La caída de los gigantes (36 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—¿Por qué? —preguntó Ethel. Ella había tenido que prometer que no se lo contaría a nadie. Le parecía una traición que Fitz se lo hubiera explicado a su abogado.

Estaba claro que el conde se sentía avergonzado de sí mismo: una visión insólita.

—Solman te explicará lo que propongo —dijo.

—¿Por qué? —repitió Ethel.

Fitz le devolvió una mirada suplicante, como rogándole que no se lo pusiera aún más difícil.

Pero ella no se sentía compasiva. Para ella no era fácil; ¿por qué habría de serlo para él?

—¿Qué es eso que tanto te asusta decirme tú mismo? —inquirió, desafiándolo.

Fitz había perdido toda su arrogante seguridad.

—Dejaré que sea él quien te lo explique —dijo y, para asombro de ella, salió de la biblioteca.

Cuando cerró la puerta tras de sí, Ethel miró a Solman y pensó: «¿Cómo voy a hablar del futuro de mi hijo con este desconocido?».

El abogado le sonrió.

—Bueno, bueno, ha sido usted traviesa, ¿verdad?

Aquello le dolió.

—¿Le ha dicho lo mismo al conde?

—¡Desde luego que no!

—Porque él hizo lo mismo que yo, ¿sabe? Se necesitan dos personas para hacer un niño.

—Está bien, no hay necesidad de entrar en todo eso.

—Pues no me hable como si lo hubiera hecho todo yo sola.

—Muy bien.

Ethel tomó asiento y luego volvió a mirarlo.

—Puede sentarse si lo desea —le dijo, como si fuera la señora de la casa, teniendo una deferencia para con el mayordomo.

Al hombre se le encendió la cara. No sabía si sentarse, y que pareciera que había estado esperando su permiso, o quedarse de pie, como un criado. Al final decidió caminar de un lado para otro.

—Su Señoría me ha dado instrucciones para que le haga una oferta —dijo. Eso de caminar no le estaba funcionando, así que se detuvo frente a ella—. Se trata de una oferta generosa, y le aconsejo que la acepte.

Ethel no dijo nada. La crueldad de Fitz había tenido una consecuencia útil: le había hecho comprender que se encontraba en medio de una negociación, y ese era un terreno familiar para ella. Su padre siempre estaba metido en negociaciones, discutiendo y llegando a acuerdos con la dirección de la mina, siempre intentando conseguir salarios más altos, jornadas de trabajo más cortas y mejores medidas de seguridad. Una de sus máximas era: «Nunca hables a menos que te veas obligado a hacerlo», así que Ethel guardó silencio.

Solman la miraba con expectación. Cuando se dio cuenta de que no iba a contestar nada, pareció ofendido. Volvió a empezar:

—Su Señoría está dispuesto a concederle una pensión de veinticuatro libras anuales, pagadas mensualmente por adelantado. Me parece que es muy generoso por su parte, ¿no cree?

«Maldito avaro podrido —pensó Ethel—. ¿Cómo puede portarse tan mal conmigo?» Veinticuatro libras eran el salario de una doncella. Era la mitad de lo que ganaba Ethel como ama de llaves, y además perdería la habitación y la manutención.

¿Por qué pensaban los hombres que podían desentenderse de esa manera? Seguramente porque casi siempre lo conseguían. Las mujeres no tenían derechos. Se necesitaban dos personas para hacer un niño, pero solo una estaba obligada a cuidar de él. ¿Cómo habían permitido las mujeres verse relegadas a una posición tan débil? Estaba furiosa.

Seguía sin abrir la boca.

Solman acercó una silla y se sentó cerca de ella.

—Bien, debe usted mirarlo por el lado bueno. Dispondrá de diez chelines semanales…

—No basta —se apresuró a puntualizar Ethel.

—Bueno, pongamos que sean veintiséis libras anuales, eso sí hará los diez chelines a la semana. ¿Qué me dice?

Ethel no dijo nada.

—Puede encontrar una habitacioncita bonita en Cardiff por dos o tres chelines, y tendrá el resto para sus gastos. —Le dio unos golpecitos en la rodilla—. Además, ¿quién sabe?, a lo mejor encuentra a otro generoso caballero que le haga la vida más fácil… ¿eh? Es usted una joven muy atractiva, ¿sabe?

Ethel fingió no haber entendido su indirecta. La idea de ser la querida de un abogado asqueroso como Solman le repugnaba. ¿De verdad creía que podía ocupar el lugar de Fitz? No respondió a sus insinuaciones.

—¿Hay condiciones? —preguntó con frialdad.

—¿Condiciones?

—Adjuntas a la oferta del conde.

Solman tosió.

—Las habituales, desde luego.

—¿Las habituales? ¿De modo que usted ya había hecho esto antes?

—No para el conde Fitzherbert —se apresuró a decir el abogado.

—Pero sí para otros.

—Ciñámonos al asunto que nos ocupa, por favor.

—Continúe cuando quiera.

—No debe usted incluir el nombre del conde en la partida de nacimiento del niño, ni desvelarle a nadie de ninguna otra forma que él es el padre.

—Y, por lo que usted ha podido comprobar, señor Solman, ¿suelen aceptar las mujeres estas condiciones suyas?

—Sí.

«Por supuesto que lo hacen —pensó Ethel con amargura—. ¿Qué alternativa les queda? No tienen derecho a nada, así que aceptan cualquier cosa que les ofrezcan. Por supuesto que aceptan esas condiciones.»

—¿Hay alguna más?

—Cuando se marche usted de Ty Gwyn, no debe intentar ponerse en contacto con Su Señoría por ningún medio.

«O sea —pensó Ethel— que no quiere vernos ni a su hijo ni a mí.» La decepción cayó sobre ella como una oleada de debilidad: si no hubiera estado sentada, seguramente se habría desplomado. Apretó las mandíbulas para contener las lágrimas. Cuando hubo recuperado el control de sí misma, dijo:

—¿Algo más?

—Me parece que eso es todo.

Ethel se puso en pie.

—Tendrá que ponerse en contacto conmigo para comunicarme dónde habrá que realizar los pagos mensuales —dijo Solman. Buscó una cajita de plata que llevaba encima y sacó de ella una tarjeta.

—No —dijo Ethel cuando se la tendió.

—Pero tendrá que ponerse en contacto conmigo…

—No, no pienso hacerlo —repitió.

—¿Qué quiere decir?

—Que la oferta es inaceptable.

—Vamos, no sea necia, señorita Williams…

—Se lo diré otra vez, señor Solman, para que no le quede ni rastro de duda. La oferta no es aceptable. Mi respuesta es no. No tengo nada más que decirle. Que pase un buen día. —Salió y cerró la puerta de golpe.

Regresó a su cuarto, cerró con pestillo y lloró desconsoladamente.

¿Cómo podía ser Fitz tan cruel? ¿De verdad no quería volver a verla nunca? ¿No quería ver a su hijo? ¿Pensaba acaso que todo lo que había existido entre ambos podía borrarse con veinticuatro libras anuales?

¿De verdad ya no la quería? ¿La había querido alguna vez? ¿Había sido una necia?

Ella había creído que la amaba. Estaba convencida de que lo suyo había significado algo. Puede que él hubiera estado actuando todo el tiempo y la hubiera engañado… Pero no, no lo creía. Una mujer se daba cuenta de cuándo fingía un hombre.

Entonces, ¿a qué venía todo eso? Debía de estar reprimiendo sus sentimientos. O a lo mejor era un hombre de emociones superficiales. Era posible. Puede que la hubiera amado sinceramente, pero con un amor que se olvidaba con facilidad cuando se volvía inapropiado. Semejante debilidad de carácter bien podía habérsele pasado por alto, cegada como estaba por la pasión.

Al ver cuán duro era el corazón de Fitz, por lo menos se le hacía más sencillo negociar con firmeza. No tenía necesidad de pensar en los sentimientos del conde. Podía concentrarse en intentar conseguir lo mejor para el niño y para ella. Debía pensar siempre en cómo habría llevado las cosas su padre. Una mujer no estaba tan indefensa, a pesar de la ley.

Supuso que su respuesta preocuparía a Fitz. Seguramente esperaba que Ethel aceptara la oferta o, en el peor de los casos, que pidiera un precio más alto; y después habría sentido que su secreto ya estaba a salvo. De pronto se sentiría perplejo, además de angustiado.

Ethel no le había dado a Solman ocasión de preguntarle qué era lo que quería ella. Era mejor dejar que dieran vueltas en la oscuridad durante un tiempo. Fitz empezaría a temer que estuviera dispuesta a vengarse y contarle lo del embarazo a la princesa Bea.

Miró por la ventana, al reloj que había en el tejado del establo. Faltaban unos minutos para las doce. En el jardín delantero, el personal se estaría preparando ya para servir el almuerzo a los niños de los mineros. A la princesa Bea solía gustarle reunirse con el ama de llaves a eso del mediodía. A menudo tenía quejas: no le gustaban las flores del vestíbulo, los uniformes de los lacayos no estaban bien planchados, la pintura del descansillo se estaba desconchando. El ama de llaves, a su vez, tenía preguntas que hacer sobre dónde alojar a los huéspedes, cómo reponer la porcelana y la cristalería, contratar y despachar a doncellas y pinches de cocina. Fitz solía entrar en la sala de estar a eso de las doce y media para tomarse una copita de jerez antes de la comida.

Ethel le apretaría las tuercas entonces.

III

Fitz observaba cómo hacían cola los hijos de los mineros para la comida… para el «almuerzo», como decían ellos. Tenían la cara sucia, iban despeinados y llevaban la ropa hecha harapos, pero parecían felices. Los niños eran asombrosos. Aquellos eran de los más pobres del país, y sus padres estaban atrincherados en una cruenta confrontación, pero los pequeños no daban muestras de darse cuenta de ello.

Desde que se había casado con Bea, hacía cinco años, había anhelado tener un hijo. Ella ya había perdido a uno antes de dar a luz, y a Fitz le aterraba que pudiera volver a suceder. La última vez, su mujer se había llevado un berrinche solo porque él había cancelado su viaje a Rusia. Si descubría que había dejado embarazada al ama de llaves, su furia sería incontrolable.

Y el terrible secreto estaba en las manos de la joven criada.

La preocupación lo torturaba. Era un castigo espantoso por el pecado que había cometido. En otras circunstancias, incluso podría haberse alegrado de tener un niño con Ethel. Podría haber enviado a madre e hijo a una pequeña casita de Chelsea, donde los habría visitado una vez por semana. Sintió otra punzada de remordimiento y anhelo a causa de la intensidad de esa ensoñación. No quería tratar a Ethel con dureza. Su amor le había hecho mucho bien: sus besos ansiosos, su tacto ávido, el ardor de su pasión juvenil. Incluso mientras le comunicaba las malas noticias, había deseado poder recorrer su pequeño cuerpo con las manos y sentir cómo le besaba el cuello con esa voracidad que le resultaba tan tonificante. Pero tenía que ser duro de corazón.

Aparte de ser la mujer más excitante a la que había besado nunca, era inteligente, divertida y bien informada. Le había contado que su padre siempre le hablaba de los asuntos de actualidad. Además, el ama de llaves de Ty Gwyn tenía derecho a leer los periódicos del conde después de que el mayordomo hubiera acabado con ellos; una regla de la sala del servicio de la que él no había tenido conocimiento. Ethel le hacía preguntas inesperadas que él no siempre sabía responder, como: «¿Quién gobernaba Hungría antes de los austríacos?». La echaría de menos, pensó con tristeza.

Sin embargo, Ethel no estaba dispuesta a comportarse como se suponía que debía hacer una amante abandonada. Solman había quedado desconcertado tras su conversación con ella. Fitz le preguntó: «¿Qué es lo que quiere?», pero el abogado no lo sabía. El conde abrigaba la horrible sospecha de que Ethel pudiera contárselo todo a Bea solo por una especie de retorcido deseo moral de hacer salir la verdad a la luz. «Que Dios me ayude a mantenerla alejada de mi esposa», rezaba.

Se sorprendió al ver la pequeña figura redondeada de Perceval Jones cruzando al trote el césped con unos bombachos cortos de color verde y botas de caminar.

—Buenos días, milord —dijo el alcalde, quitándose el sombrero de fieltro marrón.

—Buenos días, Jones. —Como director de Celtic Minerals, Jones era la fuente de gran parte de la riqueza de Fitz, pero, aun así, aquel hombre no le caía bien.

—Las noticias que llegan no son buenas —dijo Jones.

—¿Quiere decir de Viena? Tengo entendido que el emperador austríaco sigue trabajando en la redacción de su ultimátum para Serbia.

—No, quiero decir de Irlanda. Los hombres del Ulster no están dispuestos a aceptar la autonomía, ¿sabe usted? Los convertiría en una minoría bajo un gobierno católico. El ejército ya se está amotinando.

Fitz arrugó la frente. No le gustaba oír hablar de motines en el ejército británico.

—No importa lo que puedan decir los periódicos, no creo que los oficiales británicos desobedezcan las órdenes de su gobierno soberano —comentó con aspereza.

—¡Ya lo han hecho! —dijo Jones—. ¿Qué me dice del motín de Curragh?

—Nadie desobedeció órdenes.

—Cincuenta y siete oficiales dimitieron cuando les ordenaron marchar sobre los Voluntarios del Ulster. Puede que no lo llame usted motín, milord, pero es el nombre que le da todo el mundo.

Fitz gruñó. Jones tenía razón, por desgracia. Lo cierto era que los oficiales ingleses se habían negado a atacar a sus compatriotas en defensa de una muchedumbre de irlandeses católicos.

—Nunca habría que haberle prometido la independencia a Irlanda —dijo.

—Ahí estoy de acuerdo con usted —repuso Jones—. Pero lo cierto es que he venido a hablar con usted de esto. —Señaló a los niños, que estaban sentados en bancos dispuestos a lo largo de varias mesas de caballetes, comiendo bacalao hervido con col—. Me gustaría que acabara usted con ello.

A Fitz no le gustaba que individuos inferiores a él en el orden social le dijeran lo que tenía que hacer.

—No pienso dejar que los niños de Aberowen se mueran de hambre, aunque la culpa sea de sus padres.

—Solo está usted prolongando la huelga.

El hecho de que Fitz recibiera una regalía por cada tonelada de carbón no quería decir, según su parecer, que estuviera obligado a ponerse del lado de los propietarios de la mina y en contra de los hombres. Ofendido, replicó:

—La huelga es asunto suyo, no mío.

—Bien que se da prisa en aceptar el dinero…

Fitz estaba escandalizado.

—No tengo más que decirle. —Y le volvió la espalda.

Jones se sintió contrito al instante.

—Le pido perdón, milord, discúlpeme… un comentario apresurado y de lo más poco juicioso, pero es que este asunto resulta extremadamente cansino.

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