Authors: Herman Koch
Me di la vuelta y, pasando por delante de la chica que estaba junto al atril, salí al exterior. No tenía ningún plan preconcebido. Tendría que decirle algo a mi hijo. Pero ¿qué? Decidí que primero esperaría a ver si él me contaba alguna cosa; me fijaría bien en sus ojos, en aquellos ojos francos a los que se les daba tan mal mentir.
Recorrí el sendero de las antorchas eléctricas y, como ya había hecho antes, giré a la izquierda. Lo más lógico era que Michel tomara el mismo camino que nosotros y cruzara el puente que había delante del bar. El parque tenía otra entrada, de hecho, la entrada principal, pero tomarla lo obligaría a pedalear más rato en la oscuridad.
Me detuve al pie del puente y miré alrededor. No había nadie más. Allí, la luz de las antorchas no era más que un débil resplandor amarillento, apenas más intenso que el de las velas.
La oscuridad también tenía una ventaja: como no podíamos vernos los ojos, Michel tal vez se sentiría más predispuesto a contarme la verdad.
¿Y luego qué? ¿Qué haría yo con esa «verdad»? Me llevé las manos a la cara y me froté los ojos. No quería tenerlos enrojecidos ni hinchados. Me puse la mano ahuecada delante de la boca, eché el aliento y olí. Sí, olía a alcohol, a cerveza y vino, aunque calculé que no habría bebido más de cinco copas en total. Esa noche me había propuesto contenerme, no quería darle a Serge la oportunidad de apuntarse ningún tanto a causa de mi modorra. Yo me conocía bien, sabía que en las cenas fuera mi capacidad de concentración era de duración limitada y que, una vez agotada, ya no me quedaría energía para replicarle cuando volviese a sacar el tema de nuestros hijos.
Miré al otro extremo del puente y a las lucecitas del bar, detrás de los arbustos, en la cera de enfrente. Un tranvía pasó sin detenerse en la parada, después se hizo de nuevo el silencio.
—¡Date prisa! —dije en voz alta.
Y fue en ese momento, al oír mi propia voz, o tal vez sería más apropiado decir al despertarme zarandeado por mi propia voz, cuando comprendí de pronto lo que debía hacer. Saqué el móvil de Michel del bolsillo y levanté la tapa.;
Seleccioné mostrar.
Leí los dos sms: en el primero aparecía un número de teléfono y el texto de que no habían dejado ningún mensaje; en el segundo decía que el mismo número había dejado «un mensaje nuevo».
Comparé la hora de ambos mensajes. Sólo habían pasado dos minutos entre el primero y el segundo y coincidían con un cuarto de hora atrás, cuando yo estaba hablando con mi hijo desde el parque.
Pulsé dos veces seguidas opciones y después borrar.;
A continuación marqué el número del buzón.
Luego, cuando Michel tuviese su móvil de nuevo en su poder, no vería en la pantalla ninguna llamada perdida, me dije, y por tanto no habría razón alguna para que llamara al buzón de voz, al menos de momento.
«Yo!», oí después de que la familiar voz femenina del buzón hubiese anunciado que había un nuevo mensaje (además de otros dos mensajes antiguos) «Yo! ¿Vas a volver a llamarme o qué?»
«Yo!» Desde hacía cosa de medio año, Beau había adoptado un look afroamericano, con una gorra de los Yankees de Nueva York y la jerga correspondiente (en la que «Yo!» significa «¡Tú!»). Lo habían traído desde África y hasta hacía poco , siempre había hablado un neerlandés impecable; no el neerlandés de la gente corriente, sino el que se emplea en los círculos en que se mueven mi hermano y su mujer: supuestamente sin acento, pero en realidad reconocible entre miles como el acento de la clase alta: el neerlandés que se oía en las pistas de tenis y en el bar del club de hockey.
Probablemente, un buen día Beau se había mirado al espejo y había decidido que África era sinónimo de triste y desvalido. Sin embargo, a pesar de su neerlandés impecable nunca podría llegar a ser un holandés. Era perfectamente comprensible que buscara su identidad en otra parte, al otro lado del Atlántico, en los barrios negros de Nueva York y Los Ángeles.
Con todo, ese numerito me desagradó profundamente desde el principio. Era lo mismo que siempre me había desagradado en el hijo adoptado de mi hermano: la actitud de santito, por llamarlo de algún modo; la astucia con que se aprovechaba del hecho de ser distinto de sus padres adoptivos, su hermano adoptivo, su hermana adoptiva y su primo adoptivo.
Hace años, cuando era pequeño, corría a las faldas de su «madre» mucho más que Rick o Valerie, a menudo hecho un mar de lágrimas. Entonces, Babette le acariciaba su cabecita negra y le decía palabras de consuelo, mientras buscaba alrededor al culpable de la pena de Beau.
Y casi siempre lo hallaba cerca.
—¿Qué le ha pasado a Beau? —le preguntaba a su hijo biológico en tono de reproche.
—Nada, mamá —oí decir a Rick en una ocasión—. Sólo lo estaba mirando.
—En el fondo no eres más que un racista —me había dicho Claire cuando le comenté el desagrado que sentía por Beau.
—¡En absoluto! Sería un racista si ese pedazo de hipócrita me cayese bien solamente por su color de piel Y su origen. Discriminación positiva. Sería un racista si relacionara su hipocresía con conclusiones acerca de África en general y Burkina Faso en particular.
—Era broma —repuso Claire.
Una bicicleta llegó hasta el puente. Una bicicleta con luz. Sólo divisaba la silueta del ciclista, pero habría sido capaz de distinguir a mi hijo en la oscuridad entre un millón. La postura con que se inclinaba sobre el manillar, como un ciclista profesional, la ágil desenvoltura con que zigzagueaba sin mover el cuerpo apenas: eran la postura y los movimientos de... un depredador, pensé de pronto. Habría querido pensar «de un atleta». De un deportista.
Michel jugaba al fútbol y al tenis y desde hacía seis meses se había apuntado a un gimnasio. No fumaba, era muy comedido con el alcohol y en más de una ocasión había mostrado su rechazo a las drogas, ya fuesen blandas o duras. Llamaba «muermos» a los porretas de su clase, y Claire y yo estábamos encantados. Contentos de que nuestro hijo no mostrara problemas de conducta, que rara vez hiciera novillos y siempre llevase los deberes hechos. Era un estudiante excelente —aunque no se mataba estudiando, sólo se esforzaba lo justo— y nunca recibíamos quejas. Las notas eran por lo general «correctas», sólo en Educación Física siempre sacaba un diez.
«Tiene un mensaje antiguo», anunció la mujer del buzón de voz.
En ese momento, caí en la cuenta de que seguía con el móvil en la oreja. Michel ya estaba hacia la mitad del puente. Me di media vuelta para quedar de espaldas y eché a andar en dirección al restaurante; tenía que cortar la comunicación y meterme el móvil en el bolsillo.
«Esta noche va bien —se oyó la voz de Rick—. Lo haremos esta noche. Llámame. Adiós.» Y, acto seguido, de nuevo la voz de la mujer del buzón informando de la hora y la fecha del mensaje.
Oí a Michel a mi espalda, las ruedas de su bicicleta crujiendo en la grava. Llegó a mi altura. ¿Qué veía? ¿Un hombre que paseaba tranquilamente por el parque con un móvil pegado a la oreja? ¿O veía a su padre? ¿Con móvil o sin él? «Hola, cariño —dijo Claire en mi oído en el preciso instante en que mi hijo pasó de largo. Llegó al sendero de grava iluminado y bajó de la bicicleta. Miró alrededor y se dirigió al aparcamiento para bicis que había a la izquierda de la entrada—. Llegaré a casa dentro de una hora. Papá y yo iremos al restaurante a las siete y me aseguraré de que estemos fuera hasta las doce. De modo que tenéis que hacerlo esta noche. Papá no sabe absolutamente nada y preferiría que siguiera así. Adiós, tesoro. Hasta luego. Un beso.»
Michel había puesto la cadena a la bicicleta y se dirigía hacia la entrada del restaurante. La mujer del buzón mencionó la fecha (aquel día) y la hora (las dos de la tarde) del último mensaje.
Papá no sabe absolutamente nada.
—¡Michel! —llamé mientras me metía apresuradamente el móvil en el bolsillo.
Él se detuvo y se volvió. Lo saludé con la mano. Y preferiría que siguiera así.
Mi hijo avanzó por el sendero de grava. Llegamos a la entrada al mismo tiempo. Allí había mucha luz, pero quizá necesitara toda esa luz, me dije.
—Hola —saludó. Llevaba la gorra negra de Nike, los auriculares le colgaban alrededor del cuello, el cable desaparecía debajo de la cazadora. Era una cazadora acolchada verde de Dolce & Gabbana que se había comprado hacía poco con la asignación que le dábamos para ropa, con lo que ya no le quedó dinero para calcetines y calzoncillos.
—Hola, hijo —dije—. He pensado que sería mejor salir a buscarte.
Él se me quedó mirando con sus ojos francos. Candorosa, así podría describirse su mirada. Papá no sabe absolutamente nada.
—Estabas hablando por teléfono —comentó.;
No contesté.
—¿Con quién hablabas?
Procuró sonar lo más natural posible, pero percibí cierto apremio en su voz. Era un tono que jamás le había oído antes, y noté cómo se me erizaba el vello de la nuca.
—Te llamaba a ti —repuse—. Me preguntaba por qué tardabas tanto.
He aquí lo que sucedió. He aquí los hechos.
Una noche, hará un par de meses, tres chicos volvían a casa después de una fiesta en la cafetería del instituto donde dos de ellos estudiaban. Esos dos eran hermanos. Uno de los dos era adoptado.
El tercer chico iba a otro colegio. Era su primo.
A pesar de que el primo casi nunca tomaba alcohol, aquella noche había bebido algunas cervezas. Lo mismo que los otros dos. Los primos habían estado bailando con chicas. No eran sus novias, porque en ese momento no tenían, eran simplemente unas amigas. El hermano adoptado sí salía con una chica. Había pasado la mayor parte de la velada besándose con ella en un rincón apartado y oscuro.
La novia no los acompañó cuando los tres chicos se fueron, pues tenían que estar en casa a la una. La chica tenía que esperar a que su padre fuese a buscarla.
A pesar de que ya era la una y media, los chicos sabían que aquello no se salía de los límites tolerados por sus padres. Habían acordado que el primo se quedaría a dormir en casa de los hermanos porque sus padres habían ido a París por unos días.
Se les ocurrió tomar la última cerveza de camino a casa, pero, como estaban casi sin blanca, salieron en busca de un cajero automático. A unas calles de distancia —para entonces ya estaban a medio camino entre el instituto y la casa— encontraron uno. Era uno de esos habitáculos con la puerta acristalada y el cajero en el interior, a cubierto.
Uno de los hermanos, lo llamaremos el hermano biológico, entra a sacar dinero. El adoptado y el primo se quedan fuera esperándolo. Pero al cabo de un instante el hermano biológico vuelve a salir a la calle. ¿Ya está?, le preguntan los otros. No, tío, dice. Joder, me he pegado un susto de muerte. ¿Qué pasa?, Preguntan los otros. Ahí dentro hay alguien, dice. Alguien durmiendo en un saco de dormir, joder, por poco le piso la cabeza.
Hay divergencia de opiniones sobre lo que sucede a continuación y, en especial, sobre quién es el primero en proponer el funesto plan. Los tres convienen en que el interior del cajero automático apesta. Un hedor insoportable: a vómitos y sudor y algo más que uno de los tres describe como tufo a cadáver.
Se trata de un dato relevante, ese hedor: una persona que apesta tiene menos probabilidades de ganarse las simpatías de los demás; la peste puede llegar a enturbiar el pensamiento. Por muy humanos que sean, esos olores consiguen difuminar la idea de que se trata de alguien de carne y hueso. No es excusa para lo que sucedió después, pero tampoco es cosa de obviarlo sin más.
Tres chicos quieren sacar dinero, no mucho, unos billetes de diez para tomar la última cerveza en un bar. Pero no pueden entrar allí con esa peste, es imposible aguantar diez segundos sin vomitar, es como si hubiese un vertedero de basura.
Pero hay una persona: una persona que respira, sí, que incluso ronca y carraspea en sueños. Vamos, buscaremos otro cajero, dice el hermano adoptado. Ni hablar, protestan los otros. Sería demasiado absurdo que uno no pudiese sacar dinero en ese cajero sólo porque alguien ha decidido meterse ahí a apestar y dormir la mona. Vayámonos de aquí, insiste el adoptado.
Pero a los otros les parece una cobardía, van a sacar dinero allí, no piensan recorrer quién sabe cuántas manzanas en busca de otro cajero. Ahora es el primo el que entra y empieza a tirar del saco de dormir. ¡Eh, eh, despierte! ¡Levántese!
Yo me largo, dice el hermano adoptado, esto no mola.;
Venga ya, no te pongas así, le dicen los otros, acabamos pronto con esto y nos vamos a tomar una cervecita. Pero el adoptado repite que no le apetece, que está cansado y que ya no quiere la otra cerveza, y se va en la bicicleta.
El hermano biológico quiere retenerlo. ¡Espera!, grita a sus espaldas, pero el otro les hace un gesto de despedida con la mano y desaparece tras la esquina. Déjalo, dice el primo. Es un muermo. El chico modélico. Un muermo imbécil.;
Esta vez entran los dos juntos. Uno tira del saco de dormir. ¡Eh, despierte! ¡Coño, qué peste!, exclama. El otro da una patada a los pies del saco de dormir. No es un tufo a cadáver, sino más bien a basura, basura llena de restos de comida, patas de pollo roídas, filtros de café mohosos. ¡Despierte! Ahora los dos primos se empecinan en lo mismo: sacarán dinero de ese cajero automático y de ningún otro sitio. Es evidente que han bebido un poco en la fiesta del instituto; tienen la misma obstinación que el conductor ebrio que asegura estar en condiciones de coger el coche, la del invitado que se te pega como una lapa el día de tu cumpleaños, que se toma otra cerveza («la última y basta») y te cuenta por séptima vez la misma historia.
Oiga, tiene que levantarse de aquí. Esto es un cajero automático. Siguen mostrándose correctos: a pesar de la peste, que los hace lagrimear, no pasan al tuteo. Sin duda, el desconocido, el invisible del saco de dormir, es mayor que ellos. Un hombre, seguramente un indigente, pero aun así un hombre.
Por primera vez se oyen sonidos que proceden del saco. Los típicos sonidos que cabría esperar dadas las circunstancias: movimientos, suspiros, un farfullo ininteligible. Vuelve a la vida. Parece sobre todo un niño que quisiera seguir durmiendo, que hoy no tiene ganas de ir al colegio, pero de pronto, después de los sonidos, se produce un movimiento: algo o alguien se incorpora, parece querer sacar del saco la cabeza u otra parte del cuerpo.
Los chicos no tienen ningún plan y ambos se dan cuenta, quizá demasiado tarde, de que no les apetece nada saber qué se esconde en el saco de dormir. Hasta ese momento no era más que un obstáculo, algo que entorpecía el paso, que exhalaba un hedor inhumano, que no debía estar ahí, pero ahora tendrían que ponerse a discutir con esa cosa (o esa persona) a la que han despertado de su sueño contra su voluntad: quien sabe con que suenan los indigentes apestosos, seguramente con un techo que los cobije, una comida caliente, una esposa e hijos, una casa con jardín, un perro adorable que mueva la cola y les salga al encuentro correteando por el césped con riego automático.