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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (39 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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El lanzamiento fue bueno y la antorcha fue a caer en viejas ropas podridas y la vela caída, razón por la cual las llamas prendieron de inmediato, avanzaron por el cabo y luego llegaron a la madera de debajo. Héctor sonrió. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Estaba ganando.

Telamonio aulló de frustración cuando advirtió el incendio de otra nave, de cuyas cubiertas incendiadas saltaban los hombres. Héctor se escabulló hasta ponerse fuera de su alcance y se desvaneció entre los hombres del fondo. La fuerza de Áyax era todo lo que separaba a los hombres del descalabro.

Y en ese instante una punta de lanza centelleó desde abajo, dorada como una escama a la luz del sol, y se movió demasiado deprisa como para ser vista. De súbito, una flor roja se dibujó en el muslo de Áyax. Yo había trabajado muchas horas en el pabellón médico de Macaón como para saber que la hoja le había seccionado el músculo. Le temblaron las rodillas y al cabo de unos instantes se le doblaron. Áyax cayó.

Treinta

A
quiles contempló mi llegada. Corría tan deprisa que los pulmones me llenaban la boca de sabor a sangre. Se me escapaban lágrimas, me temblaba el pecho, tenía la garganta en carne viva. Ahora le odiarían. Nadie se acordaría de su gloria, su honestidad ni su belleza. Todo cuanto era dorado en él se convertiría en cenizas y vestigios.

—¿Qué ha pasado? —preguntó. Una aguda preocupación le llenaba la frente de arrugas. «¿De verdad no lo sabes?», pensé.

—Están muriendo… todos ellos… —contesté con voz ahogada—. Los troyanos están en el campamento y se han puesto a quemar las naves. Áyax ha resultado herido, ya no queda nadie, salvo tú, capaz de salvarles.

Adoptó una expresión glacial antes de contestar:

—Si mueren, es culpa de Agamenón. Ya le advertí lo que pasaría si me privaba de mi honra.

—La noche pasada te ofreció…

—… nada. —Profirió un sonido gutural—. Unos trípodes, algunas armaduras. Nada que valiera para reparar el insulto, nada que admitiera el error. Una y otra vez he salvado su vida y su ejército. —La voz se le hizo más pastosa, con una ira retenida a duras penas—. Ulises puede lamerle las botas, y Diomedes, y todos los demás, pero yo no.

—Él es una calamidad. —Le aferré como a un niño—. Lo sé yo, y lo saben todos. Debes olvidarte de Agamenón. Va a suceder como dijiste: él solo va a condenarse, pero no culpes a los demás por su fallo. No les dejes morir por culpa de la locura del Atrida. Ellos te quieren y te honran.

—¿Honrarme? Ni uno de ellos me apoyó frente a Agamenón. Ni uno solo habló a mi favor. —Me sorprendió la amargura de su voz—. Han permanecido a su lado y le han dejado insultarme. ¡Como si Agamenón tuviera razón! He trabajado muy duro para ellos durante diez años y todo su pago ha sido desentenderse de mí. —Sus ojos negros eran distantes de nuevo—. Hicieron su elección y no pienso derramar lágrimas por ellos.

Desde la playa llegó el chasquido de un mástil antes de caer. Ahora, la humareda era más densa, pues había más barcos en llamas, y también más muertos. Ahora todos debían estar maldiciéndole, pidiendo para él las más oscuras cadenas del inframundo.

—Son idiotas, sí, pero siguen siendo nuestra gente.

—Nuestra gente son los mirmidones. El resto… que se salven solos. —Se habría alejado de no haberle sujetado yo por el brazo.

—Te estás destruyendo. Esto hará que no te quieran, te odiarán, te maldecirán, por favor, si tú…

—Patroclo. —Pronunció mi nombre con una dureza que nunca había usado. Clavó en mí sus ojos y me habló con esa voz propia de los jueces al dictar sentencia—. No voy a hacerlo. No vuelvas a pedírmelo.

Le lancé una mirada recta y erguida como una lanza que apunta al cielo. No lograba hallar las palabras capaces de conmoverle. Tal vez no las había. La arena y el cielo se habían vuelto grises y yo tenía la boca cuarteada. Sentí que aquello era el fin de todo. No iba a luchar. Los hombres morirían y, con ellos, el honor de Aquiles. Sin atenuantes ni misericordia. Aun así, hurgué en los rincones de mi mente a la desesperada con la ilusión de encontrar algo que pudiera calmar sus ánimos.

Me arrodillé, le tomé de las manos y las apreté contra mis mejillas, donde fluía una catarata de lágrimas tan interminable como el agua de una cascada contra las rocas.

—Entonces, hazlo por mí, sálvalos por mí. Sé lo que te estoy pidiendo y aun así te lo pido, hazlo por mí.

Me contempló. Pude ver el enorme influjo que en él tenían mis palabras, advertí la disputa interna en sus ojos, pero al fin tragó saliva y dijo:

—Haría cualquier cosa, cualquier cosa, pero eso no. No puedo.

Contemplé su hermoso rostro, que parecía tallado en piedra, y desesperé.

—Si me amaras…

—¡No, no puedo! —El rostro de Aquiles estaba rígido a causa de la tensión—. El Atrida podría deshonrarme cada vez que lo tuviera a bien si cedo ahora. Los reyes no me respetarían, y tampoco los hombres. —Se quedó sin aliento, como si hubiera corrido durante mucho rato—. ¿Acaso crees que yo deseo la muerte de todos ellos? Pero no puedo, ¡no puedo! No les dejaré que me quiten la honra.

—Algo debes hacer. Al menos envía a los mirmidones. Envíame a mí en tu lugar. Vísteme con tu armadura y yo mandaré a los mirmidones. —Esas palabras nos dejaron a ambos estupefactos. Parecían venir de mis labios sin ser mías, era como si las hubiera pronunciado un dios. Aun así, me aferré a ellas como un ahogado apura su último aliento—. ¿Ves? No tendrás que quebrantar tu juramento y los griegos se salvarán.

Me miró con fijeza.

—Pero si no sabes luchar.

—¡Y no voy a tener que hacerlo! Te tienen tanto miedo que huirán en cuanto yo aparezca.

—No, es demasiado peligroso.

—Por favor. —Le aferré—. No lo es. Estaré bien. No voy a acercarme a los troyanos. Estarán conmigo Automedonte y el resto de los mirmidones. Si no puedes luchar, sea, no puedes, pero sálvalos de esa forma. Déjame hacerlo. Dijiste que me concederías cualquier otra cosa.

—Pero…

No le dejé rebatir.

—¡Piensa! Agamenón sabrá que tú sigues desafiándole, pero los hombres te adorarán. No hay fama mayor que esta: les demostrarás a todos que tu fantasma es más poderoso que todo el ejército del Atrida. —Ahora me prestaba atención—. Será tu poderoso nombre el que los salvó, no tu brazo ni tu lanza. Entonces, todos se reirán de la debilidad de Agamenón, ¿lo ves?

Le miré a los ojos, donde pude advertir que, aunque a regañadientes, retrocedía centímetro a centímetro. Se los estaba imaginando: los troyanos huían en desbandada al ver su escudo, flanqueando a Agamenón. La tropa caía a sus pies en señal de gratitud.

Alzó una mano.

—Prométemelo, debes jurarme que no vas a combatir contra ellos. Te quedarás en el carro con Automedonte y dejarás que los mirmidones vayan delante de ti.

—Sí. —Le apreté la mano—. Por supuesto que sí. No estoy loco. Voy a asustarlos, eso es todo. —Estaba mareado y bañado en sudor. Había encontrado una salida entre el tortuoso laberinto de su orgullo y su ira. Salvaría a la tropa. Le salvaría de sí mismo—. ¿Vas dejarme ir?

Vaciló durante otro instante más, sus ojos ahora verdes buscaron los míos, y solo entonces, con lentitud, asintió.

Aquiles se arrodilló para abrocharme las hebillas, lo hizo tan deprisa que no fui capaz de seguirle con la mirada, solo sentía el rápido tirón de cinchas y correas. Montó las piezas de la armadura una tras otra: la coraza de bronce, las cnémidas, que me apretó demasiado, y por último el faldellín de cuero. Mientras me vestía, no dejaba de darme instrucciones en voz baja y rápida. No debía luchar, no debía separarme de Automedonte ni de los demás mirmidones. Debía quedarme en el carro y huir a la primera señal de peligro. Podía perseguir a los troyanos si huían hasta las puertas de su ciudad, pero no intentar combatirles allí, en la playa. Y lo más importante de todo, debía permanecer lejos de los muros de la urbe y de los arqueros allí apostados, listos para abatir a los griegos que se acercaran demasiado.

—No será como antes, cuando yo estaba allí.

—Lo sé.

Moví los hombros. La coraza era rígida, pesada y poco manejable. Me sentía como Dafne, le dije, atrapada en su nueva piel de laurel. Él no se rio, se limitó a entregarme dos lanzas de centelleante punta pulida. La sangre comenzó a martillearme los oídos cuando las miré. Aquiles habló de nuevo para darme más consejos, pero no le presté atención. Oía el golpeteo de mi impaciente corazón.

—Deprisa —recuerdo haberle dicho.

Al final me puse el casco para ocultar mis cabellos negros. Giró hacia mí un espejo de bronce pulido, en cuya superficie me contemplé embutido en una armadura que conocía tan bien como mis propias manos: la cimera del casco, la espada plateada pendiendo del cinto, el tahalí de oro batido. Todo era inconfundible y reconocible al primer golpe de vista. Solo mis ojos parecían míos al ser más grandes y oscuros que los suyos. Me dio un beso cuya suavidad me envolvió con una delicada y notoria calidez que inundó de dulzura mi garganta. Luego, me tomó la mano y salimos al exterior, donde estaban los mirmidones.

Se alinearon y se armaron enseguida, cobrando un aspecto temible. Las capas de metal centelleaban como las brillantes alas de las cigarras. Aquiles me condujo hasta el carro donde ya estaba enganchado el tiro de tres caballos.

—No te bajes del carro ni arrojes las lanzas.

Comprendí su temor: me delataría si luchaba de verdad.

—Estaré bien —le dije, y le di la espalda para acomodarme dentro del carro, donde fijé los pies y deposité las lanzas.

A mis espaldas, él arengó a los mirmidones y agitó una mano con la que señaló detrás de él, donde humeaban las cubiertas de las naves, que lanzaban al cielo vaharadas de humo negro que revoloteaban hacia lo alto y debajo de cuyos cascos había una refriega de cuerpos enzarzados en una lucha enconada.

—Traédmelo de vuelta —les dijo.

Los hombres asintieron y golpearon los escudos con la lanza en señal de aprobación. Automedonte se subió a mi lado y se hizo cargo de las riendas. Todos sabíamos por qué debía ir en carro: si bajaba corriendo por la playa nadie se dejaría engañar y confundiría mis andares con los de Aquiles.

Los caballos relincharon y resoplaron al sentir al auriga detrás de ellos. Un pequeño tirón me hizo trastabillar, haciendo resonar mis lanzas al golpetearse entre ellas.

—Lleva una en cada mano —me aconsejó—. Te será más fácil.

Todos aguardaron a que yo, con suma torpeza, empuñara una lanza con la mano izquierda y ladeara un poco el casco mientras lo hacía. Luego, alcé una mano para fijarlo mejor.

—Estaré bien —dije tanto para él como para mí.

—¿Listo? —me preguntó Automedonte.

Miré por última vez a Aquiles, que permanecía junto al carro con aspecto triste. Le alargué la mano y él la cogió.

—Ve con cuidado —me instó.

—Lo haré.

Había mucho más por decir, mas, por una vez, no lo dijimos. Habría otras ocasiones para hablar, por la noche, y al día siguiente, y todos los días venideros. Me soltó la mano.

Me volví hacia el auriga y le dije:

—Estoy listo.

El carro empezó a avanzar. Automedonte lo condujo hacia la zona de arena apelmazada, donde rompían las olas. Nada más llegar a ella lo noté, pues las ruedas rodaron con más facilidad y cesaron las sacudidas. Enfilamos hacia los barcos, cobrando velocidad poco a poco. Me percaté de que el viento agitaba la cimera de mi casco y supe que sus crines de caballo se alborotaban detrás de mí. Alcé las lanzas.

Automedonte iba acuclillado a fin de que lo primero en verse fuera mi figura. Las ruedas hacían saltar la arena al pasar y detrás de nosotros acudían los mirmidones entre tintineos metálicos. Mi respiración enseguida se convirtió en un jadeo y aferré las astas de la lanza con tal fuerza que empezaron a dolerme los dedos. Pasamos a toda velocidad por delante de las tiendas vacías de Idomeneo y Diomedes, situadas junto a la curva de la playa. Y por fin nos acercamos a los primeros grupos de hombres. Veía borrosos sus rostros, pero escuchaba los gritos de reconocimiento y repentina alegría.

—¡Aquiles, es Aquiles!

Experimenté una intensa sensación de alivio. «Está funcionando».

A doscientos pasos de mí, cada vez más cerca, estaban las naves y los ejércitos; los combatientes se volvieron hacia nosotros al oír el estrépito de nuestras ruedas y las pisadas acompasadas de los mirmidones contra la arena. Respiré hondo y me cuadré de hombros dentro de mi armadura, bueno, la suya. Entonces, eché la cabeza hacia atrás levemente, alcé la lanza, apoyé los pies contra los costados del carro, oré para que las ruedas no pisaran ningún abultamiento que me derribara y grité, solté un alarido salvaje y febril que me sacudió todo el cuerpo. Un millar de guerreros, entre griegos y troyanos, se volvieron hacia mí con rostros llenos de júbilo o paralizados por la sorpresa. Hubo un choque y nos encontramos entre los combatientes.

Volví a proferir su nombre a grito pelado y escuché la respuesta de los griegos, un gruñido animal de esperanza. Los troyanos empezaron a apartarse a mi paso, caían de espaldas, presas de un terror gratificante. Enseñé los dientes en señal de triunfo, la sangre corría desbocada por mis venas, impulsada por la intensidad de mi gozo cuando les vi correr. Pero nuestros enemigos eran valientes y no todos se retiraron. Alcé el brazo, empuñando la lanza con gesto amenazante.

Tal vez fuera obra de la armadura, que ya estaba moldeada, quizá fueran los años que me había pasado observándole, pero lo cierto es que mi hombro ya no se vio afectado por el tembleque ni el torpor de antaño. Lograba un equilibrio perfecto, más alto, más fuerte. Y luego, antes de que fuera capaz de pensarlo siquiera, efectué un lanzamiento. El arma describió una trayectoria en espiral antes de clavarse en el pecho de un troyano y la antorcha que había sostenido junto al barco de Idomeneo cayó sobre la arena, donde ardió con luz parpadeante mientras el enemigo se desplomaba hacia atrás. No pude ver si sangraba o si se había partido el cráneo y por la abertura se le veían los sesos. «Muerto», me dije.

Automedonte abrió unos ojos como platos y movió los labios. «Aquiles no quiere que luches», supuse que me estaba diciendo, pero ya tenía otra lanza en la mano, como si se hubiera levantado sola. «Puedo hacerlo», pensé. Los caballos cambiaron de dirección otra vez y los hombres se apartaron de nuestro camino. Sentí de nuevo esa sensación de puro equilibrio donde el mundo se había detenido y todo estaba a la espera. Atisbé por el rabillo del ojo a un troyano y le arrojé la lanza, noté el golpe de la madera contra el pulgar. El adversario cayó con el muslo atravesado por un golpe que le había roto el hueso, estaba seguro. Dos. A mi alrededor todos los guerreros coreaban el nombre de Aquiles.

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