de nuevo detrás del mostrador. En efecto, mi voz había sonado excepcionalmente calmada. No estaba nervioso, no se apreciaba el menor temblor en la mano que sujetaba la mancha. Él me había llamado señor, y quizá yo lo parecía, pero no era ningún señor.
—Bueno, bueno —dijo—, no irá a hacer ninguna tontería, ¿eh?
La mano de Michel volvió a apretarme los dedos con más fuerza que las veces anteriores. Le devolví el apretón.;
—¿Cuánto cuesta ese cristal?
Pestañeó varias veces.
—El seguro lo cubre —contestó—. Es sólo que...;
—No he preguntado eso. He preguntado cuánto cuesta.;
—Cien... ciento cincuenta florines. Doscientos contando la instalación y lo demás.
Para sacarme el dinero del bolsillo tuve que soltar la mano de Michel. Puse dos billetes de cien encima del mostrador.
—Aquí tienes —dije—. A esto he venido. No para que me dieses un sermón sobre los niños que juegan al fútbol.;
Devolví la mancha a su sitio. Me sentí cansado y me embargó una sensación de remordimiento. Era la misma sensación de cansancio y remordimiento de cuando pierdes una pelota jugando al tenis: quieres devolverla, golpeas con fuerza pero no le das, el brazo que sostiene la raqueta no halla ninguna resistencia y corta el aire inútilmente.
En ese momento, tuve la certeza, y aún hoy la sigo teniendo, de que en lo más profundo de mi corazón lamenté que el vendedor de bicicletas hubiese reculado tan deprisa. Me hubiera sentido menos cansado si hubiera tenido oportunidad de emplear aquella mancha.
—Bueno, lo hemos resuelto bien, ¿verdad, campeón? —comenté mientras regresábamos a casa.
Michel había vuelto a darme la mano, pero no dijo nada. Cuando levantó la vista, advertí que tenía los ojos húmedos.
—¿Qué pasa, hijo? —le pregunté, y me agaché enfrente de él.
Entonces se mordió el labio y rompió a llorar.;
—¡Michel! —dije—. Michel, escucha. No debes estar triste. Ese hombre es un mezquino. Eso es lo que le he dicho. Tú no has hecho nada malo, sólo has lanzado la pelota contra un cristal. Ha sido un accidente. Cualquiera puede tener un accidente, pero eso no le da derecho a hablarte de ese modo.
—Mamá —dijo entre sollozos—. Mamá...
Sentí que en mi interior algo se endurecía, o, mejor dicho, que algo vago e indefinido se desplegaba: una empalizada, los palos de una tienda de campaña, un paraguas al abrirse... Temí no ser capaz de ponerme de pie nunca más.;
—¿Mamá? ¿Quieres ir con mamá?
El asintió con vehemencia y se frotó las mejillas húmedas por las lágrimas.
—¿Quieres que vayamos ahora mismo con mamá? ¿Quieres que se lo contemos todo? ¿Lo que hemos hecho tú y yo?
—Sí —gimió.
Al levantarme me pareció oír cómo algo se rompía en mi columna vertebral, o más adentro aún. Lo tomé de la mano y reemprendimos la marcha. Al llegar a la esquina de casa, Michel me miró de soslayo; aún tenía la cara mojada y enrojecida por las lágrimas, pero había dejado de llorar.;
—¿Te has dado cuenta de lo asustado que estaba ese tipo? —pregunté—. Apenas hemos tenido que hacer nada. Ni siquiera nos exigía que le pagásemos el cristal. Pero lo correcto era pagarlo. Cuando uno rompe algo, debe pagarlo, aunque se trate de un accidente.
Michel guardó silencio hasta que llegamos al portal de casa.
—¿Papá?;
—¿Sí?
—¿De veras querías pegar a ese señor con la mancha?;
Ya había metido la llave en la cerradura, pero me acuclillé de nuevo frente a él.
—Escúchame bien —dije—. Ese hombre no es un señor. Ese hombre no es más que un imbécil que no soporta a los niños que juegan. No se trataba de si yo quería atizarle en la cabeza con la mancha (aunque, de haber sido así, se lo habría buscado él mismo). No; se trataba de que él pensara que iba a pegarle, con eso bastaba.
Me miró seriamente; yo había elegido las palabras con cuidado porque no quería hacerlo llorar otra vez. Pero ya tenía los ojos casi secos, me escuchó con atención y después asintió despacio con la cabeza.
Lo rodeé con los brazos y lo estreché.
—¿Prefieres que no le contemos a mamá lo de la mancha? —dije—. ¿Quieres que sea nuestro secreto?
Asintió de nuevo.
Por la tarde, Claire y él fueron a la ciudad a comprar ropa. Aquella noche, en la mesa, estuvo más callado que de costumbre. Le guiñé un ojo una vez, pero él no me correspondió.
Cuando llegó la hora de que se fuera a la cama, Claire acababa de sentarse en el sofá para ver una película que le apetecía mucho.
—No te preocupes, ya lo acostaré yo —me ofrecí.
Los dos nos quedamos tumbados en su cama, charlando un rato de cosas inocentes. De fútbol y del nuevo videojuego para el que estaba ahorrando. Me había propuesto no volver a hablar del incidente en la tienda de bicicletas a menos que fuese él quien sacara el tema.
Al final le di el beso de buenas noches, y estaba a punto de apagar la luz de la lamparita cuando se volvió hacia mí y me echó los brazos al cuello. Me apretó con una fuerza que nunca había empleado en un abrazo, presionando la cabeza contra mi pecho.
—Papá —dijo—. Te quiero.
—¿Sabes qué será lo mejor? —le dije aquella noche en su cuarto, después de que me hubiese contado toda la historia y asegurado una vez más que ni Rick ni él habían planeado jamás quemar a nadie.
—Fue una broma —adujo—. Además... —Puso cara de asco—. Tendrías que haber olido aquella peste —añadió.
Asentí, ya había tomado una decisión. Hice lo que en mi opinión era lo correcto como padre: me puse en su lugar. Me puse en el lugar de mi hijo mientras volvía a casa con Rick y Beau después de la fiesta del instituto. Y cuando quisieron sacar dinero de un cajero automático y se encontraron con aquel panorama. Me identifiqué con él. Procuré imaginarme cómo habría reaccionado yo ante aquel cuerpo embutido en un saco de dormir que entorpecía el paso; ante el hedor; ante el simple hecho de que alguien, una persona (me abstengo de emplear palabras como indigente o vagabundo), considere que el habitáculo de un cajero automático puede utilizarse como sitio para dormir; una persona que reacciona con indignación cuando dos jóvenes intentan convencerla de lo contrario; una persona que se pone de mal humor cuando la despiertan; en suma, ante aquel comportamiento colérico, una reacción propia de quienes creen tener derecho a algo.
¿No me había dicho Michel que aquella mujer tenía un acento «fino»? Un acento fino, una buena familia, un origen acomodado. Hasta el momento, se habían revelado muy pocos datos sobre su procedencia. Quizá existía alguna razón para ello. Quizá se trataba de la oveja negra de una familia adinerada cuyos miembros estaban acostumbrados a dar ór¬denes al servicio.
Y había algo más. Estábamos hablando de Holanda, no del Bronx; este suceso no ocurrió en un barrio de chabolas de Johannesburgo o Río de Janeiro. En Holanda existe una red de protección social. Nadie tiene necesidad de dormir en el habitáculo de un cajero.
—¿Sabes qué será lo mejor? —le había dicho yo—. De momento, lo dejaremos estar. Mientras no pase nada, no ha¬remos nada.
Y mi hijo permaneció unos segundos observándome. Quizá ya se sentía un poco mayor para decirme «te quiero», pero en sus ojos vi, además de angustia, gratitud.
—¿Tú crees? —dijo.
Y ahora, en el jardín del restaurante, volvíamos a estar el uno frente al otro en silencio. Michel había levantado un par de veces la tapa de su móvil y luego se lo había guardado en el bolsillo.
—Michel... —empecé.
No me miró, volvió la cabeza en dirección al parque os¬curo; su rostro también se sumió en la oscuridad.;
—Tengo prisa —dijo—. Debo irme.
—Michel, ¿por qué no me contaste nada de los vídeos? ¿O al menos de ese vídeo, cuando todavía estabas a tiempo?;
Se frotó la nariz con los dedos, restregó las zapatillas blancas contra los guijarros y se encogió de hombros.;
—¿Michel?
Miraba al suelo.
—No importa —contestó.
Por un instante pensé en el padre que podría haber sido, que quizá debería haber sido, el padre que ahora diría: ¡Ya lo creo que importa! Pero a esas alturas era demasiado tarde para leerle la cartilla, esa oportunidad había quedado muy atrás: la noche de la emisión del programa, en su habitación. O quizá incluso antes.
Unos días atrás, poco después de que Serge me llamase para quedar en el restaurante, volví a ver el programa Se bus¬ca en Internet. Me dije que no era mala idea, que sería mejor estar preparado para lo que pudiera surgir durante la cena.;
—Tenemos que hablar —había dicho Serge.
—¿De qué? —contesté yo. Me hice el loco, pensando que eso era lo mejor.
Al otro lado de la línea, mi hermano exhaló un profundo suspiro.
—No creo que tenga que explicártelo —dijo.;