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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (42 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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—Hoy has triunfado, Aquiles —le saluda Agamenón—. Báñate y descansa, y luego celebraremos un festín en tu honor.

—No pienso celebrar nada.

Y dicho esto, se abre paso entre ellos, arrastrando el cuerpo del príncipe troyano tras él.


Okumoros
[16]
—le llama Tetis con su voz más suave—, ¿no piensas comer?

—Sabes que no.

Ella le toca la mejilla con una mano, como si quisiera limpiarle la sangre.

—Detente —le dice con un estremecimiento.

El rostro de la nereida se vuelve blanco por un instante, tan deprisa que él no lo ve, y cuando le habla, la diosa lo hace con dureza.

—Es el momento de devolver el cadáver de Héctor a su familia para que lo entierren. Le has matado, ya te has vengado. Es suficiente.

—Nunca será suficiente —le replica él.

Se sume en un sueño irregular y tembloroso por vez primera desde mi muerte.

«No soporto verte sufrir, Aquiles».

Sus brazos se retuercen y se estremecen.

«Danos paz a los dos. Incinera mi cuerpo y dame sepultura. Te estaré esperando entre las sombras, te estaré…».

Pero ya se ha despertado.

—¡Espera, Patroclo, estoy aquí!

Agita el cuerpo que tiene a su lado y rompe a llorar de nuevo cuando no le respondo.

Se levanta con las primeras luces del alba para arrastrar el cadáver del vencido alrededor de las murallas de la ciudad para que toda Troya pueda contemplarlo. No ve que los griegos empiezan a evitarle, no ve que la gente murmura con desaprobación a su paso. ¿Cuánto más puede durar aquello?

—Tetis le está esperando en la tienda, alta y recta como una llama.

—¿Qué quieres? —le pregunta mientras deja caer el cuerpo de Héctor junto a la puerta.

Las mejillas de Tetis tienen manchas de color, como salpicaduras de sangre sobre mármol.

—Debes detener esto. Apolo está enfadado. Busca vengarse de ti.

—Que se vengue. —Se arrodilla y me retira el pelo de la frente. Yazco envuelto en mantas para aminorar el hedor.

—Escúchame, Aquiles. —Se acerca a él con grandes pasos y le coge por el mentón—. Has ido demasiado lejos con esto. No voy a poder protegerte de él.

Él aparta la cabeza de ella y le enseña los dientes.

—No necesito que me protejas.

Tetis palidece como nunca antes había visto.

—No seas idiota. Es solo mi poder lo que…

—¿Y qué más da? —la interrumpe él, gruñendo—. Patroclo ha muerto. ¿Puedes traérmelo de vuelta?

—No, nadie puede.

El hijo se pone en pie.

—¿Acaso piensas que no veo tu regocijo? Sé cuánto le odiabas. Siempre le has odiado. Patroclo seguiría vivo si no hubieras acudido a hablar con Zeus.

—Es un mortal y todos los mortales mueren.

—También yo lo soy —grita—. ¿De qué sirve la deidad si no puedes hacer esto? ¿De qué te sirve a ti?

—Sé que eres mortal. —Pronuncia las palabras una tras otra como si fueran teselas de un mosaico—. Lo sé mejor que nadie. Te dejé demasiado tiempo en Pelión. Eso te ha echado a perder. —Tetis hace un gesto brusco hacia las ropas rasgadas de Aquiles y el rostro manchado por el llanto—. No eres mi hijo.

Aquiles se queda sin aliento.

—¿Y quién lo es, madre? ¿No soy ya bastante célebre? Maté a Héctor. ¿Y a quién más…? Envíamelos a todos y acabaré con ellos.

—Actúas como un niño. Pirro tiene doce años y ya es más hombre que tú.

—Pirro —repite él de forma entrecortada.

—Va a venir y Troya caerá. La ciudad no puede conquistarse sin su concurso, lo han dicho las Moiras. —El rostro de la diosa resplandece.

—¿Piensas traerle aquí? Aquiles la mira con fijeza.

—Es el próximo
aristós achaion.

—Aún no he muerto.

—Es como si ya lo estuvieras. —Las palabras restallan como un latigazo—. ¿Sabes lo que he tenido que soportar para hacerte grande? Y ahora, ¿vas a destruirlo todo por esto? —Tetis señala mi cuerpo purulento con semblante tenso por el desprecio—. Mi tarea ha concluido. No puedo hacer nada más para salvarte.

Los ojos negros de la diosa parecen contraerse como estrellas moribundas.

—Me alegra que Patroclo haya muerto.

Es lo último que Tetis va a decirle a su hijo.

Trentaidos

U
n anciano acude a nuestro pabellón en el corazón de la noche, cuando los perros salvajes dormitan y hasta los búhos guardan silencio. Viene sucio, con las ropas rasgadas, los cabellos le huelen a polvo y cenizas. Sus ropas están húmedas después de haber vadeado el río a nado. Aun así, sus ojos son claros cuando anuncia:

—He venido a por mi hijo.

El rey de Troya cruza el interior de la tienda y se arrodilla a los pies de Aquiles, haciendo una reverencia con la cabeza.

—¿Oirás la plegaria de un padre, poderoso príncipe de Ftía, tú, el mejor de los griegos?

Aquiles mira los hombros del anciano como si estuviera en trance. Le tiemblan a causa de la edad, lastrados por la carga del pesar. Este hombre ha engendrado a cincuenta hijos y los ha perdido a todos, salvo a un puñado.

—Te escucharé —le contesta Aquiles.

—Los dioses bendigan tu amabilidad —replica Príamo, cuyas manos parecen heladas al contacto con la piel caliente de Aquiles—. He venido desde lejos esta noche lleno de esperanza. —Se estremece sin querer a causa del frío de la noche y las prendas húmedas—. Lamento que mis plegarias sean el único don que pueda darte.

Esas palabras parecen conmover un poco a Aquiles, que le dice:

—No te arrodilles. Deja que te traiga algo de comida y bebida.

Le ofrece la mano y ayuda al viejo monarca a ponerse de pie; luego le entrega una capa seca y los cojines suaves favoritos del anciano Fénix; por último le sirve vino. En contraste con la piel arrugada y los pasos lentos de Príamo, Aquiles parece repentinamente joven.

—Te agradezco la hospitalidad —dice Príamo. Habla despacio y con un acento muy fuerte, pero su griego es bueno—. He oído decir que eres un hombre noble y a tu nobleza apelo. Somos enemigos, pero no se te tiene por alguien cruel. Te ruego que me entregues el cadáver de mi hijo para darle sepultura y así su alma no vague perdida.

El rey se esmera por no mirar el abatido rostro envuelto en sombras. Aquiles no aparta la mirada de la oscuridad recogida en sus manos ahuecadas como una copa.

—Has demostrado coraje viniendo aquí solo. ¿Cómo has entrado en el campamento?

—La gracia de los dioses me guio.

Aquiles alza los ojos.

—¿Y cómo sabías que no iba a matarte?

—No lo sabía —responde Príamo.

Se hace un silencio. Ambos tienen vino y comida delante, pero ninguno come ni bebe. Puedo ver las costillas de Aquiles a través de su túnica. Los ojos de Príamo descubren otro cuerpo, el mío, tendido sobre la cama. Vacila un segundo antes de preguntar:

—¿Es ese… tu amigo?


Philtatos
—contesta Aquiles con severidad. «El más querido»—. Fue el mejor de los hombres. Tu hijo le mató.

—Lamento tu pérdida —responde Príamo—, y también lamento que fuera mi hijo quien te lo arrebatase. Aun así, apelo a tu clemencia. En el duelo, los hombres deben ayudarse unos a otros aunque sean enemigos.

—¿Y si no lo hago? —quiere saber Aquiles con voz envarada.

—Pues en tal caso, no lo harás.

Se hace un momento de silencio.

—Aún puedo matarte.

«Aquiles».

—Lo sé. —El monarca habla con voz sosegada y sin miedo—. Pero merece la pena jugarse la vida si existe una posibilidad de que el alma de mi hijo pueda descansar en paz.

Los ojos de Aquiles se llenan de lágrimas y gira el rostro para que su interlocutor no lo vea.

—Es correcto buscar la paz para los muertos —insiste Príamo con voz amable—. Tú y yo sabemos bien que no la hay para quienes los sobreviven.

—No —susurra Aquiles.

Nada se mueve en la tienda después de eso y el tiempo parece detenerse hasta que Aquiles se pone de pie.

—Está a punto de amanecer y no quiero que corras peligro alguno mientras viajas de vuelta a tu ciudad. Daré órdenes a mis criados de que preparen el cuerpo de tu hijo.

Se derrumba a mi lado cuando los siervos se han ido y apoya su rostro contra mi vientre. Mi piel se torna resbaladiza bajo el incesante llanto.

Al día siguiente me conduce hasta la pira. Briseida y los mirmidones contemplan cómo deposita mi cadáver sobre la madera y prende la hoguera con pedernal. Las llamas se alzan a mi alrededor y siento que me deslizo más allá de la vida, me empequeñezco hasta ser como el más intangible soplo de aire. Ansío la oscuridad y el silencio del inframundo, donde podré descansar.

Él mismo se encarga de recoger mis cenizas, incluso aunque eso sea tarea de mujeres. Las guarda en una urna dorada, la mejor de todo el campamento, y se vuelve a los griegos que le observan.

—Os encomiendo una misión para después de mi muerte: mezclar nuestras cenizas y enterrarnos juntos.

Héctor y Sarpedón han muerto, pero hay más héroes capaces de ocupar su lugar. Anatolia es rica en aliados y todos hacen causa común contra los invasores. El primero de todos es Memnón, rey de Etiopía, hijo de Titono, sobrino de Príamo, y Eos, la diosa de la aurora. El soberano es grandón y de tez oscura, marcha al frente de un ejército de soldados como él, de piel negra bruñida. Se yergue con sonrisa expectante. Ha venido a por un hombre, solo a por uno.

Y ese hombre acude a su encuentro armado únicamente con una lanza. Lleva la coraza anudada con descuido y su pelo rubio, antaño brillante, cuelga lacio y sucio. Memnón ríe, pensando que va a ser fácil. La sonrisa se le borra de la cara cuando se dobla sobre sí mismo con las manos en el largo astil de fresno de la lanza que le ha atravesado. Aquiles retira el arma con aire fatigado.

A renglón seguido se presentan las amazonas de pechos desnudos y piel centelleante como madera pulida. Llevan el pelo recogido hacia atrás y acuden con los brazos llenos de lanzas y arcos con cuerdas de cerdas. De sus sillas de montar penden escudos curvos con forma de media luna, como si los hubieran troquelado en la luna. Al frente de las guerreras cabalga una figura solitaria a lomos de un caballo zaino; es una joven anatolia de melena al viento, ojos oscuros, curvos y fieros, duros como la piedra, que no pierde de vista ni un momento al ejército que tiene delante. Es Pentesilea.

Viste una capa desabrochada y eso permite que él la sujete y tire de ella, derribándola del caballo. Pero la amazona es de miembros ligeros y tiene el sentido del equilibrio de un gato. Cae con enorme gracia, da una voltereta y en una de sus manos centellea la lanza atada a la silla de montar hasta hace un momento. Se acuclilla en el suelo y la sujeta. Un rostro adusto, oscuro, hastiado, se alza sobre la reina amazona. El guerrero no lleva armadura alguna, con lo cual todo su cuerpo está expuesto a lanzazos y estocadas. Se dirige hacia la guerrera con aire esperanzado.

Pentesilea le asesta una lanzada, pero Aquiles elude la mortífera punta con una liviandad imposible y una agilidad incesante. Los músculos le traicionan siempre, pues buscan la vida en vez de la paz que podría darle la lanza. Ella le dirige otro golpe, pero él salta por encima de la punta como una rana, con el cuerpo ligero y desenvuelto. Profiere un sonido de pesar. Había albergado esperanzas de morir a resultas de aquel duelo, pues la reina amazona había matado a muchos hombres, porque a lomos de su corcel se parecía mucho a él, rápida, grácil, incansable. Pero no lo es. Le basta un simple golpe para hacerle morder el polvo, dejando su pecho rasgado como un campo recién arado. Las amazonas aúllan de rabia y pesar cuando él se da la vuelta y se retira con los hombros hundidos.

El último de los rivales es el joven Troilo. Le han mantenido detrás de los muros por su seguridad, es el hijo más joven de Príamo, el único que quieren que sobreviva. Es la muerte de Héctor lo que le ha impulsado a abandonar la seguridad de la muralla. Es valiente y estúpido, no va a hacer caso a nadie. Le veo forcejear para zafarse de sus hermanos mayores y se sube de un salto al carro. Sale disparado hacia delante como un galgo suelto y busca venganza.

La contera de la lanza le golpea en el pecho, que apenas ha empezado a ensancharse con la llegada de la edad adulta. El troyano cae sin soltar las riendas. Los caballos se desbocan y le llevan por los suelos. En su caída arrastra la lanza, cuya punta choca contra las piedras y llena el suelo de marcas con su uña de bronce.

Al final, el troyano se libera y se pone de pie. Tiene la espalda y las piernas llenas de cortes y magulladuras. Enfrente de él se halla un hombre de más edad, la sombra que merodea por el campo de batalla, el rostro espeluznante que cansinamente mata a un luchador tras otro. Miro a Troilo, sus ojos brillantes, su mentón alzado. No tiene la menor posibilidad. La punta de la lanza se hunde en la nuez desprotegida, por donde empieza a manar un líquido similar a la tinta, pero el polvo congregado en el aire a mi alrededor decolora el rojo de la sangre. El chico se desploma.

 

En las murallas de Troya alguien se apresura a sacar un arco y elegir una flecha. Unos pies principescos suben las escaleras de una torre desde la cual se domina el campo de batalla cubierto de muertos y moribundos, donde un dios aguarda.

Apuntar le resulta muy fácil a Paris, pues el triunfador se mueve con mucha lentitud, como un viejo león herido y enfermo, y los cabellos dorados son inconfundibles. El troyano coloca la flecha en el arco.

—¿Adónde le disparo? Según tengo entendido es invulnerable, salvo por…

—Es un hombre, no un dios. Dispárale y caerá —le asegura Apolo.

Paris apunta. El dios toca el dardo enflechado y sopla aire por la boca, como si echara a volar dientes de león o empujara barcos de juguete sobre el agua. La flecha vuela en silencio, directa a su objetivo, describe un arco antes de hundirse en la espalda de Aquiles.

Él oye el tenue zumbido del proyectil un instante antes de ser alcanzado. Vuelve un poco la cabeza, como para verlo venir. Cierra los ojos y siente cómo la punta metálica le rasga la piel, le rompe el grueso músculo y gusanea en su interior para abrirse paso entre los dedos entrelazados de su costillar y llegar, por último, a su corazón. Un hilo de sangre oscura y brillante como el aceite empieza a correr entre sus omoplatos. Aquiles sonríe cuando su rostro cae sobre la tierra.

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