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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (17 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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Deidamia retrocedió con los ojos abiertos como platos, los labios exangües y las manos temblorosas. Se llevó una al estómago y aferró la tela de su vestido a esa altura como si así quisiera calmarse. Fuera de palacio, más allá del acantilado, podíamos oír cómo las olas rompían contra las rocas, castigando con furia la costa.

—Estoy embarazada —susurró la princesa.

Yo estaba contemplando el rostro de Aquiles cuando ella hizo aquella revelación, así que pude apreciar el espanto reflejado en su semblante. Licomedes profirió un gemido de dolor.

Sentí finas como la cáscara de huevo las paredes de mi pecho huero. «Basta». Tal vez lo dije, tal vez solo lo pensé. Solté la mano de Aquiles y me dirigí hacia la puerta. Tetis debió de moverse para dejarme pasar; habría chocado con ella de no haberse apartado. Me encaminé solo hacia la oscuridad.

—¡Espera! —gritó Aquiles.

Necesitó más tiempo del habitual para alcanzarme, noté con cierto desapego. «Las faldas del vestido deben enredársele entre las piernas», aventuré. Llegó a mi altura y me tomó del brazo.

—Vete —le pedí.

—Espera, por favor. Deja que te explique, por favor. No quería hacerlo, pero mi madre… —Aquiles estaba sin aliento y casi jadeaba. Nunca le había visto tan fuera de sí—. Ella llevó a la chica a mi cuarto. Fue cosa de ella, yo no quería. Mi madre… dijo… dijo… —Se trabucó—. Me prometió revelarte mi paradero si hacía lo que ella me pedía.

¿Qué había pensado Deidamia que iba a suceder cuando había puesto a bailar a sus mujeres para mí? ¿De verdad pensaba que no iba a reconocer a Aquiles? Me bastaba un simple roce o el olor para identificarle; y si me quedara ciego, podría reconocerle por el modo en que respiraba o en que pisaba el suelo. Le reconocería en el fin del mundo, incluso en la muerte.

—Patroclo, ¿me oyes? —Me acarició la mejilla con la mano ahuecada—. Di algo, por favor.

No conseguía dejar de recrear la imagen de la piel de Deidamia sobre la de Aquiles, sus pechos turgentes, la curva de sus caderas. Recordé los largos días lamentando su ausencia, con las manos vacías e impotente, dando golpes al aire, igual que pájaros picoteando la tierra seca.

—¿Patroclo?

—Lo hiciste por nada.

Se estremeció al percibir la desolación en mi voz. ¿Pero cómo iba a sonar, si no?

—¿Qué quieres decir?

—Tu madre no me dijo dónde estabas. Fue Peleo.

Se le fue toda la sangre del rostro y se quedó pálido.

—¿No te lo dijo ella?

—No. ¿De verdad esperabas que lo hiciera? —pregunté con voz más tajante y dura de lo que yo pretendía.

—Sí —respondió con un hilo de voz.

Podría haberle dicho un millón de cosas para reprocharle su ingenuidad. Él siempre confiaba en la gente con demasiada facilidad; en su vida había tenido poco que temer y casi nada de qué sospechar. En los días anteriores a nuestra amistad casi le había aborrecido por ello y ahora intentaba prender alguna chispa de aquel viejo fuego que revivía en mí. Cualquier otro hubiera sabido que Tetis únicamente actuaba guiada por sus propios intereses. ¿Cómo podía ser tan tonto? Las palabras de ira me escocían en la boca, pero cuando intenté pronunciarlas descubrí que no era capaz. Tenía las mejillas rojas de vergüenza y ojeras debajo de los ojos. Ese candor formaba parte de él tanto como las manos o aquellos pies suyos milagrosos. Y a pesar de lo herido que me sentía, bajo ningún concepto deseaba verle marchar ni contemplarle nervioso y temeroso, como el resto de nosotros.

Me contempló muy de cerca y estudió mi rostro una y otra vez, como un sacerdote hace con los augurios en busca de una respuesta. Advertí en su frente una arruga casi imperceptible, indicio de una concentración máxima.

Entonces, algo cambió en mi interior, como la superficie helada del Apídano cuando inicia el deshielo en primavera. Había visto la forma en que había mirado a Deidamia o, mejor dicho, había visto cómo no lo hacía. La miraba igual que a los chicos en Ftía, una mirada vacía y perdida. Nunca, ni una sola vez, me había mirado así.

—Perdóname —volvió a decir—. No quería hacerlo. No eras tú. Yo no… No me gustó…

Oírle decir aquello alivió la última de las penas desgarradoras que habían empezado cuando Deidamia gritó su nombre. Se me hizo un nudo en la garganta cuando rompí a llorar.

—No hay nada que perdonar —le contesté.

Esa misma noche, algo más tarde, regresamos a palacio. El gran salón estaba a oscuras ahora que el fuego del hogar se había reducido a rescoldos. Aquiles se había arreglado el vestido lo mejor posible, pero aún tenía un desgarrón a la altura de la cintura, así que lo sostenía con la mano por si nos topábamos con algún guardia rezagado.

—Habéis regresado —dijo una voz procedente de las sombras.

Nos asustó, pues la luz de la luna no llegaba hasta los tronos, pero aguzando la vista distinguimos en uno de ellos la figura de un hombre envuelto en pieles. Su voz parecía más honda y fuerte que antes.

—Así es —contestó Aquiles. Advertí en su voz una nota de vacilación. No esperaba tener que volver a enfrentarse con el rey tan pronto.

—Tu madre se ha ido… No sé adónde. —Licomedes hizo una pausa, como si esperase una respuesta, pero Aquiles no dijo nada—. Mi hija, tu esposa, está llorando en sus aposentos. Espera que acudas a su lado.

Noté la punzada de culpabilidad que experimentó Aquiles.

—Resulta de lo más inoportuno que lo espere —repuso con fría formalidad, algo muy poco habitual en él.

—En verdad que sí —convino Licomedes. Todos permanecimos en silencio durante unos instantes, pero el monarca resopló con cansancio y dijo—: Imagino que querrás una habitación para tu amigo, ¿no?

—Si no os importa —respondió Aquiles con suma cautela.

El monarca soltó una suave risilla.

—No, príncipe Aquiles, no tengo inconveniente. —La conversación se interrumpió de nuevo, y en ese lapso escuché cómo el rey tomaba una copa de la mesa, apuraba el vino y depositaba la copa en su sitio—. El niño debe llevar tu nombre. ¿Lo entiendes?

Esa era la razón por la que había esperado en la oscuridad junto al fuego agonizante y envuelto en pieles.

—Lo entiendo —contestó Aquiles en voz baja.

—¿Y lo juras?

Se hizo otra nueva pausa, muy breve, durante la que compadecí al anciano rey. Me alegré al oír la respuesta de mi amigo.

—Lo juro.

El monarca suspiró aliviado, pero cuando volvió a hablar, lo hizo con formalidad. Volvía a ser un rey.

—Buenas noches a ambos.

Le hicimos una reverencia y nos marchamos.

Una vez en las entrañas de palacio, Aquiles buscó a un guardia que nos mostrara los aposentos de los invitados. Usó una voz aguda y aflautada, su voz de chica. Vi cómo el guardia le ponía la vista encima, fijándose en los bordes rasgados del vestido y los cabellos despeinados. Aquiles me dedicó una sonrisa de oreja a oreja.

—Por aquí, señora.

En los cuentos, los dioses tienen el poder de demorar el curso de la luna a su voluntad para que una noche tenga la duración de varias. Así fue aquella noche, había una lluvia de horas que jamás parecía acabar, y nosotros las bebimos con ansia, sedientos después de todas las semanas que habíamos estado separados. No recordé las palabras de Licomedes en el gran salón hasta que el alba empezó a clarear en el horizonte. Había olvidado el embarazo de Deidamia, la boda de Aquiles, nuestra reunión.

—¿Tu madre intenta ocultarte aquí para que no vayas a la guerra?

Él asintió.

—No quiere que acuda a la guerra de Troya.

—¿Por qué? —Siempre había pensado que ella quería que luchara.

—No lo sé. Ella dice que soy demasiado joven. «Aún no», me dice.

—¿Y todo esto lo urdió ella? —Hice un gesto, señalando los restos del vestido.

—Por supuesto, en la vida se me habría ocurrido algo así —contestó con mohín, y se tiró de los rizos, todavía peinados a la manera de las mujeres. Estaba irritado, pero no sentía vergüenza, como le habría pasado a cualquier otro muchacho. Él no temía al ridículo, jamás lo había conocido—. De todos modos, solo es hasta que parta la flota.

Me puse a darle vueltas al asunto.

—Entonces, ¿de verdad que tu madre no te cogió por mi causa?

—Lo de Deidamia sí fue por causa tuya, creo. —Se miró las manos durante un momento—. Pero el resto fue por la guerra.

Trece

L
os días siguientes transcurrieron veloces. Comíamos en nuestros aposentos y pasábamos largas horas lejos de palacio, explorando la isla, a la busca de cualquier posible sombra que pudiera haber debajo de los raquíticos árboles. Tuvimos que ser cuidadosos, pues no debían ver a Aquiles moverse demasiado deprisa, trepar con mucha habilidad ni empuñar una lanza, mas nunca nos siguió nadie; además, había muchos lugares donde él podía quitarse su disfraz.

En el extremo opuesto de la isla había una franja de tierra desierta llena de piedras cuya extensión doblaba las dimensiones de nuestros campos de entrenamiento. Aquiles gritó de júbilo cuando la vio y se quitó el vestido. Le observé correr por la playa como si fuera completamente lisa. Volvió la cabeza hacia atrás y me pidió:

—Llévame la cuenta.

Y así lo hice, golpeando la arena con la sandalia para computar bien el tiempo de su carrera.

—¿Cuánto…? —me preguntó a voz en grito desde el final de la playa.

—Trece —chillé.

—Solo estoy calentando.

La siguiente vez fueron once. La última vez solo nueve. Luego se sentó junto a mí. Su respiración apenas denotaba el esfuerzo y tenía las mejillas coloradas a causa del placer. Me había descrito sus días como mujer: largas horas de aburrimiento forzoso sin más alivio que los bailes. Ahora era libre y estiraba los músculos como uno de los grandes felinos de Pelión, exuberante de su propia fuerza.

Por las tardes, no obstante, debíamos regresar al gran salón. El hijo de Peleo y Tetis se alisaba los cabellos y se ponía el vestido a regañadientes. Llevaba el vestido holgado y sujeto, como aquella primera noche, pero sus cabellos rubios eran lo bastante poco frecuentes como para llamar la atención de marinos y mercaderes que pululaban por el puerto. Como esas historias llegaran a oídos de alguien con dos dedos de frente… Prefería no pensar en ello.

Habían dispuesto una mesa en la parte frontal del salón, junto a los tronos, para que en ella comiéramos los cuatro: Licomedes, Deidamia, Aquiles y yo, aunque en ocasiones se unían a nosotros un par de consejeros. Estos últimos comensales permanecían casi todo el tiempo en silencio. Nos sentábamos a la mesa por puro formalismo, para acallar los rumores y mantener la ficción de que Aquiles era mi esposa y pupila del rey.

Deidamia no le quitaba los ojos de encima con la esperanza de que Aquiles la mirase, cosa que él nunca hizo.

—Buenas noches —decía él con su mejor voz de chica cuando tomábamos asiento, pero nada más.

Su indiferencia hacia la princesa era algo palpable y advertí en el semblante de la joven emociones como vergüenza, ira y dolor. Su mirada iba un poco más lejos, a Licomedes, como si esperase que tal vez su padre interviniera, pero el rey comía un bocado tras otro sin decir nada.

En ocasiones, ella me veía mirarla, y entonces el rostro se le endurecía y entrecerraba los ojos, para luego llevarse la mano al vientre con gesto de posesión, como si protegiera al bebé de que yo le echara una maldición. Tal vez creyera que yo me burlaba de ella, alardeando de mi victoria. Quizá pensaba que yo la odiaba sin saber que yo le había pedido a Aquiles un millón de veces que fuera un poco más amable con ella. «No tiene por qué humillarla con tanta saña», pensaba, pero en realidad no era un problema de falta de amabilidad, sino de interés. Miraba a través de Deidamia como si no estuviera allí.

Intentó hablar con Aquiles en una ocasión.

—¿Cómo estás, Pirra? —preguntó con voz temblorosa, ante la expectativa de ser respondida.

Él siguió llevándose comida a la boca con esos bocados suyos rápidos y elegantes. Habíamos planeado llevar lanzas al extremo opuesto de la isla en cuanto acabara la cena y luego pescar a la luz de la luna. Estaba loco por irse, así que tuve que darle una patada por debajo de la mesa.

—¿Qué ocurre? —me preguntó.

—La princesa desea saber si te encuentras bien.

—Ah. —La miró de refilón a ella y luego a mí—. Estoy bien.

Aquiles se acostumbró a madrugar cada vez más conforme pasaban los días con el fin de poder practicar con las lanzas antes de que el sol estuviera en lo alto. Habíamos escondido armas en una arboleda lejana con el fin de que pudiera ejercitarse antes de tener que regresar a su identidad de mujer en palacio. Después de eso, algunas veces se sentaba sobre alguna de las rocas aguzadas de Esciro y jugueteaba con los pies dentro del agua, en la orilla donde tal vez recibía la visita de su madre.

Alguien llamó con fuerza a mi puerta una de esas mañanas mientras Aquiles se hallaba fuera.

—¿Quién es? —pregunté.

Pero los guardias ya habían entrado en nuestros aposentos con gesto más formal de lo que nunca les había visto. Portaban lanzas y se mantuvieron en posición de firmes. Se me hacía extraño verles sin los dados.

—Debes acompañarnos —espetó uno de ellos.

—¿Por qué?

Acababa de levantarme y aún estaba adormilado.

—Así lo ha ordenado la princesa. —Uno de los soldados me cogió del brazo y me lanzó hacia la puerta. Cuando me puse a farfullar una queja, el primer guardia se me acercó y clavó en mí la mirada—. Te irá mejor si cierras el pico. —Y pasó la yema del pulgar sobre la punta de su lanza a modo de amenaza.

No creía que fueran a hacerme daño de verdad, pero tampoco quería verme arrastrado por los suelos de palacio.

—De acuerdo —acepté.

Nunca antes había visitado los angostos corredores palatinos por los que me condujeron. Me llevaron hasta el ala de las mujeres, una colmena de pequeñas celdas donde dormían y vivían las hermanas adoptivas de Deidamia. Detrás de las puertas escuché risas y un interminable frufrú de telas. Aquiles decía que allí el sol no atravesaba las ventanas ni corría la brisa. Y había pasado casi dos meses allí. Me resultaba inconcebible.

Al final nos detuvimos ante una gran puerta hecha con madera de más calidad que el resto. Un guardia llamó con los nudillos, abrió y me empujó hacia la habitación. Oí cómo cerraba de un portazo.

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