La caída de los gigantes (40 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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El humor de Walter se agrió cuando ella le explicó que su padre había tratado de convencerla para que rompiese su compromiso con él. Si hubiese visto a su padre la noche que volvió a Londres, habrían tenido una bronca monumental, pero Otto se había ido a Viena, y Walter había tenido que tragarse toda su rabia. No había vuelto a ver a su padre desde entonces.

Había estado de acuerdo con la sugerencia de Maud de que mantuviesen su compromiso en secreto hasta que terminase la crisis de los Balcanes, que aún seguía abierta, aunque las aguas empezaban a volver a su cauce. Habían pasado casi cuatro semanas desde el atentado en Sarajevo, pero el emperador austríaco no había enviado aún a los serbios la nota cuyo contenido llevaba meditando tanto tiempo. El retraso le permitió a Walter albergar la esperanza de que los ánimos se hubiesen templado y la sensatez y la moderación hubiesen prevalecido en Viena.

Sentado ante el piano de media cola del sobrio salón de su piso de soltero en Piccadilly, meditó sobre las muchas alternativas a la guerra a las que podían recurrir los austríacos como medio para castigar a los serbios y restituir su orgullo herido. Por ejemplo, podían obligar al gobierno serbio a cerrar los periódicos antiaustríacos y purgar a los nacionalistas del ejército serbio y la administración pública. Los serbios podían claudicar ante aquellas exigencias, sería algo humillante para ellos, pero mejor que una guerra que no podían ganar.

Luego, los líderes de las grandes potencias europeas se tranquilizarían y se concentrarían en sus problemas nacionales. Los rusos podrían sofocar su huelga general, los ingleses podrían apaciguar a los rebeldes protestantes irlandeses y los franceses podrían disfrutar del juicio por asesinato a madame Caillaux, que le había pegado un tiro al director de
Le Figaro
por haber publicado las cartas de amor de su marido.

Y Walter podría casarse con Maud.

Aquella era entonces su máxima preocupación, y cuanto más pensaba en las dificultades, más decidido estaba a superarlas. Tras haber pasado unos días contemplando la triste perspectiva de una vida sin ella, se había reafirmado aún más en su propósito de casarse con la joven, fuera cual fuese el precio que ambos tuvieran que pagar. Mientras seguía con atención la partida diplomática que se estaba librando en el tablero de Europa, analizaba todos y cada uno de los movimientos para evaluar las posibles repercusiones que podían tener sobre él y Maud, primero, y solo en segundo término, sobre Alemania y el mundo.

Iba a verla esa noche, en la cena del baile de la duquesa de Sussex. Iba vestido con frac, pues ya era la hora de salir. Sin embargo, cuando cerró la tapa del piano, sonó el timbre de la puerta, y su sirviente anunció al conde Robert von Ulrich.

Robert tenía el gesto hosco y taciturno, una expresión muy habitual en él. Su primo ya era un muchacho atormentado e infeliz cuando ambos estudiaban en Viena. Sus sentimientos se veían irresistiblemente atraídos hacia un grupo que, por la educación recibida, se suponía que debía condenar. Entonces, cada vez que regresaba a casa después de una velada con hombres iguales que él, siempre lucía esa misma expresión en la cara, de culpa pero desafiante. Con el tiempo, había descubierto que la homosexualidad, como el adulterio, estaba oficialmente castigada pero, al menos en los círculos más sofisticados, se toleraba extraoficialmente, y al final se había resignado a la idea de ser como era. Sin embargo, ese día estaba huraño por otras razones.

—Acabo de ver el texto de la nota del emperador —dijo Robert de inmediato.

A Walter se le aceleró el corazón, lleno de esperanza. Aquella podía ser la solución pacífica que había estado esperando.

—¿Y qué dice?

Robert le dio un trozo de papel.

—He copiado la parte principal.

—¿Se la han entregado ya al gobierno serbio?

—Sí, a las seis en punto, hora de Belgrado.

Había diez exigencias. Walter comprobó aliviado que las primeras de ellas seguían las pautas que él mismo ya había vaticinado: Serbia tenía que suprimir los periódicos liberales, desmantelar la organización secreta conocida como Mano Negra y tomar medidas contundentes contra la propaganda nacionalista. Tal vez los moderados de Viena habían ganado la batalla, después de todo, pensó, agradecido.

El cuarto punto parecía razonable al principio —los austríacos exigían una purga de nacionalistas en el cuerpo de funcionarios públicos serbios—, pero era una propuesta envenenada: serían los propios austríacos quienes proporcionarían los nombres.

—Eso parece un poco excesivo —señaló Walter con angustia—. El gobierno serbio no puede echar a quienes les dicten los austríacos.

Robert se encogió de hombros.

—Pues tendrán que hacerlo.

—Supongo que sí. —Por el bien de un final pacífico a la crisis, Walter esperaba que lo hiciesen.

Sin embargo, lo peor estaba por llegar.

El punto cinco exigía que Austria ayudase al gobierno serbio a aplastar la subversión, y el punto número seis —leyó Walter con consternación— insistía en que las autoridades austríacas tomasen parte en la investigación judicial que Serbia iba a llevar a cabo sobre el asesinato.

—¡Pero los serbios no lo aceptarán jamás! —protestó Walter—. Eso equivaldría a renunciar a su soberanía.

El rostro de Robert se ensombreció más aún.

—No opino lo mismo —repuso malhumoradamente.

—Ningún país del mundo aceptaría semejante condición.

—Pues Serbia tendrá que hacerlo. O será destruida.

—¿En una guerra?

—Si es necesario.

—¡Que implicaría a toda Europa!

Robert blandió un dedo amenazador.

—No si los demás gobiernos actúan con sensatez.

«A diferencia del tuyo», pensó Walter, pero se abstuvo de expresarlo en voz alta. Los puntos restantes estaban formulados de forma muy arrogante, pero a buen seguro los serbios podían vivir con aquello: detención de los conspiradores, prohibición de introducir armas en territorio austríaco y medidas contundentes contra todos aquellos funcionarios serbios que hiciesen declaraciones públicas en contra de Austria.

Sin embargo, había un plazo de cuarenta y ocho horas para responder.

—Dios santo, esto es muy duro… —dijo Walter.

—Es lo que cabe esperar para todos aquellos que desafían al emperador austríaco.

—Lo sé, lo sé, pero ni siquiera les ha dado tiempo para salvar la cara.

—¿Y por qué iba a hacerlo?

Walter no disimuló más su exasperación.

—Por el amor de Dios, ¿es que acaso quiere la guerra?

—La familia del emperador, la dinastía de los Habsburgo, ha extendido sus dominios sobre gran parte de Europa durante siglos. El emperador Francisco José sabe que es la voluntad de Dios que gobierne a los pueblos eslavos inferiores. Es su destino por voluntad divina.

—Que Dios nos libre de los hombres con un destino dictado por la voluntad divina —masculló Walter—. ¿Ha visto esto mi embajada?

—Lo verán de un momento a otro.

Walter se preguntó cómo reaccionarían los demás. ¿Lo aceptarían sin más, tal como había hecho Robert, o se indignarían como Walter? ¿Habría un clamor internacional de protesta o solo una reacción diplomática de indiferencia e impotencia? Lo averiguaría esa misma noche. Consultó el reloj de la repisa de la chimenea.

—Llego tarde a la cena. ¿Vas a asistir al baile de la duquesa de Sussex, después?

—Sí. Nos vemos allí.

Salieron del edificio y se separaron al llegar a Piccadilly. Walter siguió en dirección a casa de Fitz, donde iba a cenar. Se había quedado sin aliento, como si acabasen de derribarlo al suelo de un puñetazo. La guerra que tanto temía estaba cada vez más peligrosamente cerca.

Llegó justo a tiempo para saludar con una reverencia a la princesa Bea —que lucía un vestido color malva festoneado con lazos de seda—, y para estrechar la mano de Fitz —extremadamente apuesto con un cuello de camisa de frac y una pajarita blanca—, en el momento preciso en que anunciaban la cena. Se alegró al ver que le asignaban acompañar a Maud al interior del comedor. La joven llevaba un vestido rojo oscuro de alguna tela muy suave que se ceñía a su cuerpo de un modo que a Walter le resultaba irresistible. Cuando le retiraba la silla para que se sentase, le dijo:

—Qué vestido tan bonito…

—Paul Poiret —dijo ella, nombrando a un
couturier
tan famoso que hasta Walter había oído hablar de él. Bajó un poco más la voz—. Pensé que te gustaría.

El comentario no era de una intimidad exagerada, pero le provocó, pese a todo, un estremecimiento en todo el cuerpo, seguido de una punzada de temor ante la posibilidad de perder a aquella extraordinaria mujer.

La casa de Fitz no era exactamente un palacio. Su alargado salón comedor, en la esquina de la calle, daba a dos vías muy transitadas. Las arañas de cristal eléctricas estaban encendidas pese a la luminosa tarde de verano que imperaba en el exterior, y los reflejos de las luces brillaban en las copas de cristal y la cubertería de plata, colocada en el sitio de cada comensal. Al mirar a su alrededor en la mesa a las otras mujeres presentes, Walter se asombró de nuevo ante la indecente cantidad de busto que enseñaban las inglesas de clase alta en las cenas de etiqueta.

Pero semejantes observaciones eran más propias de un adolescente, mientras que a él ya le había llegado la hora de casarse.

En cuanto se sentó, Maud se descalzó y desplazó la punta del pie, enfundada en el sedoso tejido de las medias, por la pernera del pantalón de él, en sentido ascendente. Walter le respondió con una sonrisa, pero ella vio de inmediato que su cabeza estaba en otra parte.

—¿Qué pasa? —le dijo.

—¿Podrías dar pie a una conversación sobre el ultimátum de Austria? —le pidió él con un murmullo—. Di que has oído que ya lo han entregado.

Maud se dirigió a Fitz, que presidía la mesa.

—Tengo entendido que el emperador austríaco ya ha enviado al fin su nota a Belgrado —anunció—. ¿Tú has oído algo de eso, Fitz?

Fitz soltó la cuchara de la sopa.

—Lo mismo que tú, pero nadie sabe lo que dice la nota.

—Creo que se trata de una nota muy dura —terció Walter—. Los austríacos insisten en tomar parte activa en el proceso judicial serbio.

—¡Tomar parte activa! —exclamó Fitz—. Pero si el presidente serbio accediese a una cosa así… ¡tendría que dimitir!

Walter asintió con la cabeza. Fitz preveía las mismas consecuencias que él.

—Es casi como si los austríacos quisiesen la guerra. —Estaba a punto de hablar con deslealtad acerca de uno de los aliados de Alemania, pero también estaba lo suficientemente nervioso para que le trajera sin cuidado. Vio que Maud lo miraba. Estaba pálida y muy callada; ella también había comprendido de inmediato la magnitud de aquella amenaza.

—Por supuesto, uno no puede por menos de comprender la postura de Francisco José —dijo Fitz—. La subversión nacionalista puede desestabilizar un imperio si no se ataca con mano dura. —Walter supuso que estaba pensando en los defensores del independentismo irlandés y en los bóers sudafricanos, y en la amenaza que representaban para el Imperio británico—. Pero no hace falta matar moscas a cañonazos —sostuvo el conde.

Los sirvientes retiraron los platos de sopa y ofrecieron un vino distinto. Walter no probó su copa. Iba a ser una velada muy larga, y necesitaba tener la cabeza despejada.

—Hoy he visto por casualidad al primer ministro Asquith —dijo Maud, con toda naturalidad—. Ha dicho que podríamos estar ante un auténtico apocalipsis. —Parecía asustada—. En ese momento no me lo he tomado muy en serio… pero ahora veo que podría llevar razón.

—Eso es justo lo que todos tememos —dijo Fitz.

Como siempre, Walter se quedó impresionado con la clase de contactos de Maud, pues se relacionaba como si tal cosa con los hombres más poderosos de Londres. Walter recordó que, cuando era una cría de once o doce años, y su padre era ministro del gobierno conservador, interrogaba con aire solemne a sus colegas de gabinete cada vez que estos visitaban Ty Gwyn, y ya entonces, aquellos hombres de semejante estatura política escuchaban atentamente a la niña y respondían a todas sus preguntas haciendo gala de una enorme paciencia.

—Por el lado positivo —siguió diciendo Maud—, si estalla una guerra, Asquith cree que Gran Bretaña no tiene por qué implicarse.

Walter sintió que se le aceleraba el corazón: si Gran Bretaña permanecía ajena a la contienda, la guerra no tenía por qué separarlo de Maud.

Sin embargo, Fitz no parecía tan contento.

—¿De veras? —exclamó—. Aunque… —Miró a Walter—. Perdóname, Von Ulrich… ¿aunque Francia fuese invadida por Alemania?

—Asquith dice que seremos espectadores —contestó Maud.

—Tal como yo me temía —repuso Fitz con pomposidad—, el gobierno no entiende el equilibrio de poder en Europa.

Como conservador, el conde desconfiaba del gobierno liberal, y personalmente, detestaba a Asquith, quien había mermado el poder de decisión de la Cámara de los Lores, pero, lo que era más importante, no estaba del todo horrorizado ante la perspectiva de entrar en guerra. En cierto modo, puede que hasta acariciase la idea, al igual que Otto, pensó Walter. Y desde luego, seguro que la guerra le parecía sin duda preferible a cualquier posible debilitamiento del poder de Gran Bretaña.

—¿Estás seguro, mi querido Fitz —preguntó Walter—, de que una victoria alemana sobre Francia descompensaría el equilibrio de poder? —Aquella línea de argumentación era bastante delicada para una cena distendida, pero el asunto era demasiado importante para esconderlo bajo la costosa alfombra de Fitz.

—Con el debido respeto por tu honorable país y por Su Majestad el káiser Guillermo, me temo que Gran Bretaña no podría tolerar que Alemania asumiese el control sobre Francia.

Ese era precisamente el problema, pensó Walter, haciendo un gran esfuerzo por disimular la ira y la frustración que le provocaban aquellas palabras insustanciales. Un ataque de Alemania sobre la aliada de Rusia, Francia, sería en realidad una maniobra defensiva, pero los ingleses hablaban como si Alemania pretendiese hacerse con el dominio de toda Europa. Con una sonrisa forzada, dijo:

—Derrotamos a Francia hace cuarenta y tres años en el conflicto que vosotros llamáis la guerra franco-prusiana. Gran Bretaña ya fue una mera espectadora en aquel entonces, y nuestra victoria no supuso para vosotros ningún motivo de sufrimiento.

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