Los infiltrados descendieron con sigilo hasta el suelo de la gruta. Turok y los demás fremen, cada uno con sus armas confiscadas, tomaron posiciones en diferentes cavidades desde donde dominaban la gruta. Tres fremen subieron a toda prisa la rampa que rodeaba la estructura octogonal. Al llegar a lo alto, desaparecieron, para luego reaparecer y hacer señas a Stilgar. Ya habían matado a seis guardias sin hacer el menor ruido, gracias a sus cuchillos.
El sigilo ya no era necesario. Un par de fremen apuntaron con sus pistolas maula a los sorprendidos obreros, y les ordenaron que subieran la escalera. Los hombres accedieron a regañadientes, como indiferentes a la identidad de sus nuevos amos.
Los fremen investigaron los pasadizos de comunicación y descubrieron barracones subterráneos, con dos docenas de guardias dormidos entre botellas de cerveza de especia tiradas por el suelo. Un persistente olor a melange impregnaba la amplia sala.
Los fremen cargaron contra ellos al instante, con la intención de provocarles dolor, pero no heridas mortales. Los aturdidos Harkonnen fueron desarmados y conducidos a la gruta central.
Stilgar, con la sangre hirviendo en sus venas, miró con el ceño fruncido a los hombres medio borrachos. Uno siempre confía en encontrar enemigos dignos, pero esta noche no hemos dado con ninguno. Incluso aquí, en la gruta de máxima seguridad, estos hombres habían saqueado la especia que, en teoría, debían vigilar, probablemente sin el conocimiento del barón.
—Quiero torturarlos hasta la muerte ahora mismo. —Los ojos de Turok eran oscuros bajo la luz rojiza de los globos—. Poco a poco. Ya has visto lo que hicieron a sus cautivos.
Stilgar le detuvo.
—Más tarde. Ahora, los pondremos a trabajar.
Stilgar paseó arriba y abajo delante de los cautivos Harkonnen, mientras se mesaba la barba negra. El hedor de su miedo empezaba a imponerse al olor de la melange. Utilizó con el jefe una amenaza que su líder, Liet-Kynes, había insinuado.
—Esta reserva de especia es ilegal, una violación explícita de las órdenes imperiales. Toda la melange del recinto será confiscada y enviada a Kaitain.
Liet, al que acababan de nombrar planetólogo imperial, había ido a Kaitain para solicitar una entrevista con el emperador Padishah Shaddam IV. El viaje hasta el palacio imperial era muy largo, y un simple habitante del desierto como Stilgar era incapaz de imaginar tales distancias.
—¿Lo dice un fremen? —se burló el capitán de la guardia, medio borracho, un hombrecillo de mejillas temblorosas y frente despejada.
—Lo dice el emperador. Tomaremos posesión de la reserva en su nombre.
Los ojos de Stilgar se clavaron en el hombre. El capitán no tenía suficiente sentido común para estar asustado. Por lo visto, ignoraba la suerte que deparaban los fremen a sus cautivos. Pronto lo averiguaría.
—¡Poneos a descargar los silos! —ladró Turok, que se había acercado a los obreros rescatados. Los prisioneros que no estaban demasiado agotados se divirtieron al ver el brinco que dieron los Harkonnen—. Nuestros tópteros no tardarán en venir a recoger la especia.
Mientras el sol del amanecer bañaba el desierto, Stilgar se sentía angustiado. Los cautivos Harkonnen trabajaban, hora tras hora. La incursión estaba durando demasiado, pero tenían mucho que ganar.
Mientras Turok y sus compañeros vigilaban con las armas preparadas, los hoscos guardias Harkonnen cargaban paquetes de melange sobre las cintas transportadoras que llegaban hasta las aberturas practicadas en la cara de los riscos, cerca de las pistas de aterrizaje de tópteros. En el exterior, los atacantes fremen recogían un tesoro suficiente para comprar un planeta.
¿Para qué querrá el barón tanta riqueza?
A mediodía, con puntualidad matemática, Stilgar oyó explosiones en la aldea de Bar Es Rashid, al pie de la cordillera: el segundo comando fremen atacaba el puesto de guardia Harkonnen, en una operación perfectamente coordinada.
Cuatro ornitópteros carentes de todo distintivo dieron la vuelta al contrafuerte rocoso, hasta que los hombres de Stilgar los guiaron hasta las pistas de aterrizaje. Obreros liberados y guerrilleros fremen cargaron la melange dos veces robada en los aparatos.
Había llegado el momento de finalizar la operación.
Stilgar alineó a los guardias Harkonnen a lo largo del precipicio que dominaba las polvorientas cabañas de Bar Es Rashid. Tras horas de duro trabajo y de alimentar su miedo, el mofletudo capitán Harkonnen estaba sobrio por completo, con el pelo empapado y los ojos desorbitados. Stilgar estudió al hombre con absoluto desprecio.
Sin decir palabra, desenvainó el cuchillo y abrió al hombre en canal, desde el hueso púbico al esternón. El capitán lanzó una exclamación de incredulidad cuando su sangre e intestinos se desparramaron sobre el suelo.
—Qué desperdicio de humedad —murmuró Turok a su lado.
Algunos prisioneros Harkonnen, presa del pánico, intentaron huir, pero los fremen cayeron sobre ellos. Arrojaron a algunos por el precipicio y apuñalaron a los demás. Los que se resistieron fueron abatidos con rapidez y sin dolor. Los fremen dedicaban mucho más tiempo a los cobardes.
Ordenaron a los obreros que cargaran los cadáveres en los ornitópteros, incluso los cadáveres putrefactos encontrados en los pasadizos. En el sietch de la Muralla Roja, la gente de Stilgar extraería hasta la última gota de agua de los cuerpos. La profanada Hadith quedaría vacía de nuevo, un sietch fantasma.
Una advertencia para el barón.
Uno a uno, los tópteros cargados se elevaron como aves oscuras, mientras los hombres de Stilgar corrían bajo el sol de la tarde, cumplida su misión.
En cuanto el barón Harkonnen descubriera la pérdida de su reserva de especia y el asesinato de sus guardias, se desquitaría con Bar Es Rashid, aunque los pobres aldeanos no tuvieran nada que ver con el ataque. Stilgar decidió trasladar a toda la población a un sietch lejano y seguró.
Allí, junto con los obreros liberados, se convertirían en fremen, o morirían si no colaboraban. Teniendo en cuenta la vida miserable que llevaban en Bar Es Rashid, Stilgar pensó que les estaba haciendo un favor.
Cuando Liet-Kynes regresara de su entrevista con el emperador, se sentiría muy complacido con los logros de los fremen.
La humanidad solo tiene una ciencia: la ciencia del descontento.
Emperador P
ADISHAH
S
HADDAM
IV, Decreto en respuesta a los actos de la Casa Moritani
Concededme el perdón, señor.
Suplico un favor, señor.
Casi siempre, el emperador Padishah Shaddam IV consideraba tediosas sus tareas diarias. Sentarse en el Trono del León Dorado había sido emocionante al principio, pero ahora, mientras miraba hacia el fondo de la sala de audiencias imperial, se le antojó que el poder atraía pestes interminables. Las voces de los suplicantes se desvanecían en su mente, mientras concedía o denegaba favores.
Pido justicia, señor.
Un momento de vuestro tiempo, señor.
Durante sus años de príncipe heredero, había conspirado sin tregua para ascender al trono. Ahora, con un chasquido de los dedos, Shaddam tenía el poder de elevar a un plebeyo a la condición de noble, destruir planetas o aplastar Grandes Casas.
Pero ni siquiera el emperador del Universo Conocido podía gobernar tal como dictara su capricho. Toda clase de intrigantes políticos obstruían sus decisiones. La Cofradía Espacial tenía sus intereses propios, así como la Cobine Honnete Ober Advancer Mercantiles, el grupo comercial conocido como CHOAM. Era un consuelo saber que las familias nobles se peleaban entre sí tanto como con él.
Os ruego que escuchéis mi caso, señor.
Tened misericordia, señor.
La Bene Gesserit le había ayudado a cimentar los primeros años de su reinado. No obstante, ahora, las brujas, incluida su propia esposa, susurraban a sus espaldas, deshilaban su tapiz imperial, creaban nuevas pautas que era incapaz de distinguir.
Concededme mi petición, os lo suplico, señor.
No es nada, señor.
Sin embargo, en cuanto el Proyecto Amal llegara a su culminación, cambiaría la faz del Imperio. «Amal». La palabra tenía un sonido mágico. Pero los nombres eran una cosa, y la realidad otra muy distinta.
Los últimos informes de Ix eran alentadores. Por fin, los malditos tleilaxu anunciaban el éxito de sus experimentos, estaba esperando la prueba final, las muestras. Especia… Todos los hilos de títeres del Imperio estaban hechos de especia. Pronto contaré con mi propia reserva, y por lo que a mí respecta, que se pudra Arrakis.
El investigador jefe Hidar Fen Ajidica jamás osaría mentir. No obstante, el amigo de la infancia y consejero filosófico de Shaddam, el conde Hasimir Fenring, había sido enviado a Ix para comprobarlo.
Mi destino está en vuestras manos, señor.
¡Loado sea el benévolo emperador!
Sentado en su trono de cristal, Shaddam se permitió una sonrisa enigmática, lo cual provocó que los suplicantes se estremecieran de incertidumbre.
Detrás de él, dos mujeres de piel cobriza, ataviadas con vestiduras de escamas de seda doradas, subieron los peldaños y encendieron las antorchas iónicas que flanqueaban el trono. Las llamas crepitantes eran bolas de luz compacta, azules y verdes, recorridas por venas de luz demasiado brillante para mirarla. El aire estaba impregnado del olor a ozono, y resonaba el siseo de las llamas al consumirse.
Tras la acostumbrada pompa y ceremonia, Shaddam había llegado al salón del trono con casi una hora de retraso, una forma de recordar a aquellos miserables mendigos la escasa importancia que concedía a sus visitas. En contraposición, era obligatorio que todos los suplicantes llegaran con la máxima puntualidad, de lo contrario se anulaba su cita.
Beely Ridondo, el chambelán de la corte, se había colocado ante el trono y extendido su bastón sónico. Cuando lo golpeó contra el suelo de piedra pulida, el bastón emitió un sonido que estremeció los cimientos del palacio. Ridondo recitó los interminables apellidos y títulos de Shaddam, y dio por iniciada la sesión. Después, bajó los peldaños con paso decidido.
Shaddam, inclinado hacia delante, con una expresión grave en el rostro, había empezado otro día en el trono…
La mañana se fue desarrollando tal como temía, un recital interminable de asuntos carentes de importancia, pero se obligaba a aparentar compasión. Ya había encargado a varios historiadores que anotaran y exageraran los detalles más destacados de su vida y reinado.
Durante un breve descanso, el chambelán Ridondo repasó la larga lista de asuntos de la agenda imperial. Shaddam bebió de su taza de potente café especiado, y experimentó el latigazo eléctrico de la melange. Por una vez, el cocinero se había esmerado. La taza estaba pintada con suma pericia, tan delicada que parecía hecha de cascara de huevo. Cada taza que Shaddam utilizaba era destruida, para que nadie más tuviera el privilegio de usar la misma porcelana.
—Señor.
Ridondo miró al emperador con expresión de desconcierto, mientras recitaba nombres complicados sin consultar las notas. El chambelán, aunque no era un mentat, poseía una memoria prodigiosa, que le permitía controlar los numerosos detalles del trabajo cotidiano imperial.
—Un visitante recién llegado ha solicitado audiencia con vos de inmediato.
—Siempre dicen lo mismo. ¿A qué Casa representa?
—No es del Landsraad, señor. Ni tampoco un alto funcionario de la Cofradía o la CHOAM.
Shaddam emitió un ruido grosero.
—Entonces, la respuesta es evidente, chambelán. No puedo perder el tiempo con plebeyos.
—No es…, no es exactamente un plebeyo, señor. Se llama Kiet-Lynes, y viene de Arrakis.
Shaddam estaba irritado por la audacia que demostraba ese hombre al creer que podía entrar en el palacio y ser recibido en audiencia por el emperador de un Millón de Planetas.
—Si deseara hablar con una rata del desierto, le haría llamar.
—Es vuestro planetólogo imperial, señor. Vuestro padre encomendó a su padre que investigara la especia en Arrakis. Creo que os ha enviado numerosos informes.
El emperador bostezó.
—Todos ellos muy aburridos, si no me equivoco. —Recordó al excéntrico Pardot Kynes, que había pasado casi toda su vida en Arrakis, hasta convertirse en un nativo, había cambiado el esplendor de Kaitain por el polvo y el calor—. Ya no me interesan los desiertos.
Sobre todo ahora que el amal está a punto.
—Entiendo vuestras reservas hacia él, señor, pero Kynes podría soliviantar a los trabajadores del desierto cuando regrese. ¿Quién sabe su grado de influencia sobre ellos? Podrían convocar una huelga general de inmediato, disminuir la producción de especia y obligar al barón Harkonnen a tomar medidas enérgicas. El barón solicitaría refuerzos Sardaukar, y a partir de ahí…
Shaddam levantó una mano bien cuidada.
—¡Basta! Entiendo lo que quieres decir. —El chambelán siempre pronosticaba más consecuencias de las que un emperador quería oír—. Hazle entrar, pero antes sacúdele el polvo.
Liet-Kynes encontró impresionante el palacio imperial, pero estaba acostumbrado a un tipo diferente de grandeza. Nada podía ser más espectacular que la desnuda inmensidad de Dune. Había plantado cara a monstruosas tormentas de Coriolis. Había cabalgado a lomos de grandes gusanos de arena. Había visto vida vegetal en las condiciones más inhóspitas.
Un hombre sentado en una silla, por cara que fuera, no podía compararse con nada de eso.
Notaba la piel aceitosa debido a la loción que los criados habían aplicado a todo su cuerpo. Su pelo olía a perfumes de flores, y su cuerpo apestaba a desodorantes artificiales. Según la sabiduría fremen, la arena purificaba el cuerpo y la mente. En cuanto regresara a Kaitain, Kynes se proponía rodar desnudo por una duna y exponerse a la mordedura del viento para sentirse verdaderamente limpio de nuevo.
Como insistió en llevar su complicado destiltraje, la prenda fue desmontada en busca de armas ocultas y aparatos de escucha. Los componentes habían sido frotados y lubricados, las superficies tratadas con extraños productos químicos, antes de que Seguridad le dejara ponérselo de nuevo. Kynes dudaba de que la pieza vital del equipo para vivir en el desierto volviera a funcionar como debía; tendría que deshacerse de él. Un desperdicio.