Durante el largo viaje a través del océano, las hermanas se habían mantenido apartadas. El capitán del barco había recibido una paga desmesurada por ellas, una compensación parcial por los susurros y el miedo que las mujeres despertaban entre la supersticiosa tripulación. El capitán viró al sur y siguió la costa, en dirección a un muelle desde el que sus pasajeras pudieran subir con más comodidad al castillo.
Una de las mujeres contempló la estatua gigantesca del duque Paulus Atreides, erigida sobre una lengua de tierra, el cual sostenía en su palma un pebetero del que se elevaban llamas brillantes. Dio la impresión de que la mujer también se había convertido en una estatua, perfilada contra el cielo rojizo del anochecer.
Sin una palabra de agradecimiento al capitán, las hermanas desembarcaron en el muelle y atravesaron la ciudad vieja. Los aldeanos remendaban redes, hervían ollas con crustáceos y alimentaban hogueras de madera verde en ahumaderos, mientras contemplaban a las visitantes con curiosidad. Las hermanas del aislamiento, exóticas y misteriosas, en pocas ocasiones se las veía fuera de sus conventos amurallados, situados en el continente oriental de Caladan.
La hermana que encabezaba el grupo llevaba telarañas de ideogramas bordados en plata en el borde de su hábito, tatuajes de tela que remolineaban en el velo de seda. Avanzó con paso decidido por el sendero que conducía al castillo de Caladan.
Cuando las cuatro hermanas llegaron al rastrillo, el ocaso invadía el cielo con un resplandor púrpura. Inquietos guardias Atreides les cortaron el paso. Sin decir palabra, la mujer del bordado plateado se separó de las demás y se acercó a los hombres.
Un joven soldado corrió al castillo en busca de Thufir Hawat. Cuando el mentat salió del patio, alisó su uniforme oficial para conseguir una presencia intimidatoria. Estudió a las mujeres, pero no extrajo la menor información de sus figuras embozadas.
—El duque ya se ha retirado, pero abrirá sus puertas al populacho durante dos horas mañana por la mañana.
La mujer que precedía a las demás se llevó la mano al velo. Hawat analizó sus movimientos, observó que las hebras plateadas de su hábito negro no eran un simple adorno, sino una especie de red sensora que envolvía a la persona… Tecnología richesiana. El mentat retrocedió un paso, apoyó la mano sobre el cuchillo que llevaba al cinto, pero no lo desenvainó.
La mujer tiró de los puntos que cosían el velo de seda a su capucha, rasgó la tela y se arrancó la máscara que había alterado sus facciones.
—Thufir Hawat, ¿me negarás el acceso a mi hogar legítimo? —Una vez revelada su identidad, parpadeó a la tenue luz y sostuvo la mirada del hombre sin pestañear—. ¿Me vas a prohibir que vea a mi propio hijo?
Hasta el imperturbable mentat se quedó sorprendido. Hizo una leve reverencia, y después indicó con un gesto que le acompañara hasta el patio, pero no le dio la bienvenida.
—Por supuesto que no, lady Helena. Podéis entrar.
Ordenó a los guardias con un ademán que dejaran entrar a las demás hermanas.
Cuando estuvieron en el patio, Hawat les dijo que esperaran.
—Comprobad que no llevan armas, mientras yo aviso al duque —ordenó a los guardias.
Leto Atreides estaba sentado en una silla de madera oscura de su sala de audiencias. Iba vestido con una chaqueta de gala, además de la cadena de oro y el medallón que le identificaba como duque del Landsraad. Solo utilizaba tales distintivos en ocasiones funestas. Como esta.
Sin haber recibido la confirmación de Rhombur y Gurney, no podía retrasar sus planes. Había dedicado el día a preparativos militares, y pese a la temeraria confianza de Duncan Idaho, Leto sabía que la conquista de Ix iba a ser una empresa impredecible y peligrosa.
No le quedaban reservas de tiempo, paciencia ni amor para su madre exiliada.
Estaba rodeado de globos luminosos, pero no expulsaban las sombras de su corazón. Leto sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la neblina nocturna. No había visto a Helena desde hacía veintiún años, desde que había conspirado para asesinar a su propio esposo, el viejo duque.
Cuando entró, Leto no se levantó.
—Cierra las puertas —dijo con voz acerada—. La privacidad es imprescindible. Que las demás mujeres esperen en el pasillo.
El cabello rojizo de lady Helena estaba veteado de gris, y su piel se había tensado sobre los huesos de la cara.
—Son mis acompañantes, Leto. Han venido conmigo desde el continente oriental. No me cabe la menor duda de que les ofrecerás tu hospitalidad.
—No estoy de humor hospitalario, madre. Duncan y Thufir, quedaos conmigo.
Duncan Idaho, que aún blandía con orgullo la espada del viejo duque, esperaba en el peldaño inferior del estrado ducal. Paseó la mirada, con expresión preocupada, entre Leto y su madre, y después desvió la vista hacia el rostro imperturbable de Hawat, que apenas podía contener la ira.
El guerrero mentat acompañó a las hermanas hasta el pasillo, y después cerró las pesadas puertas con un sonido que resonó en toda la estancia. Se quedó dentro, al lado de la puerta.
—Bien, veo que todavía no me has perdonado, hijo mío.
Helena frunció el ceño. Thufir avanzó, un arma en forma humana. Duncan se puso en tensión.
—¿Cómo eres capaz de insinuar que hay algo que perdonar, madre, si afirmas que jamás se cometió delito alguno?
Leto se revolvió en su asiento.
Los ojos oscuros de Helena se clavaron en los de su hijo, pero no contestó.
Duncan estaba preocupado y perplejo. Apenas recordaba a la esposa del viejo duque. Había sido una presencia severa y dominante cuando era apenas un muchacho que había escapado de los Harkonnen.
—Confiaba en que permanecieras en tu convento —dijo Leto, pálido de ira—, fingiendo dolor mientras meditabas sobre tu culpabilidad. Pensaba haber dejado claro que ya no eras bienvenida en el castillo de Caladan.
—Muy claro. Pero como sigues sin tener un heredero, soy la última miembro de tu estirpe.
Leto se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes de furia.
—La dinastía Atreides perdurará, madre, no temas. Mi concubina Jessica se encuentra ahora en Kaitain, y pronto dará a luz a mi hijo. Por consiguiente, puedes regresar a tu convento amurallado. Thufir se encargará con mucho gusto de buscarte pasaje.
—Aún no sabes por qué he venido —dijo la mujer—. Me vas a escuchar.
Era un tono de autoridad materna que Leto recordaba de su infancia, y despertó antiguos recuerdos de esta mujer.
Duncan, confuso, paseaba la mirada de una cara a otra. Nunca le habían explicado por qué lady Helena se había marchado, pese a sus repetidas preguntas.
Leto estaba inmóvil como una estatua.
—¿Más excusas, más negativas?
—Una petición. No para mí, sino para tu familia lejana, Richese. Durante el odioso ataque del emperador contra Korona, cientos de richesianos murieron, y muchos miles quedaron ciegos. El conde Ilban es mi padre. Solicito que ofrezcas tu ayuda, por una cuestión de pura humanidad. Teniendo en cuenta la riqueza de nuestra —su rostro enrojeció—, tu Casa, podrás aportar auxilio médico y demás.
Leto se quedó sorprendido al escuchar la petición.
—Me he enterado de la tragedia. ¿Me estás pidiendo que desafíe al emperador, que considera a Richese culpable de quebrantar la ley imperial?
La mujer cerró el puño y alzó la barbilla.
—Te pido que ayudes a la gente que más lo necesita. ¿Acaso no es la tradición Atreides, la tradición del honor? ¿No es lo que Paulus te enseñó?
—¡Cómo osas darme lecciones!
—¿O bien la Casa Atreides solo será recordada por actos agresivos, como el brutal ataque contra Beakkal? ¿Por destruir a cualquiera que la ofende? —Helena lanzó una risita burlona—. Me recuerdas al vizconde de Grumman. ¿Es esa la herencia de la Casa Atreides?
Sus palabras dieron en el blanco, y Leto se reclinó contra el duro respaldo de la silla, mientras intentaba disimular su incomodidad.
—Como duque, hago lo que debo.
—En tal caso, ayuda a Richese.
Seguir discutiendo era inútil.
—Lo pensaré.
—Me darás tu palabra —replicó Helena.
—Vuelve con las hermanas del aislamiento, madre.
Leto se levantó de la silla, y Thufir Hawat avanzó. Duncan aferró la espada del viejo duque y se acercó a la mujer desde el lado contrario. Helena reconoció la espada, y después estudió la cara de Duncan, sin saber quién era. No se parecía en nada al niño de nueve años que había conocido antes de su exilio.
Tras un momento de tensión, Leto indicó con un ademán que retrocedieran.
—Me sorprende que intentes enseñarme compasión, madre. Sin embargo, por más que te deteste, estoy de acuerdo en que es necesario actuar. La Casa Atreides enviará ayuda a Richese, pero con la condición de que te marches ahora mismo. —Su expresión se endureció todavía más—. Y de que no hables a nadie de esto.
—Muy bien. Ni una palabra más, hijo mío.
Helena giró en redondo y caminó hacia la puerta con tal celeridad que Hawat apenas tuvo tiempo de abrirla. Después de que la mujer y sus tres acompañantes salieran a la noche, Leto musitó una despedida, apenas un susurro…
Duncan se acercó al duque, que seguía sentado, inmóvil. El maestro espadachín estaba pálido, y tenía los ojos desorbitados.
—Leto, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué no me has hablado nunca de este abismo entre vosotros? Lady Helena es tu madre. La gente hablará.
—La gente siempre habla —dijo Thufir.
Duncan subió los escalones que conducían hasta el trono ducal. Leto aferraba los apoyabrazos de madera tallada con tal fuerza que tenía blancos los nudillos. Su anillo de sello hizo una marca en la madera.
Cuando miró por fin a su maestro espadachín, tenía los ojos apagados.
—Hay muchos secretos y tragedias en la Casa Atreides, Duncan. Ya sabes que ocultamos el papel de Kailea en la explosión del dirigible. Tú mismo sustituíste a Swain Goire al frente de la Guardia, cuando le enviamos al exilio. Mi pueblo jamás ha de saber la verdad sobre eso…, o sobre mi madre.
Duncan no sabía muy bien a qué se refería el duque.
—¿De qué verdad hablas, Leto?
El mentat avanzó con expresión preocupada.
—Mi duque, no es prudente…
Leto alzó una mano.
—Thufir, Duncan merece saberlo. Debido a las acusaciones de que había manipulado a los toros salusanos cuando era un niño, ha de saber esto.
Hawat inclinó la cabeza.
—Si lo creéis así, proceded, pese a que lo desaconsejo. Los secretos dejan de serlo cuando pasan de oído a oído.
Leto describió con minuciosidad la participación de lady Helena en la muerte de Paulus.
Duncan lanzó una exclamación ahogada, pero no dijo nada.
—Estuve a punto de ordenar su ejecución, pero es mi madre, a pesar de todo. Es culpable de asesinato, pero yo no seré responsable de un parricidio. Por consiguiente, permanecerá con las hermanas del aislamiento hasta el fin de sus días. —Apoyó el mentón sobre los puños—. Además, Swain Goire me dijo, el día que le sentencié a vigilarla, que un día yo fuera recordado como Leto el Justo.
Duncan se sentó en el escalón, y sostuvo la reverenciada espada entre las rodillas. El generoso duque Paulus había aceptado al muchacho en el seno de la Casa Atreides, y le había dado trabajo en los establos. En aquel tiempo, Duncan, que apenas era un niño, había sido acusado de complicidad en el asesinato por Yresk, el responsable de los establos, quien era en realidad el implicado en la tragedia de la plaza de toros.
Ahora, el secreto se desvelaba, los motivos salían a la luz, y era como si se abrieran las compuertas de una presa. Por primera vez en muchos años, Duncan Idaho lloró.
Muchas criaturas tienen la forma externa del hombre, pero no te dejes engañar por las apariencias. No todas esas formas de vida pueden ser consideradas humanas.
Libro Azhar
de la Bene Gesserit
Puesto que su tío el barón ya casi nunca le dejaba plena libertad para actuar, la Bestia Rabban decidió aprovechar la oportunidad que le daba y hacer una gran carnicería.
Estudió los rudimentarios e incompletos mapas de los alrededores de la Muralla Escudo. Gente miserable vivía en esas zonas, gente que, aprovechando la oscuridad de la noche, hurgaba y robaba a los Harkonnen. Como castigo por sus incursiones en las reservas de especia, el barón había encargado a su sobrino que arrasara tres aldeas. Rabban las escogió, no exactamente al azar, sino porque sus nombres no le gustaban: Licksand, Thinfare y Wormson.
Para él no había ninguna diferencia; los gritos de dolor siempre sonaban igual.
La primera aldea simplemente la bombardeó desde el aire. Con una escuadrilla de tópteros de ataque, sus hombres lanzaron sin piedad bombas incendiarias sobre viviendas, escuelas y mercados. Mucha gente murió en ese ataque, y los que seguían vivos corrían despavoridos, como furiosos insectos sobre una ardiente roca. Un hombre tuvo incluso la osadía de disparar a los tópteros con una vieja pistola maula; los hombres de Rabban utilizaron a los habitantes para hacer prácticas de tiro.
La devastación fue rápida y completa, pero Rabban no quedó del todo satisfecho. Decidió recrearse un poco más con las demás aldeas…
Solo en los cuarteles de la residencia de Carthag, horas antes de los ataques, Rabban había estado redactando una escueta proclama en la que explicaba que las aldeas y sus habitantes serían destruidos como represalia por los crímenes de los fremen. Orgulloso de su trabajo fue a enseñárselo a su tío, este frunció el ceño y rompió la nota; después escribió una proclama él mismo utilizando muchas de las palabras y frases de su sobrino.
Después de cada ataque, sembraban los humeantes restos de la aldea con la proclama del barón, impresa en papeles resistentes al fuego. Los fremen que acudirían como buitres a las ruinas para despojar de sus baratijas a los cadáveres, sabrían por qué el barón había ordenado el brutal castigo. Se sentirían culpables…
En la segunda aldea, Thinfare, Rabban utilizó fuerzas de tierra, que portaban escudos y armas de mano. Algunos de sus hombres se quedaron a las afueras, junto a cañones de llamas por si era necesaria una intervención rápida y fulminante, pero las tropas Harkonnen cayeron sobre los desventurados aldeanos matando a diestra y siniestra con espadas y dagas. La Bestia Rabban se unió a la matanza con una sonrisa de satisfacción.