La caída de los gigantes (37 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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A Fitz le costaba mucho no aceptar una disculpa. No se había aplacado, pero de todas formas se volvió de nuevo hacia Jones y le habló con educación.

—Está bien, pero seguiré dándoles el almuerzo a los niños.

—Verá, milord, un minero del carbón puede ser testarudo él solo y pasar una barbaridad de apuros por culpa de su estúpido orgullo; pero lo que le parte, al final, es ver pasar hambre a sus hijos.

—De todas formas siguen explotando la mina.

—Con mano de obra extranjera de tercera. La mayoría de los hombres no son mineros cualificados, y el rendimiento es muy bajo. Sobre todo los estamos usando para conservar los túneles y mantener con vida a los caballos. No estamos sacando mucho carbón.

—Por más que lo intento, no logro comprender por qué desahució usted a esas desdichadas viudas de sus casas. Solo eran ocho, al fin y al cabo, y acababan de perder a sus maridos en la maldita mina.

—Es un principio peligroso. La casa va con el minero. Si no nos atenemos a eso, acabaremos siendo dueños de un arrabal de miseria y nada más.

«Pues quizá no debieran construir tan miserablemente esos arrabales», pensó Fitz, pero se mordió la lengua. No quería prolongar la conversación con ese pequeño tirano presuntuoso. Consultó su reloj. Eran las doce y media: hora de su copita de jerez.

—No hay nada que hacer, Jones —dijo—. Yo no libraré sus batallas por usted. Que tenga un buen día. —Se alejó caminando hacia la casa con paso enérgico.

Jones era la menor de sus preocupaciones. ¿Qué iba a hacer con Ethel? Tenía que asegurarse de que Bea no se alterara. Aparte del peligro que suponía para el nonato, Fitz tenía la sensación de que ese embarazo podía representar un nuevo comienzo para su matrimonio. El niño podría unirlos más y recuperar el ambiente cálido e íntimo en el que habían vivido al principio de estar juntos. Sin embargo, esa esperanza se desvanecería si Bea llegaba a saber que él se había estado divirtiendo con el ama de llaves. Se pondría hecha una furia.

Le sentó bien la temperatura fresca del vestíbulo, con sus suelos enlosados y su techo de viguería de madera vista. Fue su padre quien eligió la decoración feudal. El único libro que leyó jamás el hombre, aparte de la Biblia, fue la
Historia de la decadencia y caída del Imperio romano
, de Gibbon, y siempre estuvo convencido de que el Imperio británico, aún mayor, seguiría ese mismo camino a menos que los nobles lucharan por preservar sus instituciones, en especial la Royal Navy, la Iglesia de Inglaterra y el Partido Conservador.

Y tenía razón, a Fitz no le cabía duda.

Una copa de jerez seco era justo lo que le apetecía antes de comer. Lo animaba y le abría a uno el apetito. Entró en la sala de estar con agradable impaciencia y se quedó horrorizado al ver allí a Ethel hablando con Bea. Se detuvo en el umbral y las miró con consternación. ¿Qué le estaba diciendo? ¿Había llegado demasiado tarde?

—¿Qué sucede aquí? —preguntó con aspereza.

Bea lo miró sorprendida y, con serenidad, comentó:

—Estoy hablando de almohadas con mi ama de llaves. ¿Esperabas algo más espectacular? —Su acento ruso marcó la
r
de «esperabas».

Durante unos instantes, Fitz no supo qué decir. Se dio cuenta de que estaba mirando a su mujer y a su amante. Le resultaba inquietante pensar en la intimidad de la que había disfrutado con aquellas dos mujeres.

—No lo sé, no estoy seguro —masculló, y se sentó a su escritorio, dándoles la espalda.

Las dos mujeres siguieron con su conversación. Sí que versaba sobre almohadas: cuánto duraban, si las gastadas podían remendarse para uso del servicio, y si era mejor comprarlas bordadas o elegirlas sencillas y hacer que las doncellas se ocuparan de los bordados. Pero Fitz seguía conmocionado. Aquel pequeño cuadro vivo —señora y criada en calmada conversación— le recordaba lo terriblemente fácil que le resultaría a Ethel contarle a Bea toda la verdad. Aquello no podía seguir así. Tenía que tomar cartas en el asunto.

Sacó del cajón una hoja de papel de carta azul con su emblema, sumergió una pluma en el tintero y escribió: «Ven a verme después de la comida». Secó la nota y la metió en un sobre a juego.

Al cabo de un par de minutos, Bea acabó de hablar con Ethel. Cuando el ama de llaves ya se iba, Fitz habló sin volver la cabeza:

—Venga un momento, por favor, Williams.

Ella se acercó hasta él, que percibió la leve fragancia del jabón aromático; Ethel había admitido que se lo robaba a Bea. A pesar de su furia, Fitz era incómodamente consciente de la cercanía de sus esbeltos y fuertes muslos bajo la seda negra del uniforme de ama de llaves. Le entregó el sobre sin mirarla.

—Envíe a alguien a la clínica veterinaria de la ciudad para que compre un bote de estas píldoras para los perros. Son para la gripe canina.

—Muy bien, milord. —Y salió.

Fitz resolvería la situación en un par de horas.

Se sirvió su jerez. Le ofreció una copa a Bea, pero ella la rechazó. El vino le caldeó el estómago y le calmó los nervios. Se sentó junto a su mujer y ella le dedicó una afable sonrisa.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.

—Con náuseas por las mañanas —dijo ella—. Pero se pasa. Ahora estoy bien.

Fitz volvió a pensar enseguida en Ethel. Lo tenía entre la espada y la pared. No había dicho nada, pero la amenaza de contárselo todo a Bea estaba implícita. Era sorprendentemente astuto por su parte. Él se retorcía de impotencia. Le habría gustado poder zanjar la cuestión antes aun de esa misma tarde.

Comieron en el comedor pequeño, sentados a una mesa de roble de patas cuadradas que bien podía proceder de un monasterio medieval. Bea le dijo que había descubierto que en Aberowen vivían algunos rusos.

—Más de un centenar, por lo que me dice Nina.

Con cierto esfuerzo, Fitz apartó a Ethel de su pensamiento.

—Deben de contarse entre los esquiroles que ha traído Perceval Jones.

—Por lo visto los han condenado al ostracismo. No consiguen que los atiendan en las tiendas y los cafés.

—Debo hablar con el pastor Jenkins para que dé un sermón sobre el amor al prójimo, aunque el prójimo sea un esquirol.

—¿No puedes ordenarles a los tenderos que los atiendan y ya está?

Fitz sonrió.

—No, querida, en este país no.

—Bueno, lo siento por ellos y querría hacer algo por ayudarlos.

A Fitz le gustó la idea.

—Es un impulso muy gentil. ¿En qué habías pensado?

—Tengo entendido que hay una iglesia rusa ortodoxa en Cardiff. Haré venir a un sacerdote un domingo para que les oficie una misa.

Fitz frunció el entrecejo. Bea se había convertido a la Iglesia de Inglaterra cuando se casaron, pero sabía que añoraba la iglesia de su infancia, y lo veía como una señal de que no era feliz en su país de adopción. Sin embargo, no quería disgustarla.

—Muy bien —dijo.

—Después podríamos darles el almuerzo en la sala del servicio.

—Es una idea muy bonita, querida, pero podrían ser un gentío algo peligroso.

—Solo daremos de comer a los que asistan al oficio. Así excluiremos a los judíos y a los alborotadores más problemáticos.

—Qué inteligente. Desde luego, puede que la gente de la ciudad no se lo tome a bien.

—Pero eso no nos concierne ni a ti ni a mí.

Fitz asintió con la cabeza.

—Muy bien. Jones ha venido a quejarse de que, si doy de comer a los niños, estoy apoyando la huelga. Si tú te ocupas de los esquiroles, al menos nadie podrá decir que nos hayamos puesto de parte de ningún bando.

—Gracias —repuso Bea.

Fitz pensó que el embarazo ya había empezado a mejorar su relación.

Se tomó dos copas de vino blanco del Rin con la comida, pero el nerviosismo se apoderó de nuevo de él en cuanto salió del comedor y se dirigió a la Suite Gardenia. Ethel tenía el destino de Fitz en sus manos. Su naturaleza era dulce y emotiva, como la de todas las mujeres, pero a esa muchacha no se le podía ordenar que hiciera nada. No podía controlarla, y aquello lo asustaba.

Sin embargo, Ethel no estaba allí. Fitz consultó su reloj. Eran ya las dos y cuarto. Le había dicho «después de comer». Ethel debería haber sabido cuándo les habían servido el café y tendría que haber estado esperándolo. No le había especificado el lugar, pero estaba convencido de que ella lo deduciría.

Empezó a sentir aprensión.

Al cabo de cinco minutos, estuvo tentado de marcharse. A él nadie lo hacía esperar de esa manera, pero no quería dejar el asunto sin resolver ni un día más, ni siquiera una hora más, de modo que perseveró.

Ethel llegó a las dos y media.

—¿Qué estás intentando hacerme? —preguntó Fitz con enfado.

Ella no hizo caso de su pregunta.

—¿En qué demonios estabas pensando para obligarme a hablar con un abogado de Londres?

—Creía que así sería menos emotivo.

—No seas bobo, puñetas.

Fitz se quedó de piedra. Nadie le había hablado así desde que era un colegial. Ethel prosiguió:

—Voy a tener un hijo tuyo. ¿Cómo quieres que no sea emotiva?

Tenía razón, había sido un necio y sus palabras le dolieron, pero al mismo tiempo no podía evitar sentirse embargado por la musicalidad de su acento: la palabra «emotiva» tenía una nota diferente para cada una de sus sílabas, de modo que sonaba como una melodía.

—Lo siento —dijo—. Te pagaré el doble…

—No lo empeores más, Teddy —dijo ella, pero su tono fue más afable esta vez—. No regatees conmigo como si esto fuera cuestión de encontrar el precio justo.

Él la señaló con un dedo acusador.

—Ni se te ocurra hablar con mi mujer, ¿me oyes? ¡No lo toleraré!

—No me des órdenes, Teddy. No tengo ningún motivo para obedecerte.

—¿Cómo te atreves a hablarme así?

—Calla y escucha, y te lo diré.

Estaba furioso por el tono que había usado ella, pero recordó que no podía permitirse ponérsela en contra.

—Habla, entonces —dijo.

—Te has portado conmigo de una forma muy poco amable.

Fitz sabía que era cierto y sintió una punzada de culpabilidad. Se arrepentía de haberle hecho daño, pero intentó no demostrarlo.

Ethel siguió hablando:

—Todavía te quiero demasiado como para acabar con tu felicidad.

Fitz se sintió aún peor.

—No quiero hacerte daño —dijo ella. Tragó saliva y se volvió de espaldas, pero él ya había visto las lágrimas de sus ojos. Fitz quiso decir algo, pero ella levantó la mano para hacerle callar—. Me estás pidiendo que deje mi trabajo y mi hogar, así que debes ayudarme a empezar una nueva vida.

—Por supuesto —dijo—. Si eso es lo que deseas. —Hablar en términos más prácticos los ayudaba a ambos a reprimir sus sentimientos.

—Me voy a Londres.

—Buena idea. —No podía evitar sentirse satisfecho: así, en Aberowen nadie sabría que había tenido un niño, y menos aún de quién era.

—Me vas a comprar una casita. Nada demasiado lujoso, un barrio trabajador me vendrá bien. Pero quiero seis habitaciones para poder vivir en la planta baja y hospedar a un inquilino. El alquiler servirá para pagar los arreglos y el mantenimiento. Aun así, tendré que trabajar.

—Lo has pensado con mucho detenimiento.

—Te estás preguntando cuánto costará, supongo, pero no quieres hacerme esa pregunta porque a un caballero no le gusta preguntar el precio de las cosas.

Era cierto.

—He mirado en el periódico —siguió diciendo Ethel—. Una casa así cuesta alrededor de unas trescientas libras. Seguramente te saldrá más barato que pagarme dos libras al mes durante el resto de mi vida.

Para Fitz, trescientas libras no eran nada. Bea era capaz de gastarse esa cantidad en vestidos de la Maison Paquin de París en una sola tarde.

—Pero ¿prometerás guardar el secreto? —dijo.

—Y prometo amar y cuidar a tu hijo, o a tu hija, y criarlo para que sea feliz y crezca sano, y darle una buena educación, aunque tú no muestres señal alguna de que nada de eso te importe.

Fitz estaba indignado, pero se dio cuenta de que Ethel tenía razón. Apenas había pensado en el niño un solo momento.

—Lo siento —dijo—. Estoy demasiado preocupado por Bea.

—Ya lo sé —repuso Ethel con un tono más conciliador, como siempre que él se permitía mostrar su angustia.

—¿Cuándo te marcharás?

—Mañana por la mañana. Tengo tanta prisa como tú. Tomaré el tren para Londres y empezaré a buscar la casa enseguida. Cuando haya encontrado el lugar adecuado, escribiré a Solman.

—Tendrás que hospedarte en pensiones mientras buscas la casa. —Sacó la cartera del bolsillo interior de su chaqueta y le dio dos billetes blancos de cinco libras.

Ella sonrió.

—No tienes ni idea de cuánto cuestan las cosas, ¿verdad, Teddy? —Le devolvió uno de los billetes—. Cinco libras son muchísimo.

Fitz parecía ofendido.

—No quiero que sientas que soy injusto contigo.

El ánimo de Ethel cambió, y Fitz entrevió parte de la furia que la consumía por dentro.

—Oh, lo eres, Teddy, lo eres —dijo con amargura—. Pero no por el dinero.

—Los dos lo hicimos —dijo él, a la defensiva, mirando a la cama.

—Pero solo uno de nosotros va a tener un hijo.

—Bueno, no discutamos. Le diré a Solman que haga lo que has propuesto.

Ella extendió una mano.

—Adiós, Teddy. Sé que mantendrás tu palabra. —Su voz sonó tranquila, pero él se dio cuenta del trabajo que le costaba guardar la compostura.

Se estrecharon la mano, aunque parecía extraño entre dos personas que habían hecho el amor apasionadamente.

—La mantendré —dijo.

—Por favor, vete ya, deprisa —pidió ella, y se volvió hacia un lado.

Fitz titubeó un momento más y después salió de la habitación.

Mientras se alejaba, le sorprendió y le avergonzó sentir que unas lágrimas muy poco viriles le anegaban los ojos.

—Adiós, Ethel —susurró en el pasillo vacío—. Que Dios te bendiga y te guarde.

IV

Ethel subió al almacén del equipaje del desván y robó una maleta pequeña, vieja y maltrecha. Nadie la echaría nunca en falta. Había sido del padre de Fitz, y llevaba su escudo estampado en el cuero; el dorado se había desgastado hacía mucho, pero todavía podía distinguirse el sello. Dentro metió medias, alguna muda y un poco del jabón perfumado de la princesa.

Esa noche, mientras estaba tumbada en la cama, se dio cuenta de que al final no quería ir a Londres. Le daba demasiado miedo pasar sola por todo aquello. Quería estar con su familia. Precisaba hacerle preguntas a su madre sobre el embarazo. Estaría en un lugar conocido cuando llegara el niño. Su hijo necesitaría a sus abuelos y a su tío Billy.

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