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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (40 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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Aferré a Automedonte por el hombro y le dije:

—Otra lanza.

El auriga vaciló un momento antes de tironear las riendas con el fin de aminorar la velocidad de modo que pudiera inclinarme sobre uno de los lados del carro traqueteante y apuntar a un cuerpo. El astil de la lanza pareció salir solo de mis dedos. Ya estaba buscando otro blanco cuando efectué el lanzamiento.

Los griegos empezaron a acometer. Menelao mató a un hombre situado a mi lado, y uno de los hijos de Néstor golpeó la lanza contra mi carro, como si buscara algo de suerte antes de hundirla en la cabeza de un príncipe troyano. El enemigo retrocedió a la desesperada en busca de sus carros. Héctor corría entre ellos, pidiendo orden a gritos. Llegó hasta su biga y comenzó a guiar a los hombres hacia la puerta y luego por encima del estrecho paso que permitía salvar la trinchera, y después los llevó hacia la planicie que se extendía a lo lejos.

—¡Ve tras ellos!

El rostro de Automedonte se llenó de reticencia, pero al final obedeció y maniobró para perseguirlos. Mientras, fui recogiendo lanzas clavadas en los cadáveres —arrastraba los cuerpos durante un trecho hasta ser capaz de liberar las puntas— y acosé a los carros troyanos, ahora apelotonados en el acceso. Vi a los aurigas volver la vista atrás con miedo y frenesí para mirar a Aquiles, resurgido cual ave fénix del aislamiento de su ira.

No todos los caballos eran tan ágiles como los de Héctor y muchos, aterrados, resbalaron al cruzar el paso, acabaron tropezando y cayeron a la trinchera, de donde huyeron desbocados, obligando a huir a pie a los aurigas. Nosotros seguimos adelante. Los caballos divinos de Aquiles emprendieron el galope y volaron, era como si caminaran sobre las palmas del aire. Pude haberme detenido entonces, cuando los troyanos huían en desbandada de regreso a su ciudad, pero detrás de mí se había montado una fila de guerreros griegos coreando mi nombre, su nombre. No me detuve.

Indiqué una dirección y Automedonte fustigó a los caballos para que describieran un arco. Adelantamos a los troyanos en fuga y nos volvimos para encontrarnos con ellos de frente. Apunté y arrojé lanzas una tras otra, rasgando cuellos, abriendo vientres, partiendo corazones y pulmones. Era implacable, infatigable, capaz de evitar las protecciones de cuero y bronce para penetrar en la carne, que vertía sangre como un pellejo de vino abierto por una raja. Conocía muy bien la fragilidad del cuerpo humano gracias al tiempo pasado en el pabellón blanco. Era demasiado fácil.

De la masa rodante de carros salió uno disparado; lo guiaba un auriga descomunal cuya melena flotaba a su espalda mientras fustigaba a los caballos hasta hacerles soltar espuma por la boca. Fijó en mí sus ojos oscuros y frunció la boca con rabia. La armadura le encajaba como anillo al dedo. Se trataba de Sarpedón.

Levantó el brazo de la lanza y apuntó a mi corazón. Automedonte voceó algo y se afanó en las riendas. Noté un soplo de viento por encima del hombro y poco después la punta del proyectil se hundió en el suelo detrás de mí.

El licio gritó, maldijo o me desafió, no lo sabía. Alcé mi lanza como en trance. Era el matador de tantos y tantos griegos. Eran sus manos las que habían abierto la brecha en la empalizada.

—¡No! —gritó Automedonte.

El auriga me agarró el brazo con una mano mientras con la otra fustigaba a los caballos para que abandonaran el campo de batalla. Sarpedón hizo girar el carro, desviándolo, lo cual me indujo a pensar que se había rendido. Pero entonces volvió a virar y enarboló en alto el arma.

Entonces, el mundo estalló. Los caballos relincharon y el carro dio una sacudida en el aire que me arrojó sobre la hierba. Me di un fuerte golpe contra el suelo. El casco se venció hacia delante, tapándome los ojos, pero enseguida lo enderecé y pude ver a nuestros caballos entrelazados entre sí. Uno había caído, traspasado por una lanza. No vi a Automedonte.

Sarpedón se me echaba encima desde bastante lejos. Conducía su carro implacablemente hacia mí. No había tiempo de huir, así que me puse en pie para hacerle frente. Alcé la lanza. La apretaba tan fuerte como si estuviera estrangulando a una serpiente. Imaginé la conducta de Aquiles, fijé los pies en el suelo y tensé los músculos de la espalda. Aquiles habría visto un espacio en aquella armadura impenetrable, y si no lo había, lo habría inventado, pero yo no era él. Yo vi algo muy distinto, mi única oportunidad. Efectué el lanzamiento cuando los tuve casi encima.

El arma impactó en el vientre, donde la coraza era gruesa, pero el suelo estaba muy desnivelado y yo la había arrojado con todas mis fuerzas. La lanza no le atravesó, pero le obligó a dar un paso atrás, uno nada más. Bastó. Su enorme peso escoró el carro y el licio se cayó. Los caballos pasaron junto a mí a toda velocidad y le dejaron detrás, inmóvil sobre el terreno. Eché mano a la espada, aterrado de que pudiera levantarse y me matara, pero entonces vi el ángulo imposible de su cuello roto.

Había matado a un hijo de Zeus, pero eso no bastaba. Debían pensar que era obra de Aquiles. El polvo ya había cubierto los largos cabellos del caudillo licio como el polen del vientre de una abeja. Recuperé mi lanza y se la hundí con fuerza en el pecho, de donde brotó sangre, aunque débilmente. No tenía fuerzas para empujarla más, así que tiré del arma para retirarla, salió lentamente, como si arrancara un bulbo de la tierra cuarteada. Obré así para que todos pensaran que aquella victoria era mérito del príncipe de Ftía.

Oí los gritos de los hombres que venían en tropel hacia mí, tanto en carro como a pie. Eran licios que acudían rabiosos al ver la sangre de su rey en mi lanza. Automedonte me cogió por la espalda y me arrastró hacia el carro. Había cortado las correas del caballo muerto y había enderezado las ruedas. Acudía con la respiración entrecortada y estaba pálido a causa del pánico.

—Debemos irnos.

Automedonte puso en cabeza al corcel más impaciente y cruzamos el campo de batalla, huyendo de los perseguidores licios. Me invadía un extraño sabor a metal. Ni siquiera me daba cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Me zumbaba la cabeza, donde una fiereza sanguinaria florecía como la sangre sobre el pecho de Sarpedón.

En nuestra fuga, el auriga nos había llevado cerca de la gran urbe, cuyas murallas se irguieron imponentes ante mí. Se suponía que los mismos dioses habían puesto aquellos sillares cortados, y también las enormes puertas de viejo bronce renegrido. Aquiles me había advertido sobre los arqueros apostados en las torres, pero la carga y la huida en desbandada habían tenido lugar tan deprisa que ninguno había tenido tiempo de regresar aún. La urbe se hallaba completamente desguarnecida. Un niño podría apoderarse de ella.

La idea de la destrucción de Troya me traspasó con inmenso placer. Se merecían perder la ciudad. Todo eso era culpa suya. Habíamos perdido diez años y muchos hombres ante esos muros, y Aquiles iba a morir por ellos. «Se acabó».

Bajé del carro de un salto y corrí hacia los muros. Mis dedos encontraron leves oquedades en la piedra, como las cuencas vacías de un ciego. «Trepa». Mis pies buscaron desportilladuras ínfimas en las rocas talladas por los dioses.

Mis movimientos carecían de gracia, pero no dejé de escalar y metía los dedos entre la piedra antes de auparme. Continué trepando. Yo abriría una brecha en la ciudad inexpugnable y capturaría a Helena, la preciada joya del interior. Ya me imaginaba sacándola a rastras debajo del brazo y dejándola caer a los pies de Menelao. Todo habría acabado. Ningún hombre más debería morir por la vanidad de Helena.

—Patroclo —me llamó una voz musical desde lo alto.

Alcé la vista y vi a un hombre acodado en las murallas, como si estuviera tomando el sol. Una melena negra le caía sobre los hombros. Llevaba sobre la espalda un arco y un carcaj con flechas. Mis pies resbalaron un poco y unos guijarros se desprendieron de la roca. El hombre era de una hermosura arrebatadora, tenía la tez suavísima y unos rasgos elegantes que relucían con un fulgor más que humano. Y tenía ojos negros.

—Apolo.

Esbozó una sonrisa, como si todo cuanto quisiera fuera eso, que le reconociera. Entonces alargó un brazo capaz de abarcar la distancia imposible entre mi cuerpo colgante y sus pies. Al cerrar los ojos solo fui capaz de sentir cómo un dedo me enganchaba por la parte posterior de la armadura, tiraba hasta alejarme de mi asidero en la pared y me arrojaba hacia abajo.

Caí pesadamente entre el tintineo de mi armadura. El impacto me nubló un poco la mente, o tal vez fue cosa de la frustración, al verme de repente en el suelo. Pensaba que estaba trepando. Y ahí estaba la muralla, obstinada en no dejarse escalar. Apreté los dientes y empecé de nuevo. No iba a dejar que el muro me desafiara. La idea de salir con la cautiva Helena en los brazos me había sumido en un delirio enfebrecido. Las piedras eran como aguas oscuras que fluían sin cesar sobre algo que yo había dejado caer al río y ahora deseaba recuperar. Me olvidé del dios y de la causa de mi caída, y también de por qué metía los pies en las mismas grietas por las que había trepado. Se me ocurrió la idea demencial de que tal vez no hacía otra cosa en la vida: subir murallas y caer de ellas. Y esta vez, cuando alcé la vista de nuevo, el dios ya no sonreía. Hurgó en la tela, me sostuvo entre los dedos, haciéndome oscilar. Entonces me dejó caer.

Mi cabeza golpeó de nuevo contra el suelo, pero esta vez me quedé aturdido y sin aliento. A mi alrededor se congregaron una sucesión de rostros borrosos. ¿Acudían en mi ayuda? Fue entonces cuando noté una fría corriente de aire bañándome la frente empapada en sudor y la libertad de los cabellos, sueltos por fin. «Mi casco». Lo vi a mi lado, bocarriba, como la concha de un caracol. La coraza también me colgaba suelta, el dios había desanudado todas las correas que Aquiles había apretado. Las piezas rajadas de mi armadura iban cayendo dispersas sobre el suelo.

Los gritos airados y roncos de los troyanos rompieron el silencio y la inmovilidad. Empecé a razonar de nuevo: estaba solo y desarmado, y ahora sabían que solo era Patroclo.

«Huye».

Me incorporé. Una lanza pasó volando, solo un latido más lenta de la cuenta. Me rozó la pantorrilla, donde me dibujó una línea roja. Me zafé de una mano extendida que me golpeó en el pecho. El pánico me cubría los ojos con un velo, pero, aun así, vi a un hombre apuntar una lanza hacia mi rostro. No supe cómo, pero fui lo bastante raudo como para evitarla: el arma pasó junto a mí, rozando mis cabellos como el aliento de un amante. Una lanza se dirigió hacia mis rodillas con el fin de hacerme caer. La evité de un salto, sorprendido de seguir aún con vida. Jamás había sido tan rápido.

Me dieron una lanzada por detrás, esa no la vi. La punta me atravesó la piel dos veces: una al entrarme por la espalda y otra al asomar por debajo de las costillas. Di un traspié, empujado por la fuerza del golpe, la sorpresa de un dolor desgarrador y el lacerante entumecimiento del vientre. Noté el tirón cuando retiraron el arma de mi cuerpo. La sangre manó caliente sobre mi piel helada. Creo que grité.

Los rostros del enemigo se desdibujaron y me desplomé. La sangre me corría por los dedos y también sobre la hierba. El gentío se dispersó y vi a un hombre caminar hacia mí. Parecía venir desde muy lejos y descender, como si yo estuviera en el fondo de un barranco. Le identifiqué. Era fácil con esas caderas salientes como la cornisa de un templo y el ceño de su rostro severo. No miró ni una sola vez a los hombres situados a su alrededor. Caminaba como si no hubiera nadie más en el campo de batalla. Venía a matarme. «Es Héctor».

Respiré entre jadeos entrecortados que sonaban como heridas al abrirse. Los recuerdos resonaron en mi interior al igual que el pulso desbocado me martilleaba las sienes. «No puede matarme. No debe hacerlo. Aquiles acabará con él si lo hace, y él debe vivir siempre, no debe morir jamás, ni siquiera cuando sea viejo, ni siquiera cuando esté tan consumido que la piel se le deslice por los huesos como el arroyo sobre las piedras del fondo». Héctor debía vivir, porque su vida, pensé mientras retrocedía a gatas sobre la hierba, era el hito final antes de que corriera la sangre del mismísimo Aquiles.

Me volví a los hombres que me rodearon con desesperación y me aferré a sus rodillas.

—Por favor, por favor —supliqué con voz ronca.

Pero ni me miraron, solo tenían ojos para su príncipe, el hijo mayor de Príamo, y sus andares inexorables mientras se aproximaba hacia mí. Volví bruscamente la cabeza: ahora estaba muy cerca y venía con la lanza en alto. Solo escuché el resollar de mis pulmones fatigados, el aire que bombeaban en mi pecho y luego salía de él. Héctor levantó la lanza sobre mí, se contorsionó como hacían los lanzadores para que los músculos de la espalda imprimieran fuerza al movimiento, y luego la arrojó hacia abajo, hacia mí, y cayó como un brillo de plata derramada.

«No». Mis manos revolotearon en el aire como aves sobresaltadas en un intento de frenar la implacable progresión de la lanza hacia mi vientre, pero yo era débil como un bebé ante la fuerza de Héctor, y las palmas cedieron, soltando un surtidor de cintas rojas. Aferré inútilmente el asta de madera cuando la punta atravesó mi última defensa, una piel fina como el papel que cedió como un susurro. La punta de la lanza me sumergió en un fuego doloroso tan grande que dejé de respirar mientras una quemazón agónica me consumía todo el estómago. Mi cabeza cayó hacia atrás y se golpeó en el suelo. Mi última imagen fue la de Héctor inclinándose sobre mí y retorciendo la lanza en mis tripas como si estuviera removiendo una olla. «Aquiles» fue mi pensamiento postrero.

Trentaiuno

A
quiles está de pie en lo alto de la colina, observando el movimiento de las oscuras figuras de la batalla que tiene lugar en la planicie de Troya. No es capaz de distinguir rostros ni formas individuales. La carga hacia la ciudad se asemeja a la marea; el centelleo de las espadas y armaduras parece el de las escamas de los peces bajo el sol. Los griegos han rechazado a los troyanos, tal y como vaticinó Patroclo. Pronto regresará, Agamenón cederá y ellos volverán a ser felices.

Pero no logra sentirlo así en su interior, donde hay un embotamiento. El torturado campo de batalla es como el rostro de la Gorgona, poco a poco le vuelve de piedra. Las formas serpenteantes se retuercen más y más ante él, congregándose en un punto oscuro en la base de Troya. Ha caído un rey, o un príncipe, y se están disputando el cuerpo. ¿El de quién? Se escuda los ojos con la mano, pero no logra ver nada más. Seguro que Patroclo puede decírselo.

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