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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (38 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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—Agamenón viene a verme a menudo. Aquí no estás a salvo. —No podía ver la preocupación en su rostro, pero se le notaba en la voz—. Debes irte.

—Seré rápido. Debo hablar contigo.

—Entonces debo esconderte. Se presenta sin avisar.

—¿Dónde? —La tienda era pequeña y no había nada, salvo su camastro, unas mantas y almohadas, y algunas ropas.

—En la cama.

La muchacha apiló cojines y acumuló mantas a mi alrededor; luego, se tendió junto a mí, cubriéndonos a los dos con la colcha. Me vi envuelto por su cálido aroma de siempre. Acerqué la boca a su oído y hablé con voz más baja que una respiración.

—Ulises dice que mañana los troyanos atravesarán la empalizada y caerán sobre el campamento. Debemos encontrar un lugar para ocultarte… entre los mirmidones o en el bosque.

Sentí su mejilla moverse contra la mía: negaba con la cabeza.

—No puedo. Ese es el primer lugar donde va a mirar. Eso solo causaría más problemas. Estaré bien aquí.

—¿Y si toman el campamento?

—Voy a rendirme a Eneas, el primo de Héctor, si me resulta posible. Se le tiene por un hombre piadoso y su padre vivió como pastor durante un tiempo en mi aldea. Si no puedo, entonces buscaré a Héctor o a cualquiera de los hijos de Príamo.

Ahora fui yo quien negó con la cabeza.

—Es demasiado peligroso, no debes exponerte.

—No creo que vayan a hacerme daño: soy una de ellos después de todo.

De pronto me sentí un imbécil. Para ella, los troyanos eran los liberadores, no unos invasores.

—Por supuesto —dije enseguida—. Entonces serás libre. Querrás estar con tus…

—¡Briseida! —La lona de la entrada se abrió y Agamenón apareció en la entrada.

—¿Sí? —contestó ella, teniendo buen cuidado de mantener la colcha sobre mí.

—¿Hablabas?

—Rezaba, mi señor.

—¿Tendida?

Pude ver el brillo de una tea a través del grueso tejido de lana. Hablaba en voz alta, se le oía como si estuviera entre nosotros. Me juré no moverme. La castigarían si me apresaban allí.

—Así me enseñó a orar mi madre, ¿está mal?

—Deberías estar mejor educada a estas alturas. ¿No te corrió con la vara el diosecito?

—No, mi señor.

—Esta noche le he ofrecido tu vuelta, pero él no te quiere. Si sigue diciendo que no, tal vez te reclame para mí.

Cerré los puños, pero Briseida se limitó a decir:

—Sí, mi señor.

Escuché caer la lona y la luz desapareció. No me moví ni respiré hasta que Briseida regresó debajo de la colcha.

—No puedes quedarte aquí.

—Todo está bien. Únicamente amenaza. Le gusta verme asustada.

El tono práctico y realista de su voz me horrorizó. ¿Cómo iba a dejarla allí? Pero estaba en mayor peligro si me quedaba.

—Debo irme.

—Espera. —Me rozó el brazo—. Los hombres… —Briseida vaciló—. La tropa está enfadada con Aquiles. Le culpan de las bajas. Agamenón envía a su gente entre los soldados para agitar las conversaciones. Casi han olvidado lo de la plaga. Cuanto más tiempo siga sin luchar, más van a odiarle. —Ese era mi mayor temor: la historia de Fénix cobraba vida—. ¿No va a luchar?

—No hasta que Agamenón se disculpe.

Se mordió el labio.

—Con los troyanos ocurre lo mismo: no hay nadie a quien teman y odien más. Si pueden, mañana le matarán a él y a cualquier allegado suyo. Debes ir con cuidado.

—Él me protegerá.

—Sé que lo hará… mientras viva, pero tal vez ni siquiera el Pelida sea capaz de luchar contra Héctor y Sarpedón al mismo tiempo. —Briseida vaciló de nuevo—. Te reclamaré como esposo mío si cae el campamento, pero no debes decir que estabas con él. Eso sería una sentencia de muerte. —Me apretó la mano entre sus dedos—. Prométemelo.

—Briseida, si él muere, yo no tardaré en seguirle.

Ella presionó mi mano contra su mejilla.

—Entonces júrame otra cosa, prométeme que, pase lo que pase, no abandonarás Troya sin mí. Sé que no puedes… —se interrumpió—. Preferiría vivir como hermana tuya antes que quedarme aquí.

—No hay nada que necesites pedirme por juramento —le aseguré—. No me iré sin ti si tú deseas venir. Me dolería más allá de lo imaginable que la guerra terminase mañana y nunca volviera a verte.

—Me alegro.

No le dije que pensaba que jamás abandonaría Troya. La atraje hacia mí y la abracé con fuerza. Briseida apoyó la cabeza sobre mi pecho y por un momento no pensamos en Agamenón, en el peligro ni en los griegos moribundos. Solo contaba la manita apoyada sobre mi vientre y la dulzura de la mejilla que acariciaba. Ese parecía ser el sitio de Briseida, resultaba extraña la facilidad con que mis labios rozaban su suave pelo con fragancia a lavanda. Ella suspiró levemente y se acercó un poco más. Casi pude imaginar que esa fuera mi vida, abarcada en el dulce círculo de sus brazos. Me habría casado con ella y hubiéramos tenido un hijo.

Tal vez, si nunca hubiera conocido a Aquiles.

—Debería irme.

Bajó las mantas, liberándome, y abarcó mi rostro entre sus manos.

—Ve con cuidado mañana, eres el mejor de los hombres, el mejor de los mirmidones. —Me puso los dedos en los labios para impedirme que negara sus palabras—. Acéptalo por una vez.

Entonces me condujo hasta un lateral de la tienda y me ayudó a deslizarme por debajo de la lona. Lo último que noté fue su mano estrechando la mía a modo de despedida.

Esa noche yací en la cama junto a Aquiles, cuyo rostro terso por efecto del sueño era inocente y aniñado. Me encantaba verlo. Reflejaba su ser más auténtico, el más ferviente y despreocupado, lleno de picardía, pero sin malicia alguna. Se había perdido en las trampas y argucias de Ulises y Agamenón, en sus mentiras y juegos de poder. Le habían confundido, le habían atado a una apuesta y lo acosaban. Le acaricié la piel suave de la frente. Yo le desataría… si me resultaba posible y él me dejaba.

Veintinueve

N
os despertaron el griterío y los truenos. Había estallado una tormenta en lo alto, pero no caía ni una gota de lluvia, solo había secos chispazos en el aire gris y la flama zigzagueante de los relámpagos, cuyo ruido se asemejaba a los aplausos de unas manos gigantescas. Salimos de la tienda enseguida para echar un vistazo. Un humo acre y oscuro venía hacia nosotros desde la playa, trayendo el olor de los rayos al chocar contra la arena. Había comenzado el ataque y Zeus se mantenía fiel a su trato, coreando el avance troyano con gestos de ánimo celestiales. Notamos una vibración en lo más hondo del suelo, causada tal vez por una carga de carros liderada por el gigantesco Sarpedón.

Me agarró la mano con rostro hierático. Aquella era la primera vez en nueve años que los troyanos amenazaban las puertas, su empuje jamás les había llevado tan lejos en la llanura. Si atravesaban la empalizada, quemarían las naves, nuestra única vía de regresar, lo único que hacía de nosotros un ejército en vez de unos refugiados. Esas eran las circunstancias pedidas por Tetis y su hijo: los griegos desesperaban y eran aplastados al no contar con Aquiles. Era la prueba incontrovertible de su valía, pero ¿cuándo iba a tener suficiente? ¿Cuándo iba a intervenir?

—Jamás —me contestó cuando se lo pregunté—, jamás hasta que Agamenón me implore perdón o Héctor en persona irrumpa en mi campamento y amenace a lo que me es querido. He jurado no hacerlo.

—¿Y si Agamenón muriese?

—Tráeme su cuerpo y combatiré. —Su rostro era inconmovible, como la estatua de un dios severo.

—¿No temes que los soldados vayan a odiarte?

—Deberían aborrecer a Agamenón. Es su orgullo lo que les mata.

«Y el tuyo», pensé, pero conocía aquel semblante y la temeridad de sus ojos ahora negros. No iba a ceder. No sabía cómo hacerlo. Yo había vivido con él quince años y durante ese tiempo Aquiles jamás había retrocedido, nunca había perdido. ¿Qué sucedería si se veía obligado a hacerlo? Temía por él, por mí, por todos nosotros.

Nos vestimos y desayunamos. Aquiles habló con bravura del futuro. Habló del día siguiente, cuando quizá fuéramos a nadar o trepáramos por los troncos desnudos de los pringosos cipreses, o tal vez fuéramos a contemplar la eclosión de los huevos de tortugas marinas, incubados bajo la arena entibiada por el sol.

Pero mi atención no se fijaba en sus palabras, se veía atraída hacia el gris cada vez más débil del cielo y la arena helada y pálida como un cadáver, y los gritos agónicos de hombres a los que conocía. ¿Cuántas bajas más habría al final del día?

Mantuvo la mirada fija en el océano. Su inmovilidad era poco natural, como si Tetis le hiciera contener la respiración. Las pupilas de sus ojos oscuros estaban dilatadas a causa de la escasez de luz en aquel día nublado. La llama de sus cabellos se le pegaba a la frente.

—¿Quién es ese? —inquirió de pronto.

Abajo, en el arenal, llevaban a una figura lejana sobre una angarilla. Se trataba de alguien principal, a juzgar por el corrillo de gente formado a su alrededor.

Cacé al vuelo la ocasión de estirar las piernas y distraerme.

—Iré a echar un vistazo.

En los aledaños de nuestro campamento el estruendo de la batalla había aumentado: los relinchos desgarradores de los caballos empalados en las estacas de la trinchera, los gritos desesperados de los comandantes, el clangor del entrechocar de metales.

Ya en el pabellón blanco, Podalirio pasó junto a mí. El oscuro espacio interior estaba saturado por el olor a hierbas, sangre, miedo y sudor. Néstor se levantó junto a mí a la derecha y me puso en el hombro una mano tan helada que su frío traspasaba mi túnica.

—Estamos perdidos. La empalizada empieza a ceder.

Tras él, Macaón jadeaba en un jergón con la pierna tendida sobre un charco de sangre, procedente de la punta aserrada de una flecha. Podalirio se había acuclillado junto a él y ya estaba trabajando.

Macaón me miró.

—Patroclo —me llamó, jadeando un poco.

Acudí a su lado.

—¿Vas a ponerte bien?

—Aún no lo sé. Creo… —dejó la frase inconclusa y cerró los ojos con fuerza.

—No le hables —espetó con brusquedad Podalirio, con las manos cubiertas con la sangre de su hermano.

La voz de Néstor se alzó más a la hora de listar una desgracia tras otra: la cerca se estaba astillando, los barcos se hallaban en peligro y había varios reyes heridos: Diomedes, Agamenón, Ulises, entre otros; estaban tendidos en el campamento como túnicas arrugadas.

Macaón abrió los ojos.

—¿No puedes hablar con Aquiles? —dijo con voz ronca—. Por favor, hazlo por todos nosotros.

—Sí. Ftía debe acudir en nuestra ayuda ¡o estamos perdidos! —Néstor, aterrado, hundió los dedos en mi carne y me bañó el rostro con la salpicadura de su saliva.

Cerré los ojos y rememoré la historia de Fénix. Me vino a la mente la imagen de las gentes de Calidón arrodillándose ante Cleopatra, cubriéndole pies y manos de lágrimas. En mi imaginación, ella no les miraba, se limitaba a tenderles las manos como si fueran telas con las que pudieran enjugarse el llanto incontrolable. Ella miraba a su esposo Meleagro para conocer la respuesta del mismo, pero los labios del héroe se fruncieron para decir a la mujer qué debía contestar:

—No.

Me zafé de los dedos engarfiados de Néstor. Estaba desesperado por escapar del olor acre del miedo que lo cubría todo como una capa de cenizas. Di la espalda al rostro de Macaón, crispado por el pánico, y al anciano de brazos extendidos hacia mí, y hui de la tienda.

Se escuchó un crujido terrible, similar al del casco de una nave cuando se resquebrajaba, como el de un árbol gigante al chocar contra el suelo, en el preciso momento en que salía del pabellón. «La empalizada». Le siguieron alaridos de triunfo y pánico.

A mi alrededor todos los hombres llevaban a sus camaradas caídos, andaban con muletas improvisadas o gateaban sobre la arena, arrastrando algún miembro roto. Les conocía a todos: tenían el torso lleno de cicatrices que yo había curado con ungüentos y emplastos; mis dedos habían limpiado su carne de sangre, bronce y acero; sus bocas habían bromeado, habían dado las gracias o habían hecho muecas mientras yo les asistía. Ahora, esos hombres volvían a estar malheridos, eran una masa sanguinolenta con los huesos rotos. Por culpa de Aquiles. Por la mía.

Delante de mí, un joven se afanaba en mantenerse de pie a pesar de una pierna atravesada por una flecha. Era Eurípilo, príncipe de Tesalia.

No me lo pensé dos veces. Le pasé el brazo por debajo del hombro y le conduje hasta su tienda. El dolor le había puesto al borde del delirio, pero aun así me reconocía.

—Patroclo —consiguió decir.

—Eurípilo, ¿puedes hablar? —dije mientras me arrodillaba y le examinaba la herida.

—Ese bastardo de Paris. Mi pierna.

Estaba inflamada y desgarrada. Eché mano a mi cuchillo y empecé a trabajar. El príncipe apretó los dientes.

—No sé a quién odio más, si a los troyanos o a Aquiles. Sarpedón desgajó la empalizada con las manos desnudas. Áyax le contuvo todo el tiempo que pudo, pero ahora están ahí —dijo entre jadeos—, en el campamento.

El terror me atenazó el pecho al oír aquellas palabras y me debatí contra el deseo de salir corriendo. Intenté concentrarme en lo que tenía delante, quitarle la punta de flecha y vendarle la herida.

—Has de darte prisa —me instó, hablando con dificultad—. Debo volver. Van a quemar las naves.

—No puedes salir otra vez. Has perdido demasiada sangre.

—No —contestó.

Pero la cabeza cayó hacia atrás. Se había desmayado. Que viviera o no, era voluntad de los dioses, yo había hecho cuanto estaba en mi mano. Inspiré hondo y salí fuera.

Dos barcos estaban en llamas: las antorchas troyanas había prendido fuego a los mástiles. Una aglomeración de hombres se lanzaba contra los cascos entre voces de desesperación y saltaba a cubierta para apagar el fuego. Únicamente reconocí la enorme figura de Áyax Telamonio recortada contra el cielo, había plantado bien separadas las piernas en la proa del barco de Agamenón y, haciendo caso omiso del incendio, daba lanzazos hacia abajo contra el enjambre de troyanos, apretujados como un banco de peces en busca de alimento.

Mientras me quedaba allí inmóvil, contemplándolo todo, tuve ocasión de ver sobresalir de aquella refriega una mano que aferró la proa puntiaguda de un barco. Y a la mano le siguió un fuerte y firme brazo de tez oscura, y luego una cabeza, y después unos anchos hombros, y un torso que salió de entre la ebullición de cabezas. Y entonces todo el cuerpo de Héctor se contorsionó cuando colgó entre la tierra y el aire, donde su figura morena se recortaba contra la blancura del mar y el cielo. No tenía ni una arruga en el rostro, sereno y en paz, cuando alzó los ojos, era un hombre que oraba, alguien en busca de dios. Colgó ahí suspendido durante un tiempo: los músculos del brazo se le marcaron nudosos mientras los flexionaba, sosteniendo la armadura que le pendía de los hombros, mostrando unas caderas huesudas y angulosas como la cornisa tallada de un templo. Entonces, alguien lanzó otra tea llameante a la cubierta de madera de la nave.

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